Sí, la doctrina cristiana es una doctrina de sufrimiento y lágrimas; pero también es la religión de los consuelos inmortales. La cruz hiere solo para sanar; transforma el dolor en alegría, como la vara de Moisés transforma las aguas amargas en dulces.
La cruz nos salva. Sin embargo, solo salva a quienes la aceptan voluntariamente como instrumento de purificación y salvación. Para quienes sufren pero se niegan a resignarse, sería inútil.
No basta con sufrir; hay que sufrir con Jesucristo. No basta con morir; hay que morir con Jesucristo. El divino Salvador no abolió el sufrimiento humano: lo santificó, haciéndolo expiatorio y sanador, uniéndolo al suyo. «Sufrió porque quiso», dice el Evangelio, «y tuvo que pasar por el sufrimiento para entrar en la gloria». Es uniendo voluntariamente nuestra cruz a su cruz, nuestra muerte a su muerte, que seremos glorificados y coronados con Él.
La cruz es la piedra de toque que distingue a los cristianos. Mientras algunos la rechazan, se enfadan y blasfeman, otros la abrazan como penitencia santificadora, como instrumento de salvación. «Está en la naturaleza de las cosas que el mal expulse al mal, el veneno combata al veneno y el dolor elimine el dolor», dice Belarmino; la amargura de la enfermedad se cura, por tanto, con la amargura de la medicina. Porque así es como la cruz inmola lo que debe morir y santifica lo que debe vivir.
Comprendamos la gran lección del Calvario. Dos criminales son crucificados junto a Jesucristo. Uno de ellos acepta la expiación en unión con la de la Víctima Divina, y se salva. El otro también sufre la muerte, pero se rebela contra la cruz; y expira desesperado. Un misterio significativo que nos muestra bajo qué condiciones la cruz nos salva y nos abre el cielo.
Los Libros Sagrados lo repiten sin cesar: “Para participar de la gloria de Jesucristo, es necesario participar en sus sufrimientos, y para resucitar con Él es necesario morir con Él”. De ahí el profundo significado de esta frase: “Debo completar lo que falta a la pasión de Jesucristo”.
¿Qué falta, entonces, en la plenitud de los sufrimientos del Redentor? Lo que falta y debe añadirse es la contribución de nuestros propios sufrimientos, la aplicación de los tormentos expiatorios del Divino Cristo de la Iglesia a todos los miembros de su Cuerpo místico.
El Señor no nos unió a su inmolación, sino para asociarnos a su vida y a sus triunfos. Tal es la misteriosa operación de la cruz: de alguna manera reproduce el sacrificio voluntario de Jesucristo en cada cristiano. La pasión se propaga mediante la paciencia. La paciencia cristiana en realidad no es nada más que la misma pasión de Jesucristo sufrida por nosotros; porque la paciencia, como la pasión, es la cruz voluntariamente aceptada. La paciencia es también la virtud esencial de los discípulos del Evangelio; mediante ella poseemos nuestras almas y ganamos las de nuestro prójimo...
Sin duda, la cruz es la espada del sacrificio y la fuente de muchas lágrimas, pero también es la prenda del consuelo divino y reconecta admirablemente en el ámbito espiritual los lazos que rompe en el orden natural. El misterio de la cruz es una locura para los perdidos; pero para los verdaderos cristianos, es el misterio del Amor, lleno de esperanza e inmortalidad.

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