"Era sólo la tercera vez que me pasaba en mis 35 felices años como sacerdote, las tres veces en los últimos 9 años y medio.
Otros sacerdotes me cuentan que les ha sucedido muchas más veces.
Pero tres son bastante. Cada vez que me ha dejado tan agitado que estaba cerca de náuseas.
Sucedió el pasado viernes.
Acababa de llegar al aeropuerto de Denver para hablar en la popular convención anual de Living Our Catholic Faith. Mientras esperaba al tren eléctrico que me llevase a la terminal, un hombre de unos cuarenta años, que también estaba esperando, se me acercó.
– “¿Es usted un sacerdote católico?”, preguntó con amabilidad.
– “Sí, claro. Mucho gusto”, le dije, tendiendo mi mano. Él la ignoró.
– “Crecí en un hogar católico”, respondió. Yo no estaba preparado para la punta aguzada de su estilete. “Ahora soy padre de dos chicos, y no puedo mirarle a usted ni a ningún otro sacerdote sin pensar en un abusador sexual”.
¿Qué responder? ¿Gritarle? ¿Pedir disculpas? ¿Expresar comprensión? Admito que todas esas reacciones vinieron a mi mente mientras me debatía entre la vergüenza y la rabia por el daño y la herida que me infligía con esas palabras punzantes.
– “Bueno”, dije recobrándome lo suficiente, “Sin duda, lamento que lo sienta así. Pero, déjeme preguntarle… ¿cuando ve un rabino o a un ministro protestante automáticamente cree ver a un abusador?”
– “No. En absoluto”, respondió con los dientes apretados.
– “¿Y cuando ve a un entrenador, un líder boy scout, un padre adoptivo, un consejero o médico?”
– “Por supuesto que no”, respondió. “¿Qué tiene que ver con esto?
– “Mucho”, respondí. “Porque cada una de esas profesiones tiene un porcentaje de abusadores tan alto, quizá mayor que el de los sacerdotes”.
– “Quizá”, admitió. “Pero la Iglesia es el único grupo que sabía lo que pasaba, no hizo nada, y se limitó a pasar los pervertidos de un lado a otro”.
– “Parece obvio que usted nunca vio las estadísticas sobre los profesores de colegios públicos”, comenté. “Solo en mi ciudad natal, Nueva York, los expertos dicen que la proporción de abusos sexuales entre profesores de la escuela pública es diez veces más alta que entre los sacerdotes, y esos abusadores, simplemente, fueron transferidos de un sitio a otro”.
[Si hubiese conocido las noticias del New York Times del pasado domingo sobre la alta tasa de abusos contra los más indefensos en la mayoría de hogares tutelados por el Estado, con abusadores simplemente transferidos de un hogar a otro, también lo hubiera mencionado].
No respondió, así que continué.
– “Perdone que sea tan contundente, pero usted lo fue conmigo, así que permítame preguntar: ¿cuando usted se mira al espejo, ve un abusador sexual?”
...¿ve un abusador?
Ahora era él quien se sobresaltaba como yo antes.
– “¿De qué demonios me habla?”, dijo.
El Arzobispo de Nueva York:
– “Es triste, pero los estudios nos dicen que la mayoría de los niños abusados sexualmente son víctimas de sus padres o de otros miembros de la familia”, respondí.
Ya era bastante. Le vi aturdido y traté de calmarlo.
– “Le diré que, cuando le veo a usted, yo no veo un abusador, y agradecería la misma consideración de su parte”.
El tren nos había llevado a la zona de recogida de equipajes y salimos juntos.
– “Bien, entonces ¿por qué sólo oímos toda esa basura acerca de ustedes los sacerdotes?”, preguntó pensativo.
– “Lo mismo nos preguntamos los sacerdotes. Tengo una serie de razones, si le interesa”.
Asintió mientras caminábamos hacia la cinta transportadora.
– “Por un lado, los sacerdotes merecemos un escrutinio más intenso porque la gente confía más en nosotros, ya que osamos afirmar que representamos a Dios, así que si uno de nosotros hace esas cosas, aunque sólo una diminuta minoría lo haya hecho, es más repugnante.
– Segundo, me temo que hay muchos por ahí que no aman a la Iglesia y hacen lo que pueden por dañarla. Este es un tema con el que adoran azotarnos sin descanso.
– Y tercero, detesto decirlo, se puede sacar mucho dinero denunciando a la Iglesia Católica, mientras que apenas vale la pena denunciar a alguno de los grupos que comenté antes”.
Ahora ambos teníamos ya nuestro equipaje y nos dirigimos a la puerta. Él tendió su mano, la que 5 minutos antes no me había tendido. Nos dimos un apretón.
– “Gracias, encantado de haberle conocido”, dijo. Se detuvo un momento. “¿Sabe? Pienso en los grandes sacerdotes que conocí de niño. Y ahora, que trabajo en IT en la Regis University, conozco algunos jesuitas devotos. No deberíamos juzgarles a todos ustedes por los horribles pecados de unos pocos”.
– “Gracias”, dije sonriendo. Supongo que las cosas se habían arreglado porque, mientras se iba, añadió: “al menos, le debo un chiste: ¿qué sucede si no puedes pagar a tu exorcista?”
– “Ni idea”, respondí.
– “Una re-posesión”
Nos reímos y nos separamos. Pese al final feliz, aún temblaba y casi sentí que necesitaba un exorcismo para expulsar de mi alma sacudida el horror que todo este asunto ha significado para las víctimas y sus familias, para nuestros católicos, como ese hombre… y para nosotros, los sacerdotes".
Tomado de Acción Familia.
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Gracias por compartirnos esta experiencia, de Mons. Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York.
ResponderEliminarNo debemos generalizar, tampoco dejar que quien está charlando con nosotros generalice sobre los malos actos...
Eso es una posición como receptor que hace tiempo hago, en defensa de los que no están y no pueden defenderse.
Me encantó el modo en que fue llevando semejante afrenta, el sacerdote. Muy sano y conciliador...
Al mismo tiempo muy claro y preciso en cada palabra.
Les dejo mi cariño. Feliz fin de semana.
Concuerdo con Edit totalmente.
ResponderEliminarEmma.