miércoles, 19 de marzo de 2025

EL TRÁNSITO GLORIOSO DE SAN JOSÉ



En la quietud de la casa donde el adobe susurra,

reposó el hombre de la madera y la palma,

con el rostro sereno, bajo la mirada infinita,

del Hijo que un día le dio vida.

Su alma se elevaba,

como fragante incienso,

y la paz en su ser era el eco de la eternidad.


Sus manos, gastadas por el peso del tiempo,

se entrelazaban en silenciosas oraciones,

como raíces que buscan la tierra profunda,

cercanas al sueño del amor eterno.

En ellas, el sudor de la verdad,

en sus dedos, el latir de un Dios hecho carne.


Los ojos, dos llamas suaves,

testigos de un amor sin fronteras,

en su pecho latía la paz que venía

del mismo aliento de la creación.

Y en su mirada, se posaba el eco

de todos los siglos por venir.

Él, el hombre justo, el guardián del Verbo,

bajo el techo de la humilde Nazaret.


A su lado, la Virgen,

la que cuidó con ternura cada paso,

en su mano, la dulzura de la vida,

y en su alma, la promesa cumplida.

El Hijo, el Salvador,

reposaba en su regazo,

mientras José, en su silencio,

sabía que el peso del mundo

había recaído en su hombro.


Recuerda, José, los caminos de antaño,

el viaje hacia Belén, la estrella guiando,

y la huida en la sombra,

donde los sueños fueron voces que salvaron.

La tienda de lona, la pobreza humilde,

el ángel susurrando en la noche callada.

Un hombre sencillo,

con el corazón lleno de fe,

pero con los ojos abiertos al misterio divino

que habitaba en su casa.


Y en el taller, el martillo resonaba,

y el chisporroteo del fuego

era el canto del sacrificio,

del sacrificio de vivir para otro,

de estar en la sombra,

al servicio de la luz.


El lecho se hace más pesado,

el aliento de José se va tornando lento,

y los ángeles, sin poder retener su emoción,

se asoman al umbral,

casi tocando su alma.


La Virgen mira a su esposo con ternura infinita,

el Cordero levanta la mirada,

y en ese instante,

la gloria que los cielos aguardaban

se hace tangible.


—“Padre mío”— dice el Hijo,

“tu justicia es mi camino,

tu fe ha sido la columna

que ha sustentado la tierra.”

Y José, con voz quebrada,

responde al Hijo de la Promesa:

—“Hijo mío, mi gloria es tu mirada,

mi vida ha sido testigo de tu luz.

No soy más que polvo,

pero en Ti hallé mi todo.

Has sido mi razón,

y mi ofrenda es tu voluntad.”


José mira, por última vez,

la luz que entra por la ventana,

el sol se alza con fuerza,

y una paz profunda cubre la habitación.


Los cielos se abren,

el resplandor del Espíritu Santo inunda el cuarto,

y un coro de ángeles canta en su honor.

José, el padre adoptivo,

el hombre que fue grande en su humildad,

se duerme en la paz del justo.


Y mientras su alma asciende hacia el Trono del Cordero,

la gloria lo envuelve como un manto resplandeciente,

y todos los cielos, en su magnificencia,

lo aclaman como el protector de la Sagrada Familia.

San José, ya glorificado,

se sienta a la derecha del Rey,

en un trono eterno, más grande que cualquier corona,

cuyo resplandor brilla más allá del sol

y cuyo nombre es pronunciado con reverencia

por todos los ángeles y santos del cielo.


OMO

No hay comentarios:

Publicar un comentario