martes, 19 de agosto de 2025

MEDITACIÓN SOBRE LA MODESTIA



  Que vuestra modestia sea conocida de todos los hombres, pues el día del Señor está cerca. (Filipenses IV, 5)

   I. La modestia es una virtud que regula el exterior del hombre; debes practicarla, porque no conviene a un cristiano, que debe ser la imagen y copia de Jesucristo, ser descompuesto en sus palabras o en sus actos. Dios está en todas partes; tu buen Ángel te ve; los hombres son testigos de tus inmodestias y se escandalizan de ellas. Todos estos motivos deberían persuadirte a amar esta hermosa virtud, que tanta gloria procura a Dios y tanto bien hace al prójimo. 

   ¡Qué hermoso es dar buenos ejemplos! (San Ambrosio).

   II. Para practicar la modestia, es necesario que consideres tu edad, tu condición, tu género de vida, el tiempo, el lugar y las ocasiones en que te encontrares. Tus miradas deben ser modestas, tanto como tus palabras, tus acciones y todo tu exterior; en una palabra, debes comportarte de tal modo que se pueda decir de ti: 

   “Así es como andaba Jesucristo, así es como obraba y conversaba con los hombres”. Quien profesa creer en Jesucristo, debe regular su conducta según la de su Maestro (San Jerónimo).

III. La modestia exterior depende de la interior; el rostro no es sino el reflejo de los sentimientos del alma. Si tus pasiones están bien mortificadas, si tu corazón está continuamente ocupado con el pensamiento de Dios, no tendrás mucho trabajo en ser modesto. Tu alma, encontrando su contento en el interior de sí misma, no lo buscará en el exterior. 

   Los sentimientos se manifiestan en nuestro continente, y el rostro es el espejo del alma y la expresión de las costumbres (San Isidoro).

La modestia.
Orad por la pureza en la juventud.

lunes, 18 de agosto de 2025

CARACTERES DEL ESPÍRITU DIABÓLICO – Por el Padre Juan Bautista Scaramelli. S.J.



SOBRE LA SOBERBIA MANIFIESTA
Y LA FALSA HUMILDAD.

   El segundo carácter del espíritu diabólico es, o una manifiesta soberbia, o una falsa humildad; pero nunca la verdadera humildad que Dios da. Cuando el demonio viene sin máscara siendo el padre de la soberbia, no puede levantar en nuestros corazones otros afectos que de vanagloria, de hinchazón y de complacencias soberbias; ni puede despertar en nosotros otros deseos que de honores, de glorias, de puestos, de preeminencias y de dignidades. Así dice San Gregorio: “Nihil  aliud diabolus mentes sibi subditas docet, quam celsitudinis culmen appetere, cunct aequalia mentis tumore transcendere, societatem omnium alia elatione transire, ac sese contra potentiam Conditoris erigere, siquidem iniquitatem in excelso locuti sunt. El diablo no enseña a las mentes sujetas a él otra cosa que a aspirar a la cima de la altura, a superar a todos los demás en el orgullo de la mente, a superar a la sociedad de todos los demás en una arrogancia diferente y a levantarse contra el poder del Creador, ya que han hablado iniquidad en lo alto.”

   Antes si alguna vez sucede que el enemigo se introduzca en las cosas espirituales para engañar alguna persona incauta y luego se hace conocer por lo que él es, infundiendo espíritu de vanidad y de hinchazón con que se llene de vanas complacencias, tenga a los otros en nada, y a sí misma en mucho. Si con eso logra él infundir en su corazon este espíritu perverso; entra despues en su plena posesión y  hace de él lo que quiere. Así enseña Juan Gerson, y Io demuestra todos los días la experiencia: “Fictus Angelus, dice él, primo seminat tumoris spiritum, i impelid ipsum, ut ambularem cupia in magnis, ut sit placens, i sapiens in semetipso in oculis suis: quo obtento, jam illudit i deludit, quemadmodum voluerit. El falso ángel, dice, primeramente siembra el espíritu de hinchazón, y lo impulsa a andar en el deseo de grandes cosas, para ser agradable y sabio a sus propios ojos: cuando obtiene esto, ahora engaña y seduce, como quiere.” Verdad es, que haciéndose ver el demonio en esta forma, altanero y vano, es menos peligroso; porque es fácil de conocerle por lo que él es.

   Todavía es más de temer cuando viene enmascarado bajo la apariencia de una falsa humildad; porque no siendo conocido, entonces el traidor halla entrada. Esto sucede cuando nos trae a la memoria los pecados pasados, y las imperfecciones presentes, y nos hace ver la perdición en que hemos vivido, o el miserable estado en que aún nos hallamos; pero obra lodo esto con una maligna luz que no produce otro efecto que alborotar el alma, revolverla, llenarla de aflicciones, de inquietudes, de amargura, de tribulaciones, de pusilanimidad y caimiento, y a veces de profunda melancolía. Entre tanto el alma incauta no se defiende de estos pensamientos; porque hallándose con sus pecados y faltas delante de los ojos en un bajo concepto de sí, cree que está llena de humildad, cuando en la realidad está llena de un veneno infernal. 

   Oigamos sobre este punto a Santa Teresa; «La verdadera humildad, aunque hace que el alma se conozca por mala, y le dé pena el ver lo que es; pero no viene con alboroto, ni inquieta el corazon, ni ofusca la mente, ni causa sequedad; antes consuela. Duélese entonces de cuanto ofendió a Dios, y de otra parte le ensancha el seno para esperar su misericordia: tiene luz para confundirse a sí misma, y para loar a Dios, que tanto le ha sufrido. Más en la otra humildad que mete el demonio, no hay luz para bien alguno, parece que Dios lo mete todo a fuego y sangre; es una invención del demonio de las más penosas, sutiles y disimuladas que de él he conocido.» (Santa Teresa de Jesús “VIDA”).

   Persuádese pues el director que hay dos humildades: una santa que da Dios: otra perversa que mueve el demonio. La primera está llena de luz sobrenatural con que conoce el alma claramente sus culpas y sus miserias: se confunde interiormente y se aniquila, pero con quietud: y siente pena, pero dulce, y jamás pierde la esperanza en Dios. Este es un bálsamo del paraíso. La segunda humildad está llena de una luz infernal, que hace ver los pecados, pero con cierto tormento penoso, con turbación, con inquietud, con desmayo y con desconfianza en la bondad de Dios. Esta es un tósigo (veneno) del infierno, que si no da muerte al alma, la vuelve a Io menos débil, enferma e inhábil para todo bien. Y aquí para mayor claridad de esta importante doctrina advierta con cuidado el lector, que entre la humildad divina y la diabólica pasa esta diferencia, que aquella va unida con la generosidad y esta va junta con la pusilanimidad. La primera es verdad que humilla, y tal vez aniquila al alma a la vista de su nada y de sus pecados; pero al mismo tiempo, la levanta con la confianza en Dios, la conforta y corrobora, a más de esto, es pacifica, serena, quieta y suave: con lo cual el alma no solo espera el perdón de sus culpas, sino que tambien cobra ánimo para reparar con la penitencia, y con las buenas obras sus caídas pasadas y presentes; y de su mismo nada toma mayor confianza para hacer grandes cosas en servicio de Dios. La segunda al contrario, con una confusión turbia e inquieta, con un temor lleno de angustia y congoja, quita al alma toda esperanza, la hace vil y perezosa, la llena de desconfianza, de caimiento, de pusilanimidad y de desmayo; le quita en suma todas las fuerzas espirituales para que no pueda moverse, o a lo más se mueva con debilidad y languidez a las obras santas y virtuosas. Si le aconteciere al director el hallar en alguno de sus penitentes esta humildad perversa (como ciertamente le sucederá y no raras veces, especialmente en mujeres que de su naturaleza son tímidas y pusilánimes) le ha de abrir los ojos y hacer entender el espíritu diabólico de que está dominado, y reducirlo al camino verdadero con los medios que luego propondré.

“DISCERNIMIENTO DE LOS ESPÍRITUS”
Año. 1853.

sábado, 16 de agosto de 2025

EL CONSEJO DE LOS PRUDENTES


 
Los anales del mundo cuentan la noche, en una de sus páginas más amargas, en que los hombres prudentes se reunieron para inventar una moral a su medida. El salón donde se congregaron brillaba como vidrio bruñido y resonaba como eco vacío.

El aire estaba tan espeso de perfumes dulzones que el vapor amargo del café recalentado apenas podía abrirse camino. Las luces frías de las pantallas daban a los rostros un tinte espectral; los micrófonos, bocas de cíclopes metálicos, devoraban cada palabra con voracidad insaciable. A un lado clamaban por la libertad sin riendas, como caballos desbocados lanzados al despeñadero; al otro exigían igualdad total, como si los hombres pudieran pesarse en las balanzas de un cambista.

El ruido era una niebla densa: sofocaba el aire, nublaba el juicio, ahogaba hasta el pensamiento. Y, de pronto, en el cansancio colectivo se abrió un silencio breve, como un respiro robado.

De aquel hueco se alzó un hombrecillo de voz pegajosa y lenta, melosa como jarabe agrio, que hablaba como quien vende promesas en rebajas. Su corbata, más proclama que prenda, flameaba con cada ademán. Alzó las manos con gesto de mercader que ofrece espejos por diamantes y proclamó:

—Dejemos las verdades, que dividen. Quedémonos con lo que todos toleren. Forjemos una moral tan pequeña que quepa en la palma de cualquier mano: la ética de mínimos.

El salón entero, agotado, lo celebró como revelación celeste. El cansancio aplaude siempre más fuerte que la convicción. Y así, en un instante, la verdad fue arrojada al arroyo y en su lugar se entronizó el consenso.

Algunos delegados, con gesto nervioso, se ajustaban las monturas de sus gafas; otros, con estudiada indiferencia, miraban sus teléfonos, más absortos en la luz de la pantalla que en la oscuridad de la sala. La solemnidad era pura fachada: tras las corbatas y discursos, esperaba la comodidad de la pausa del café.

En un rincón, sin embargo, permanecía un hombre callado. Su rostro era austero, su mirada clara, y en sus ojos brillaba la memoria de libros viejos que hablaban de orden y de ley eterna. Había escuchado en silencio, hasta que se levantó como quien ya no soporta más ver la comedia sin gritar que es farsa.

No alzó la voz; no hizo falta. Habló, y su palabra resonó como campana en templo vacío:

—Lo que habéis engendrado no es ética, sino coartada. Habéis cambiado la roca de la ley natural por la arena movediza de los votos. Y la arena siempre cede bajo los pies del que confía en ella. Hoy llamáis paz a este pacto de cansancio, pero la paz sin justicia no es paz: es tregua disfrazada.

Los delegados lo miraron con sonrisas tensas. Algunos rieron por cortesía, otros cuchichearon “fundamentalista”. Mas él prosiguió:

—Mañana vuestros mínimos serán menos. Y al día siguiente, nada. Al huir de la verdad os entregáis al poder. Y el poder, cuando no se ata al ser, se disfraza de tolerancia mientras afila su mordaza.

El silencio se volvió pesado, inmóvil, casi visible. El moderador, con sonrisa petrificada, cerró la sesión y anunció la pausa del café. Y aquellos prudentes, convencidos de haber fundado la paz universal, corrieron hacia las bandejas de galletas, discutiendo si la leche debía servirse fría o tibia.

El hombre salió solo. Atravesó pasillos que olían más a negocio que a sabiduría. Afuera, la noche lo abrazó con su sombra cómplice, y en ese amparo sus pensamientos se hicieron letanía:

—Llaman prudencia a su cobardía, y paz a su miedo.
—Confunden justicia con consenso y verdad con estadística.
—Pactan con el error para no discutir, y despiertan encadenados por sus propias concesiones.
—Creen que el mundo puede sostenerse con mínimos, cuando hasta un niño sabe que la vida solo se sostiene con verdades.

La noche, testigo silenciosa, lo vio alejarse. Caminaba con la dignidad del que sabe que, aun perdiendo todas las batallas del mundo, su verdad permanece invicta.

OMO

viernes, 15 de agosto de 2025

FIESTA DE LA ASUNCIÓN



El último dogma de fe proclamado solemnemente por la Iglesia católica es la Asunción de la Virgen María, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo. Para fundamentar esta definición, el Magisterio tomó en cuenta el consenso de los fieles, verificable en los más diversos tiempos y lugares; la abundancia de templos e imágenes que tempranamente honraron ese misterio; las diócesis y ciudades que lo ostentan como su nombre patronal; la fiesta litúrgica celebrada, desde muy antiguo, en Oriente como Occidente; la enseñanza constante y uniforme de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y la doctrina de probados teólogos.

La Sagrada Escritura, aunque silencia la muerte de María y su resurrección, muestra a la Madre del Señor siempre unida a la persona y destino de su Hijo divino. Vencedora ya del imperio del pecado por su Inmaculada Concepción (privilegio que el Hijo le conquistó por la sangre de su cruz), la fe de la Iglesia no dudó en extender esta solidaridad de destinos entre ambos, afirmando que también Ella venció, como Jesús, el poder de la muerte y corrupción del sepulcro.

En virtud de este hecho, no sólo el alma de María goza ya de la plena visión de Dios: también su cuerpo, antes domicilio de la divinidad, tras una momentánea dormición se ha revestido de las propiedades del cuerpo glorioso de Cristo resucitado. Es la persona entera de María, alma y cuerpo, espíritu y corazón, la que ha hecho su ingreso triunfal en el cielo, anticipando lo que el común de los elegidos espera disfrutar en el Día final.

La devoción popular suele referirse a esta fiesta con el nombre de "Tránsito". Es, en efecto, un paso, una pascua, un progreso victorioso. La sola enunciación del misterio nos recuerda que la vida no se detiene: su ley inmanente es crecer, fructificar, perfeccionarse. El otro nombre, "Asunción", aporta dos ideas-fuerza: nuestro camino es ascendente, sin otro límite y destino que el cielo; y nuestra ascensión es posible porque Uno, más fuerte que nosotros, nos atrae hacia lo alto.

La Virgen Asunta en cuerpo y alma al cielo se convierte así en Icono de la Iglesia que camina en la esperanza e indeclinable nostalgia hacia la gozosa reunificación con el Esposo. Mirarla, invocarla, celebrarla implica pasar victoriosamente de la angustia a la esperanza, de la soledad a la comunión, de la turbación a la paz, del tedio y de la náusea a la alegría y belleza, de las perspectivas temporales a las certezas y posesiones eternas: de la muerte a la vida.

Un primer nivel en que debería concretarse este tránsito pascual es el de nuestras conversaciones. En familia, en la educación, en las comunicaciones sociales han de abrirse y potenciarse instancias de elevación del alma hacia aquellos temas y valores que, como ella, no quieren ni pueden morir. El Hombre es mucho más que una concatenación de miserias, servidumbres y frivolidades del diario devenir. Tiene hambre de Dios, sed de Infinito. Es buscador del Último Sentido. Maestros, predicadores, comunicadores que aciertan en abrir esos espacios y habilitar tales instancias de elevación del alma prestan un servicio inapreciable y honran la dignidad del ser humano.

Un segundo nivel de elevación se encuentra en el ámbito de nuestras aspiraciones. Tendemos a conformarnos con lo que hay, en lugar de arriesgarnos a lo que viene y será mejor. Celebrar la Asunción, no sólo un 15 de agosto sino en cada cuarto misterio glorioso del Rosario, importa un compromiso continuo de excelencia y aristocracia espiritual. Es un nivelar hacia arriba, un habituarse a perseverar en camino ascendente. Es la ley de inercia del amor, que una vez iniciado quiere siempre más.

Y un tercer nivel de elevación es el de nuestras depresiones. Los devotos de la Asunción se regocijan en saberse dotados y llamados a inyectar, en nuestra convivencia, un tono vital de alegría y optimismo. Contemplando a María, se ven a sí mismos cantando el Magníficat que anuncia las victorias de Dios. Descansan, se recrean en la certeza de que hay en el cielo una Madre que los llama por su nombre y los cubre con su manto.

Pbro. Raúl Hasbún

jueves, 14 de agosto de 2025

¿COMULGAR SIN CONFESARSE?

Este video también puede verse en:


 CONFESIONARIOS VACÍOS
Por Lic. Oscar Méndez Casanueva

Dice San Pablo, divinamente inspirado, que quien comulga en pecado mortal "come y bebe su propia condenación".
.
De ahí la necesidad que nuestra alma esté limpia de todo pecado mortal para que pueda Cristo ser recibido por nosotros. De ahí la necesidad -también- de la confesión sacramental para todo aquel que se sepa en pecado grave. Recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la comunión sin estar perdonados por la confesión sacramental es un pecado gravísimo que se llama sacrilegio. Todo aquél que está en pecado grave, todo aquél que no esté en gracia santificante -misma que se obtiene por la absolución personal en el sacramento de la confesión-, todo aquél que viva en ese estado y no se confiese o se confiese mal (sin verdadero arrepentimiento e intención de evitar el pecado; es decir sin contrición y propósito de enmienda) y comulga sacramentalmente, está "comiendo y bebiendo su propia condenación", según la Palabra de Dios.
.
Quienes no creen o no obedecen la moral que la Iglesia enseña, quienes no desean seguir las normas morales que Dios exige y el magisterio custodia, no deben -por ninguna excusa- acercarse a recibir la Sagrada Eucaristía.

Luego, es fundamental estar en gracia santificante para comulgar. ¡Qué importante es que vivamos en gracia y qué importante es que comulguemos con frecuencia! Pero que importante es, también, hacerlo con las debidas condiciones y con el amor necesario a Dios, estando conscientes que, precisamente, estamos recibiendo a Dios mismo presente en la hostia consagrada. Recibamos a nuestro Creador y Redentor, recibámoslo como lo que es: Nuestro Dios y Salvador, nuestro Rey y Señor.

Qué tristeza es ver que muchos viven conforme al mundo y de manera contraria a la Ley de Dios, y sin cambiar de actitudes ni confesarse van a recibir a Dios vivo presente en la hostia sin el menor discernimiento de lo que hacen, sólo por el qué dirán los demás y sin pensar en lo que Dios sí dice de esto. Es el lamentable "modernismo" que los ha impregnado, es la inconsciencia de lo que es recibir a Dios, es el permanecer en sus errores y en su vida de pecado, creyendo en un falso dios bonachón hecho a su gusto, medida y conveniencia.

Y qué tristeza es ver, también, que muchos sacerdotes "modernistas" no enseñan ya esta doctrina católica y con su silencio son cómplices del sacrilegio. Hay en ello mucha culpabilidad y Dios les pedirá cuentas. Algunos fieles tendrán el atenuante de su ignorancia (cuando ésta no sea culpable), mismo que no se presenta en los sacerdotes que, como tales, están bien instruidos y callan por contemporizar con el mundo o por una fe débil, o por poco celo pastoral y exiguo amor a las ovejas que les han sido encomendadas.

Urge, hoy, que los pastores vuelvan a hablar y enseñar esta doctrina tan olvidada por muchos o desconocida -incluso- de las nuevas generaciones. Si es tan común que nadie la cumpla, ¿les costaría mucho esfuerzo que nos la recordaran -aunque sea brevemente- durante cada celebración litúrgica?

Resulta contrastante ver tantos comulgantes y vacíos los confesionarios. ¿En verdad todos ellos estarán en gracia y no requerirán confesarse? Sin intentar penetrar en la conciencia de alguien en particular, las matemáticas parece que no cuadran y nos indican la tremenda realidad y el significado de este hecho. ¿O será realmente que alguien pueda vivir años y años sin el menor pecado mortal? Ciertamente puede ser el caso de algunas almas buenas. ¿Cuántas serán? Sólo Dios lo sabe. Si así fuera la situación de algunos, deben recordar, también, que existe el mandamiento de la confesión anual. ¿Pero, realmente, la mayoría que lleva meses y meses o años y años sin confesarse, tiene limpia la conciencia de cualquier pecado grave como para saberse en gracia santificante y poder recibir a Cristo vivo y realmente presente en la Eucaristía? ¿Y no contribuirán a este mal -de la comunión sin confesión- aquellos sacerdotes que ya no están disponibles habitualmente en el confesionario.

Por parte de muchos sacerdotes: Omisión de enseñar esta doctrina y poco o nulo tiempo en el confesionario.

Por parte de muchísimos fieles: Poca instrucción que genera -en muchos casos- una ignorancia culpable. En otros, un descuido irredento por los asuntos de Dios y un vivir de acuerdo a las máximas del mundo, adecuando la moral y las enseñanzas de Dios y de la Iglesia a sus propios caprichos y criterios personales. Todo ello, lleva a la sacrílega comunión en pecado grave y sin confesión sacramental, que los hace comer y beber su propia condenación.

En ambos casos, una multitud que comulga y los confesionarios....¡vacíos!.

En resumen, para poder comulgar es moralmente indispensable confesarse con el sacerdote si después de la última confesión bien hecha se ha cometido pecado mortal. Además, debe el católico vivir siempre en gracia para morir en gracia y, así, poder alcanzar en la eternidad la bienaventuranza con Dios, de ahí la necesidad de frecuentar el sacramento de la Confesión, particularmente si se ha tenido la desgracia de haber cometido un pecado grave (mortal).

MUY IMPORTANTE: CONSULTAR LOS SIGUIENTES TRES ENLACES (haz clic):

¡COMULGA EN GRACIA!:

CINCO PASOS QUE SE REQUIEREN PARA HACER UNA BUENA CONFESIÓN:

¿PUEDE DIOS PERDONARME SI NO HAY UN CONFESOR?:

Nota: Video del padre Jorge Loring, sacerdote jesuita.

miércoles, 13 de agosto de 2025

LA INSEMINACIÓN ARTIFICIAL IMPLICA VARIOS CRÍMENES

¿Cuántos mueren para que uno logre nacer? Por Brenda Lourdes del Río

También puede verse aquí el video:




lunes, 11 de agosto de 2025

¿CONOCES ESTE CANTO A LA SMA. VIRGEN?

🎵 “Oh María, Madre Mía” 🎹 es un canto mariano tradicional, muy querido en comunidades de habla hispana, aunque no es muy claro su origen que se disputa entre México y España, refleja la herencia de la lengua española en la devoción a María. Sus palabras son una oración sencilla y profunda, confiando el corazón a la Virgen María, buscando su guía y su consuelo. Para muchos, no es solo música: es un pedacito de infancia, un eco de fe, un recordatorio de esperanza.


UN SER HUMANO SOLO PUEDE CONCEBIR OTRO SER HUMANO Y NO UN SIMPLE MONTÓN DE CÉLULAS

 

Un mes despues de la concepción, un ser humano mide de largo un sexto de pulgada. El diminuto corazón ya ha comenzado a latir desde hace una semana, y los brazos, piernas, cabeza y cerebro ya han comenzado a tomar forma. A los dos meses, el niño ya cabe en una cáscara de nuez: acurrucado, la persona mide poco más que una pulgada. Dentro de tu puño cerrado, la persona sería invisible, y podrían aplastarlo sin tener intención de ello incluso sin darte cuenta. Pero si abres tu mano, la persona está prácticamente completa, con manos, pies, cabeza, órganos internos, cerebro, todo en su sitio. Todo lo que necesita es crecer. Mirando incluso más cerca con un microscopio estándar, puedes ser capaz de ver sus huellas dactilares. Todo lo necesario para establecer su identidad ya está en su lugar.

-Jerome Lejeune. Genetista Moderno.

sábado, 9 de agosto de 2025

EL DERECHO A MATAR: ENTRE LA CÁNULA, EL PAÑUELO Y LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS

Puede verse también en:


I. EL INFIERNO, LOS EUFEMISMOS Y LA LITURGIA PROFANA DEL YO

El aborto es un crimen. No hay atenuante posible, ni contexto que lo dignifique, ni retórica que lo suavice. Es, en sí mismo, un acto de injusticia absoluta: la destrucción deliberada del más inocente, del más indefenso, del más irreemplazable. Su malicia no necesita adjetivos para ser monstruosa. Basta el hecho.

Pero como si no bastara con la muerte, la cultura moderna ha añadido el escarnio. Hoy se mata al hijo no sólo en la sombra, sino bajo los reflectores; no con lágrimas, sino con aplausos; no en secreto, sino como espectáculo. Lo que antaño era escondido como pecado, hoy es celebrado como derecho. Y esto no es solamente una aberración añadida: es una consagración del crimen, una liturgia profana del yo, una religión sin Dios cuyo dogma es la autonomía absoluta y cuyo altar es el vientre profanado.

Cada vez que se sacrifica a un inocente en nombre de la “libertad reproductiva”, se perpetra una negación sistemática del orden natural, una subversión del derecho y una blasfemia contra la ley divina. Lo que llaman “interrupción voluntaria del embarazo” no es solamente la extirpación de una criatura: es la afirmación solemne de que el yo se ha vuelto dios, de que el bien y el mal pueden ser definidos por decreto, de que matar puede ser un acto de justicia.

II. LA INVERSIÓN DEL LENGUAJE: DE CRIMEN A DERECHO

La guerra espiritual de nuestro tiempo se libra en el campo del lenguaje. No basta con cometer el mal: es necesario rebautizarlo. Así, el aborto se convierte no solamente en un “derecho”, sino en una “conquista”, en un “acto de amor”, en una “forma de justicia social”. Cada palabra ha sido cuidadosamente trastocada para que el infierno se diga con tonos de dulzura.

Pero el Doctor Angélico enseña que veritas est adaequatio rei et intellectus —la verdad es la conformidad entre la cosa y el entendimiento. Cuando el lenguaje se disocia de la realidad, se disocia también de la verdad. Nombrar al asesinato como “intervención” no lo hace menos homicidio; proclamarlo como “progreso” no lo hace menos pecado. Este es el lenguaje del padre de la mentira, que prometió libertad en el Paraíso y entregó muerte.

III. LA LEGALIDAD COMO MÁSCARA DE LA INJUSTICIA: EL ESTADO COMO SACERDOTE DE LA NUEVA RELIGIÓN

La ley humana, cuando se aparta de la ley eterna y natural, deja de ser ley y se convierte en corrupción de la misma. El Estado moderno, que otrora fue instituido para custodiar la justicia, ha abrazado la apostasía jurídica: no solamente tolera el aborto, lo promueve; no solamente lo permite, lo financia; no solamente lo despenaliza, lo convierte en símbolo de civilización.

Así, el aparato legal se convierte en instrumento de muerte. Y, como enseñaba el Magisterio tradicional, lex iniusta non est lex —la ley injusta no obliga, sino que oprime. El orden jurídico que protege la muerte y persigue la vida ha invertido su finalidad: ya no protege al inocente, sino que protege al verdugo.

IV. EL CUERPO DE LA MUJER COMO CAMPO DE BATALLA IDEOLÓGICA

El feminismo moderno ha sustituido el dogma del amor por el dogma de la revancha. El vientre materno, que debía ser santuario, se ha convertido en trinchera; la maternidad, que debía ser don, se ha vuelto esclavitud; la vida, que debía ser acogida, se ha convertido en enemigo. El cuerpo femenino ha sido reclutado como campo de guerra por una ideología que no busca elevar a la mujer, sino despojarla de su esencia.

La mujer no es liberada cuando rechaza la vida; es desfigurada. El demonio no odia la libertad de la mujer: odia su capacidad de dar vida. Por eso el aborto no es solamente un acto contra el hijo: es una rebelión contra la maternidad misma. Es el grito luciferino: non serviam.

V. LA VÍCTIMA SIN VOZ: EL NO-NACIDO Y LA OMISIÓN DE LOS JUSTOS

El niño por nacer es el más perfecto ícono de Cristo inocente: no tiene poder, no tiene voz, no tiene defensa. Y sin embargo, su muerte es celebrada como si fuera una victoria. La cultura moderna no solamente permite el crimen: lo proclama como virtud.

¿Y dónde están los justos? ¿Dónde están los padres, los maestros, los legisladores, los médicos, los clérigos? ¿Dónde están aquellos que debían alzar la voz en defensa del más pequeño? Callan. Porque hablar les costaría prestigio, seguridad o comodidad. Con todo, la historia, en su vaivén, a veces muestra destellos de heroicidad: en medio de la podredumbre moral, aún hay quienes, con una sencilla directriz o “hoja” de intenciones, se atreven a defender la vida del concebido, dando testimonio de que la prudencia política, cuando es recta, puede ser un baluarte contra la tiranía.

Pero el silencio ante la injusticia es complicidad con el mal. Es mejor morir con la Verdad que vivir con la mentira.

VI. LA VENGANZA DE LA NATURALEZA: CICATRICES ESPIRITUALES

El aborto no termina cuando cesa el latido del niño. El alma de la madre —creada para amar, no para destruir— queda marcada. Aunque la ideología diga que ha “decidido libremente”, la naturaleza grita. Los vientres vacíos lloran. Las cunas nunca compradas claman. Las pesadillas no cesan. La culpa no se borra con píldoras.

No solamente se destruye un cuerpo: se hiere un espíritu. No solamente se apaga una vida: se fractura la conciencia. No solamente se suprime al hijo: se oscurece la maternidad.

VII. LA RESPUESTA CATÓLICA: LUZ EN LA TINIEBLA

No bastan argumentos políticos. No bastan estadísticas médicas. No bastan campañas de sensibilización. Contra esta herejía vital, solo hay una respuesta suficiente: el Evangelio íntegro, la ley natural proclamada con claridad, la doctrina católica vivida con fidelidad.

Es necesario que resplandezca de nuevo la verdad eterna: que la vida es sagrada, que el hijo no es enemigo, que la maternidad es un don, que el crimen jamás puede ser derecho. La respuesta no vendrá de las élites ilustradas ni de las ONGs internacionales: vendrá de las almas humildes que han guardado la fe, de los laicos valientes, de los confesores fieles, de los apóstoles del Sagrado Corazón, que aún se atreven a llamar pecado al pecado y gracia a la gracia.

EPÍLOGO: EL DÍA DEL JUICIO Y LA SENTENCIA QUE IMPORTA

Vendrá el día en que los inocentes nos miren desde la eternidad. No preguntarán qué leyes se aprobaron, qué marchas organizamos, qué editoriales firmamos. Preguntarán algo más simple y más terrible: “¿Dónde estabas tú cuando nos mataban?”

Y si nuestro silencio fue cómplice, si nuestra tibieza fue disfraz de prudencia, si nuestra omisión fue más cómoda que nuestra fidelidad… entonces no podremos responder.

La historia juzgará al aborto como juzga hoy a la esclavitud. Pero más allá de la historia, el Justo Juez pedirá cuentas. Y entonces, sólo los que hayan defendido la vida con palabra, con oración y con sacrificio, serán hallados dignos.

Oscar Méndez O.

jueves, 7 de agosto de 2025

YO TE BUSCABA

 

Y yo te buscaba…
no con el nombre preciso,
ni con el mapa correcto,
pero con la herida abierta
y el pecho agrietado por la sed.

Se detuvo mi alma,
como se quiebra un espejo.
No fue el cuerpo —ese polvo
que vuelve a su ceniza—,
fue el alma la que se rompió
al mirar lo que siempre estuvo:
que todo se mueve.

Vi la hoja cayendo,
lágrima de la nada;
la piedra rodando,
sin raíz ni promesa;
el río fluyendo,
una sangre sin padre.

Y lo supe, sin libros ni razones:
lo que se mueve
no se da a sí mismo el ser.

Lo comprendí como se entiende la herida
cuando el fuego de la verdad la quema.
Lo supe como el trigo sabe de la hoz:
en el instante exacto en que cae.

Nadie se mueve solo.
El vacío no se alumbra.
La potencia, en su noche, no se crea.
Lo que aún no es
no puede darse lo que no tiene.

Y entonces lo supe,
y el pecho se me hizo un templo:
en el fondo del mundo hay algo
que no se mueve.
Y que, sin embargo,
lo mueve todo.

¡Ay, de los que huyeron de la causa,
como niños del pozo sin fondo!
Alargaron la cadena,
los cobardes,
creyendo que el infinito
podía esconder la verdad del abismo.

Pero sin pianista no hay música.
Sin raíz no hay árbol.
Y sin principio,
no hay cosmos.

Una cadena sin primer eslabón
es la caída perpetua sin suelo.
Un discurso sin sustancia,
un temblor sin tierra.

Por eso mi razón, mi pobre razón
—tan herida y tan fiel, tan de barro y tan luz—
clamó en la noche oscura:
¡No más! ¡No más fugas!

Debe haber un solo motor,
quieto como un trueno contenido,
que no reciba manos,
porque Él las dio todas.

Uno
que no sea movido
porque es acto.
Uno
que no nazca
porque es ser.

Y si el mundo no solo existe,
sino que canta en su belleza,
es porque Aquel que lo hizo
no solo lo causó,
sino que lo amó hasta la forma.

Una flor no florece por cálculo.
Un niño no ríe por necesidad.
Una estrella no gira por utilidad.

Todo eso —la belleza, el ritmo, la gracia—
no es accidente:
es el reflejo del Amado.

El Acto Puro
no es solo quien mueve el universo:
es quien le dio forma,
métrica,
y rostro.

La belleza es participación.
La proporción es eco.
Y el alma, al amar lo verdadero,
no ama una idea:
ama su origen, su principio, su cuna.

Ese origen
no tiene partes.
No envejece.
No espera.
No teme.
Es.

Y en ese solo “Es”,
todo el ser se consuela.
Sin mezcla,
sin tiempo,
sin límite,
sin carencia.

Simplicidad sin ternura falsa,
eternidad sin reloj,
unidad sin doble,
perfección sin suma.

No es lo más grande que podemos pensar.
Es Aquello
sin lo cual
no podríamos pensar.

La razón no lo fabrica:
lo descubre.
Y al descubrirlo,
se inclina
y calla.

Y en ese silencio… brotó un nombre.
No fue un dogma.
Fue un latido.
No fue una consigna.
Fue el eco que se alzó desde el fondo del ser.
No lo inventé.
Lo reconocí.

Y entonces lo llamé:
Dios.

Dios:
es decir,
El Que Es.

No por fe,
no por cultura,
sino porque si Él no es,
yo no soy.
Porque si Él no es,
nada puede ser.

Mi razón —tan de tierra,
tan de barro—
no se hizo creyente.
Se hizo verdadera.

Y cuando lo halló
no alzó la voz.
Fue el silencio el que gritó por ella.

El pensamiento se descalzó como Moisés,
y el alma, temblando, le susurró:
Tú eras… desde siempre.

No, modernidad:
tu cadena es un temblor sin tierra.
No, ilustrado:
tu razón sin ser es una linterna sin batería.
No, idealista:
tu espejo no es la montaña.
No, empirista:
tu prueba no prueba su principio.
No, nihilista:
tu vacío es solo ruido con disfraz.

Todos,
con trajes distintos,
huyen del ser.

Porque si el ser es,
hay Dios.
Y si hay Dios,
hay orden.
Y si hay orden,
hay verdad.
Y si hay verdad…
hay juicio.

Pero yo no huyo.
No puedo.
Estoy atado
por la claridad,
por la herida que me quema.

Pensar es obedecer.
Pensar es mirar lo que es.
Y eso que es —el Acto Puro,
la plenitud sin fisura—
no es una opción filosófica.

Es la ley.
Es la paz.
Es el origen.

Sin Él,
mi mente es un juego.
Mi libertad, una ruina.
Mi razón, un fuego sin chispa.

Pero con Él,
todo se ordena.
Todo se purifica.
Todo calla.

Y entonces,
por fin,
no digo:
“yo creo”.

Digo:
“yo veo”.

Y al ver,
mi alma se arrodilla.
No por miedo,
sino por gozo.

Porque lo ha encontrado.
Porque ha vuelto.
Porque ya no busca.

Y al fin,
en la noche más alta,
con el pecho hecho templo,
el pensamiento no piensa.

Se inflama.
Se entrega.
Se adora.

Ama…
como arde quien ha visto el Ser.
Ama…
como el eco eterno del Fiat que dijo:
“Sea la luz.”

Tarde te amé,
Belleza tan antigua y tan nueva…
Tú estabas dentro,
y yo afuera.
Me llamaste,
y rompiste mi sordera.
Me tocaste,
y ardo en tu paz.

Óscar Méndez O.

miércoles, 6 de agosto de 2025

A 150 AÑOS DEL MARTIRIO DEL PRESIDENTE ECUATORIANO DON GABRIEL GARCÍA MORENO


Todas sus actividades para promover la fe católica enfurecieron a los masones y, cuando fue elegido para un tercer mandato en 1875, se consideró su sentencia de muerte. Escribió de inmediato al papa Pío IX pidiendo su bendición:

"Deseo obtener tu bendición, para que me sea dada la fuerza y la luz que tanto necesito para ser, hasta el fin, un hijo fiel de nuestro Redentor y un siervo leal y obediente de su Vicario Infalible. Ahora que las Logias Masónicas traman en secreto mi asesinato, necesito más que nunca la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra santa religión y de la amada república que estoy llamado a gobernar una vez más".

La predicción de García Moreno fue correcta; el 6 de agosto de 1875, fue asesinado en las escaleras del Palacio Nacional de Quito, apuñalado con cuchillos y revólveres. Sus últimas palabras fueron: "¡Dios no muere!". Faustino Rayo, con un machete, le infligió heridas terribles, mientras otros tres o cuatro disparaban sus revólveres. Durante este ataque, Rayo recibió un disparo en la pierna y no pudo escapar con los demás. Uno de los capitanes, indignado, lo mató de un disparo en el acto.

El presidente moribundo fue llevado a la Catedral y depositado a los pies de Nuestra Señora de los Siete Dolores. Un sacerdote le administró la Extremaunción, y un cirujano intentó en vano curar sus heridas abiertas. El sacerdote le pidió que perdonara a sus asesinos y su mirada lo demostró. Un cuarto de hora después, expiró entre sollozos y lágrimas de sus asistentes. Sobre su cuerpo se encontró una reliquia de la Vera Cruz y unas notas manuscritas dignas de un santo:

"Salvador mío, Jesucristo, dame mayor amor por Ti y profunda humildad, y enséñame lo que debo hacer hoy para tu mayor gloria y servicio".

El Papa Pío IX declaró que Gabriel García Moreno "murió víctima de la fe y de la caridad cristiana por su amada patria".


El lector, acostumbrado al liberalismo que cree triunfante, se sorprenderá con los elogios a la piedad del presidente. Pero, en realidad, el expresidente de Ecuador fue, sobre todo, un héroe de la fe y un defensor de la moral católica:

En la apertura de las Cámaras Legislativas en 1873, el presidente de esta República, D. Gabriel García Moreno, terminó su mensaje con estos términos:

"Pero de nada nos serviría nuestro rápido progreso si la República no progresase en moralidad a medida que aumenta en opulencia, si las costumbres no fuesen reformadas por la acción libre y poderosa de la Iglesia Católica."

martes, 5 de agosto de 2025

CONTRA LA FALSA MISERICORDIA DE LOS MODERNISTAS por San Alfonso María de Ligorio


 San Alfonso María de Ligorio advierte:

“Cierto autor indicaba que el infierno se puebla más por la misericordia que no por la justicia divina; y así es, porque, contando temerariamente con la misericordia, prosiguen pecando y se condenan. Dios es misericordioso. ¿Pero, quién lo niega? Y, a pesar de ello, ¡ a cuántos manda hoy día la misericordia al infierno! Dios es misericordioso, pero también justo, y por eso está obligado a castigar a quien lo ofende. Él usa de misericordia con los pecadores, pero sólo con quienes luego de ofenderle lo lamentan y temen ofenderlo otra vez: Su misericordia por generaciones y generaciones para con aquellos que le temen (Lc 1, 50.), cantó la Madre de Dios. Con los que abusan de su misericordia para despreciarlo, usa de justicia. El Señor perdona los pecados, pero no puede perdonar la voluntad de pecar. Escribe San Agustín que quien peca con esperanza de arrepentirse después de pecar, no es penitente, sino que se burla de Dios (“Irrisor est, non poenitens”). El Apóstol nos advierte que de Dios no se burla uno en vano: De Dios nadie se burla (Gálatas 6:7). Sería burlarse de Dios ofenderlo como y cuanto uno quiere y después ir al cielo”.

(Sermón 32, Ilusiones del pecador ).

sábado, 2 de agosto de 2025

LA VERDADERA CONCEPCIÓN EVANGÉLICA DE LA POBREZA



La pobreza que elogia el evangelio no es tanto la efectiva carencia de bienes cuanto la inexistencia de apego a las riquezas. Yo puedo vivir miserablemente, falto de casi todas las cosas, y estar fuertemente adherido a lo poco que tengo, deseando cada vez más. Al contrario, puedo vivir haciendo buen uso de las cosas que están, sí, a mi alcance y que, sin embargo, no se me pegan al corazón.

Además de esta concepción evangélica de la pobreza resulta preciso considerar también el modo como la virtud de la justicia debe presidir nuestra relación con los bienes. El cuidado más delicado debe reinar, para que no caigamos en la tentación de apoderarnos arbitrariamente de lo ajeno.

El séptimo mandamiento («no robarás») nos manda que se respete la hacienda ajena, que se pague el jornal justo que se guarde la justicia en todo lo que mira a la propiedad de los demás. Al que ha pecado contra el séptimo mandamiento no le basta la confesión, sino que debe hacer lo que pueda para restituir lo ajeno y resarcir los perjuicios.

El décimo mandamiento («No codiciarás los bienes ajenos»), nos prohíbe el deseo de quitar a otros sus bienes y el de adquirir hacienda por medios injustos. Dios prohíbe los deseos desordenados de los bienes ajenos porque quiere que aun interiormente seamos justos; que nos mantengamos siempre muy lejos de las acciones injustas y que estemos contentos con el estado en que nos encontramos.

Y no creamos que todo esto es de poca importancia para nuestra salvación. Escribía san Pedro de Alcántara: «¿Qué responderás en aquel día, cuando te pidan cuenta de todo el tiempo de tu vida y de todos los puntos y momentos de ella?» (Tratado de la Oración y Meditación, 23).

*

Invocamos a Santa María, Abogada nuestra y Refugio de los pecadores: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Que nos enseñe a hacer uso de los bienes de este mundo de manera que sean medio y nunca obstáculo en nuestro camino hacia el Cielo.

Marcial Flavius - presbítero

viernes, 1 de agosto de 2025

¿CRISTO DE DÓNDE ES REY?



“«Mi Reino no es de este mundo».

Jesucristo dijo a Pilato que su reino no era de este mundo: «Regnum meum non est de hoc mundo» (Jn. XVIII, 36). Un liberal lee las palabras como si hubiese dicho que el reino de Cristo es exclusivamente sobrenatural, celestial, nunca con dimensiones naturales y/o terrenales. Es tan reiterado el argumento cuanto viejo. El drama está en que los católicos lo repiten como propio.

Lo que Cristo dijo no es que Su reino no esté «aquí»; en varios pasajes de los Evangelios se dice que Él anunciaba que el Reino de Dios había llegado, que estaba entre nosotros. «Mundo» no designa un lugar opuesto a «cielo» sino el origen y la raíz de su poderío regio. Sus palabras significan que su Reino no tiene su origen en el mundo; que su principio no es mundano ni se funda en las potestades terrenas, que no está rodeado de los honores del siglo; sino que es divino y, por serlo, se ejerce sobre todo lo creado, incluso sobre el mundo y sobre la vida humana en su plenitud.

Cristo –se decía en tiempos de la Cristiandad—afirmó que su reino no era de este mundo para refutar a Pilato que lo creía un puro hombre. Por eso sus palabras dicen que Él no es rey por mano humana y, sin embargo, Él es el rex mundo. Tal es la enseñanza de Conrado de Megenberg. Este contrargumento es clásico: que no sea de este mundo significa que no se constituye de manera humana, porque in hoc mundo (añade Agustín Trionfo) contamos con el vicio del pecado.

Tampoco dijo Nuestro Señor que, por ser celestial, su Reino no se despliega en la tierra, en el mundo. Cristo no está consagrando la «autonomía de lo temporal», como suele decirse, pues de inmediato replica a Pilato que no tendría ese poder sobre Él si no se le hubiese dado de lo Alto. Malamente podemos decir que Cristo separó lo sobrenatural de lo natural y abandonó el mundo humano a su propia suerte. En verdad, Cristo Rey es monarca terrenal en vista de la patria celestial: «El reino donde Cristo reinará eternamente con los suyos –afirma Calderón Bouchet—no es de este mundo, pero en él se incorpora. Una de las condiciones esenciales para la existencia de la ciudad cristiana es que Cristo impere y reine en ella como ‘sacerdos et rex’»”.

Juan Fernando Segovia, El dogma de la Realeza de Cristo. Quas primas, de Pío XI.


miércoles, 30 de julio de 2025

SE ES HUMANO DESDE EL MOMENTO MISMO DE LA CONCEPCIÓN


Nacer no lo convirtió en ser humano.  Ya lo era, desde el momento de su concepción.  Nacer no convirtió a su progenitora en madre.  Ella fue madre desde el momento de la concepción.  Por eso, la vida y dignidad humanas de los no natos deben respetarse, porque tienen igual valor que la de cualquiera de nosotros.


martes, 29 de julio de 2025

sábado, 26 de julio de 2025

LA REVOLUCIÓN Y LA RESTAURACIÓN DEL SER


 
Sobre la disolución del orden y la vocación eterna de la forma


I. EL COMIENZO DE LA PÉRDIDA

La historia no siempre avanza: también se precipita. Hay siglos que edifican, y hay momentos que desgarran la urdimbre invisible del mundo. La Revolución no fue una evolución, ni una maduración de la conciencia humana, sino una ruptura: no un fruto, sino una gangrena. Su origen no está en una reivindicación justa mal canalizada, sino en un principio falsificado desde su raíz: la negación del orden recibido, la desacralización del mundo, la apostasía del ser.

La tradición católica, a través de sus pensadores más lúcidos, ha discernido en la Revolución no un fenómeno político, sino un movimiento metafísico. No comienza en las plazas, sino en los corazones. No estalla con la guillotina, sino con la apostasía. El siglo XVIII no hizo más que consumar la obra iniciada mucho antes, cuando el pensamiento europeo, seducido por el espejismo de la autonomía, decidió destronar a Dios en nombre de la razón y emancipar al hombre de su Creador. Esa pretendida liberación no trajo luz, sino oscuridad; no generó armonía, sino desintegración.

“La Revolución no comienza cuando cae una monarquía, sino cuando el alma deja de inclinarse ante lo que está por encima de ella.”
(Joseph de Maistre)

La autoridad dejó de ser reflejo del Autor de todo, y se convirtió en una ficción contractual. La ley dejó de expresar la voluntad divina para convertirse en el producto efímero del consenso. El bien dejó de ser aquello que conviene a la naturaleza, y pasó a ser lo que cada uno decida. Y así, el mundo comenzó a vaciarse de sentido, mientras el hombre, ebrio de una libertad sin forma, se lanzaba a una danza macabra con el caos.


II. LA NEGACIÓN DEL SER

Toda Revolución es, en el fondo, una negación ontológica. Niega la esencia de las cosas, su naturaleza, su forma. Pretende rehacerlo todo desde el artificio, sin atender a lo que las cosas son. En nombre de la voluntad, se destruye la verdad. En nombre de la igualdad, se nivela la jerarquía del ser. En nombre del derecho, se aniquila el deber. Y así, el orden natural, moral y político es minado desde sus cimientos.

“La Revolución no destruye simplemente el trono o el altar: destruye la noción misma del orden.”
(Louis de Bonald)

Cuando la razón ya no se reconoce como participante del Logos divino, sino como fuente autónoma de toda verdad, lo real deja de ser norma y límite, y se convierte en materia moldeable al capricho humano. Esta es la raíz profunda del nihilismo moderno: no un odio explícito a lo verdadero, sino su ignorancia práctica, su sustitución por construcciones arbitrarias que no se anclan en nada que trascienda al individuo.

Donoso Cortés vio con claridad esta dinámica cuando advirtió que detrás de la idolatría del progreso o la soberanía popular se escondía la negación de Dios. Si Dios no reina, el hombre se diviniza. Pero el hombre sin Dios no es más que carne sin forma, voluntad sin dirección, poder sin límite. Y el resultado no puede ser otro que la autodestrucción.

“El siglo moderno ha dado la espalda a Dios, y se asombra de que el mundo se le derrumbe.”
(Juan Donoso Cortés)

El proceso revolucionario, que comenzó negando la ley natural, ha terminado negando la misma naturaleza. Donde antes había jerarquía, ahora hay igualitarismo; donde había formas estables, hay fluidez; donde había deberes, hay deseos. Todo puede redefinirse: el hombre, la familia, la vida, la muerte, el cuerpo, la patria. Nada permanece. Todo se disuelve.

Y sin embargo, esta negación no se presenta como tal: se disfraza de libertad, de derechos, de humanismo. Pero es una libertad sin verdad, unos derechos sin deberes, un humanismo sin hombre.

 ___________

III. LA IDOLATRÍA DE LA LIBERTAD

La libertad, cuando no está ordenada al bien, no es más que una cadena invisible. El drama del mundo moderno no es que haya buscado la libertad, sino que la haya absolutizado, desfigurándola. La Revolución no propuso una libertad concreta, limitada, responsable, sino una libertad abstracta, incondicional, sin forma ni fin. No una libertad para el bien, sino una libertad para lo que sea.

“No es enemigo de la libertad quien le da forma, sino quien la disuelve.”
(Louis de Bonald)

Así, la libertad, desprovista de su vínculo con la verdad y el bien, se convirtió en un ídolo. Y como todo ídolo, exige sacrificios: se ha sacrificado la autoridad, la familia, la ley, el sentido común. Bajo la consigna de “liberar al hombre”, se lo ha dejado sin patria, sin padre, sin Dios. Y lo que se ha generado no es un individuo soberano, sino un ser fragmentado, huérfano, manipulable, esclavo de sus pasiones y del poder que se disfraza de libertad.

“La libertad que no reconoce superior alguno se convierte en tiranía.”
(Juan Vázquez de Mella)

La verdadera libertad no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en poder hacer lo que se debe. El árbol que crece sin dirección no alcanza la luz; el hombre que vive sin ley no alcanza su plenitud. La autoridad, lejos de oprimir, eleva; la ley, lejos de encadenar, forma. Pero esto la Revolución no lo comprendió jamás. Rechazó todo límite como si fuera opresión, y confundió el deber con imposición, la disciplina con violencia.

Así, la libertad se volvió auto-referencial, narcisista, vacía. Y en ese vacío, creció la anarquía. No como caos aparente, sino como sistema: una anarquía legalizada, institucional, tecnocrática, que ya no reconoce otro orden que el de la voluntad del momento. Se ha destruido el alma de la ley, y solo queda su cáscara: el poder de hacer normas sin anclaje moral alguno.


IV. EL MITO DEL PROGRESO

Si la libertad fue el ídolo de la Revolución, el progreso fue su religión. Una fe sin revelación, sin dogma, sin teología, pero con todos los rasgos de una superstición moderna. Se creyó —y aún se cree— que la historia marcha inevitablemente hacia un bien mayor, que cada cambio es un avance, que toda innovación es mejora. La ciencia, la técnica, la economía: todo se volvió medida de valor. Ya no se preguntó por el bien, sino por la novedad; ya no se buscó la sabiduría, sino la eficiencia.

“El progreso material sin progreso moral es una aceleración hacia el abismo.”
(Blanc de Saint-Bonnet)

Esta fe ciega en el progreso sustituyó a la Providencia divina. Pero el progreso no tiene alma. No sabe a dónde va. Puede construir puentes o cámaras de gas. Puede conectar a millones o aislar a cada uno. Puede prolongar la vida o destruirla en el vientre materno. La técnica, sin la moral, es poder sin freno; y el poder sin freno engendra monstruos.

El progreso sin orden no edifica: pulveriza. Ha destruido la comunidad, ha trivializado la vida, ha hecho del cuerpo un producto, del lenguaje un juego, de la educación una ideología, del arte una provocación. Ha prometido emancipación y ha entregado desarraigo. Ha hecho del hombre un consumidor compulsivo, un dato estadístico, una masa sin rostro.

“No hay progreso sin forma, como no hay música sin partitura.”
(Charles Péguy)

Y sin embargo, el mundo moderno sigue cantando su canto de sirena, convencido de que lo nuevo es siempre mejor, de que lo viejo es siempre opresión. Se desprecia la sabiduría de los siglos, se ridiculiza la virtud, se sepulta la tradición. El progreso se ha convertido en una carrera sin meta, en una fiebre sin cura.

Pero el alma humana no se sacia con novedades. Tiene hambre de sentido, de belleza, de verdad. El progreso que no responde a estas hambres es puro vértigo, puro humo.

__________

V. LA DEMOCRACIA COMO IDOLATRÍA POLÍTICA

Cuando la Revolución destronó a Dios, no dejó el trono vacío: lo ocupó con la voluntad humana. Primero lo hizo en nombre del pueblo; luego, en nombre del individuo; y finalmente, en nombre del deseo. Así nació la democracia como dogma, no como forma de gobierno limitada, sino como teología laica de la soberanía absoluta del hombre.

“La Revolución es la soberanía del número; el culto de la cantidad, la negación de la verdad.”
(Joseph de Maistre)

La democracia moderna no reconoce más verdad que la opinión, ni más autoridad que el sufragio. No pregunta si una ley es justa, sino si ha sido votada. No examina si una acción es buena, sino si ha sido consensuada. La mayoría ha sustituido al bien. Y en esa transmutación se ha fundado la legitimidad del error, la legalización del crimen, la institucionalización del pecado.

“La democracia moderna es el politeísmo del yo: cada uno un dios, todos esclavos.”
(Miguel Ayuso)

Se ha disuelto la política como arte del bien común, y en su lugar se ha instalado una mecánica de voluntades. La comunidad ha sido sustituida por la masa. La prudencia ha cedido al cálculo. El bien ha sido exiliado del lenguaje público. Lo que queda es un poder sin principios, un sistema sin alma, un consenso sin verdad.

La democracia se vuelve así idolatría cuando olvida su vocación subsidiaria, cuando se cree fin en lugar de medio. Y peor aún: cuando se convierte en la coartada perfecta para la injusticia legalizada. Porque en nombre de la voluntad colectiva, se puede aniquilar toda forma, toda ley natural, todo límite sagrado.


VI. LA AUTODEMOLICIÓN DEL SUJETO MODERNO

Después de haber negado a Dios, disuelto el orden, profanado la forma, el hombre moderno se enfrenta ahora a sí mismo. Y no se reconoce. Se ha convertido en un extraño en su propia carne, en su propio sexo, en su propio nombre.

“El sujeto moderno no sabe quién es porque ha olvidado de dónde viene y a dónde va.”
(Danilo Castellano)

Esta es la segunda etapa de la Revolución: su fase terminal. Ya no basta con destruir las estructuras externas; ahora hay que demoler la identidad misma. Se ha pasado del ateísmo al transhumanismo, del individualismo al nihilismo, del racionalismo al caos emocional. El yo se ha diluido en el deseo. La libertad ha devenido fluidez. El cuerpo ya no es forma, sino material disponible. La palabra ya no es signo de verdad, sino vehículo de manipulación.

La posmodernidad, lejos de superar los errores del modernismo, es su ruina final. El hombre ya no quiere ser libre, sino percibirse libre. No quiere ser verdadero, sino sentirse auténtico. Y esa autenticidad subjetiva, sin forma ni ley, lo devora.

“El hombre posmoderno ya no cae: se disuelve.”
(Juan Fernando Segovia)

La revolución, en su etapa última, ha devorado al sujeto que la engendró. Ha destruido al yo que decía liberar. Y en su lugar queda un vacío que ni el placer ni la técnica pueden llenar. Porque el alma no se alimenta de estímulos, sino de sentido. No se sacia con derechos, sino con verdad. No se eleva con elección, sino con forma.


VII. LA RESTAURACIÓN DEL SER

Frente a esta disolución universal, la Contrarrevolución no es una nostalgia, ni una estrategia, ni una política. Es una ontología. Una afirmación del ser, del orden, de la verdad. No es una reacción, sino una revelación: la reaparición del Logos en medio del caos.

“El desorden no se combate con resistencia, sino con forma.”
(Donoso Cortés)

La Contrarrevolución no es solo una negación del error, sino una afirmación de la plenitud. Es la voz del Ser que reclama su forma perdida. Es el resplandor del orden eterno que quiere volver a habitar la historia. No se limita a protestar: propone. No se contenta con resistir: edifica. No se esconde en el pasado: lo trasciende hacia la plenitud.

Esta restauración no comienza en los sistemas, ni en las instituciones, ni en las leyes. Comienza en el alma. En cada hombre que acepta ser criatura, que vuelve a su principio, que consiente el límite y abraza la forma. Allí renace el orden. Allí se siembra la civilización nueva. No por planificación, sino por conversión. No por ideología, sino por santidad.

“La verdadera Contrarrevolución es una restauración espiritual: es volver a ser.”
(Ramiro de Maeztu)

Y ese “volver a ser” no es un proyecto humano, sino un acto de gracia. Una respuesta libre al llamado eterno. Una aceptación del orden que nos precede y nos trasciende. Una vocación a la plenitud que solo se alcanza por el camino de la forma, del sacrificio, de la obediencia, del amor.

CONCLUSIÓN Y EPÍLOGO FINAL

El Orden que Arde: El Fiat que Reconstruye el Mundo

La Revolución no fue un extravío accidental de la razón. Fue una traición esencial del alma. Una apostasía que, en nombre de la libertad, desfiguró al hombre; en nombre del progreso, profanó la forma; en nombre del poder, destronó a Dios. No nació como error, sino como rebelión. No quiso reformar el mundo: quiso rehacerlo sin su Creador. Fue, en palabras de Donoso, “el proceso de autodeificación de la criatura”.

“El siglo moderno ha dado la espalda a Dios, y se asombra de que el mundo se le derrumbe.”
(Donoso Cortés)

Y se derrumba. Con cada generación más confundida que la anterior. Con cada civilización más desarraigada, más líquida, más invertebrada. La Revolución prometió libertad y nos dejó esclavitudes sin nombre. Prometió igualdad y sembró resentimiento. Idolatró un progreso sin alma y entregó un hombre sin rostro.

Frente a este abismo, la Contrarrevolución no es un eco del pasado, ni una reacción visceral. Es una afirmación profunda y luminosa del ser. Es la restauración del orden perdido: en la ley, en la autoridad, en la familia, en la forma, en el alma. No se contenta con decir “no” al error; dice un “sí” rotundo, glorioso, eucarístico a la verdad. No teme a la historia, porque conoce su origen y su destino. No se rinde ante la cultura dominante, porque vive de una fuente que el mundo no puede secar.

“No es enemigo de la libertad quien le da forma, sino quien la disuelve.”
(Louis de Bonald)

Hoy, más que sistemas, necesitamos almas. Más que estructuras, necesitamos conversiones. Más que reformas políticas, necesitamos corazones inflamados por la verdad. Porque el orden no se impone por decreto: se engendra desde dentro. Se fecunda en lo profundo. Se siembra en la interioridad que ha sido purificada por la gracia y encendida por el amor.

Y es allí, en esa interioridad abierta, donde el mundo puede comenzar de nuevo. Pero no en cualquier alma. En un corazón concreto, perfecto, inviolado: el de María.

“El Corazón de María es la primera tierra contrarrevolucionaria: intacta, invicta, inviolable.”
(Ramiro de Maeztu)

Allí, en ese santuario purísimo, el Ser fue acogido sin sombra de resistencia. Allí, el orden no fue discutido, sino amado. Allí, la forma no fue rechazada, sino encarnada. Mientras la Revolución vociferaba su eterno “non serviam”, una joven de Nazaret pronunciaba el “Fiat” que volvió a abrir el cielo. En ese Fiat se rehizo el mundo, porque en ese consentimiento ardía todo el orden divino, humano y cósmico.

“El triunfo del Corazón Inmaculado será el triunfo del orden.”
(Miguel Ayuso)

Por eso, toda verdadera Contrarrevolución será mariana. No por devoción sentimental, sino por necesidad teológica. Porque solo en ese Corazón se conserva intacto lo que la Revolución ha querido destruir: la ley, la forma, la virginidad, la obediencia, la gracia. Allí permanece el diseño eterno. Allí reposa la arquitectura de lo humano. Allí se custodia, como en un arca viva, el modelo del orden que salva.

Quien quiera restaurar la civilización, comience por consagrarse. Quien desee reconstruir el mundo, rinda su alma a ese Corazón. Porque cuando todo se disuelva, cuando el polvo cubra los restos de las catedrales rotas, cuando el lenguaje se haya vuelto irreconocible y la ley incomprensible, ese Corazón seguirá latiendo. Y desde Él, como desde un nuevo Génesis, se volverá a decir el Fiat que rehace todas las cosas:

Fiat voluntas tua.
Fiat ordo.
Fiat pax.

OMO