San Alfonso Ma. de Ligorio |
lunes, 11 de agosto de 2014
IMPORTANCIA DE LA SALVACIÓN por San Alfonso María de Ligorio
El más importante de todos los negocios es el de nuestra eterna salvación, del cual depende nuestra fortuna o nuestra ruina eterna. Una sola cosa es necesaria. No es necesario que seamos ricos, nobles, robustos; pero es necesario que nos salvemos. Es el único fin para el que Dios nos ha puesto en el mundo. ¡Desgraciados si erramos!
Decía San Francisco Javier que en el mundo no había más que un bien: salvarse, y un mal: condenarse. ¿Qué importa que seamos pobres o despreciados o estemos enfermos? Si nos salvamos, seremos siempre felices. En cambio, ¿de qué nos servirá haber sido reyes y emperadores, si somos desgraciados eternamente?
¡Oh Dios mío! ¿Qué será de mí? Puedo salvarme, y puedo condenarme. Y en esa posibilidad de condenarme, ¿por qué no me entrego todo a Vos?
Jesús mío, compadeceos de mí. Yo quiero cambiar de vida. Ayudadme. Disteis Vos la vida por salvarme, ¿y querré yo condenarme? ¿He hecho bastante por mi salvación? ¿Me he asegurado yo contra el infierno?
¿Con qué podrá compensar el hombre la pérdida de su alma? ¿Qué no han hecho los santos para asegurar su salvación? ¡Cuántos reyes y reinas, renunciando a sus coronas, han ido a encerrarse en el claustro! ¡Cuántos jóvenes, dejando su patria, se han sepultado en la soledad del desierto! ¡Cuántas doncellas han renunciado a la mano de los nobles, para ir al martirio por Cristo! ¿Y qué hacemos nos otros? ¡Oh Dios mío! ¡Cuánto hizo Jesucristo por salvarnos! ¡Vivió treinta y tres años entre penas y trabajos! Dio por nosotros su vida, ¿y nosotros nos empeñaremos en perdernos? Os doy gracias, Señor, porque no me enviasteis la muerte cuándo estaba en desgracia vuestra. Si hubiera muerto entonces, ¿qué sería de mí por toda la eternidad?
Dios quiere que todos los hombres se salven. Si nos perdemos, es únicamente por culpa nuestra; ése será nuestro mayor tormento en el infierno. Si, como decía Santa Teresa, cuando por culpa nuestra perdemos cualquier bagatela, una prenda, un anillo, tanta pena sentimos, ¿cuál será la pena del condenado al ver que por culpa suya lo perdió todo, el alma, el paraíso y a Dios?
¡Señor, que la muerte se viene encima! ¿Y qué he hecho yo por la vida eterna?
¡Cuántos años hace que merecía estar en el infierno, donde ya no pudiera arrepentirme ni amaros a Vos! Ya que todavía lo puedo, me arrepiento y os amo. ¿A qué espero? ¿A tener que gritar con los condenados: nos hemos equivocado, y ya no hay para nosotros ni habrá ya nunca remedio?
Para todo otro error puede haber remedio en este mundo; pero la pérdida del alma es un mal sin remedio.
¡Cuántos trabajos y fatigas no se toman los hombres por ganar algún interés, alguna honra o algún placer! Y por el alma, ¿qué hacen? Se diría que la pérdida del alma no significa nada. ¡Cuánta solicitud para conservar la salud del cuerpo! Se buscan los mejores médicos, las mejores medicinas, los climas más sanos, y para el alma todo es negligencia.
¡Dios mío! No quiero resistir más a vuestra voz. ¿Quién sabe si las palabras que ahora leo son la llamada final? ¡Podemos condenarnos para siempre! ¿Y no temblamos? ¿Y dilatamos el arreglo de nuestra conciencia?
Piensa, hermano mío, cuántas gracias te ha hecho Dios para salvarte. Te hizo nacer en el seno de la Iglesia, de familia piadosa, te sacó del mundo y te puso en su casa. Y luego, ¡cuántas facilidades para la santidad! Sermones, directores, buenos ejemplos. ¡Cuántas luces, cuántas voces amorosas en los ejercicios espirituales, en la oración y en las comuniones! ¡Cuántas misericordias de Dios! ¡Cuánto tiempo te ha esperado! ¡Cuántas veces te ha perdonado! Gracias que a otras muchas almas no ha hecho el Señor.
¿Qué pude hacer a mi viña que no lo hiciera?. ¿Qué más pude hacer a tu alma para que diera huertos frutos? Y, sin embargo, durante tantos años; ¿qué frutos has dado? Si se hubiera puesto en nuestras manos el escoger los medios para salvarme, ¿pudiéramos haber pensado en otros más seguros y más fáciles?
¡Ah! Si no nos aprovechamos de tantas gracias, servirán ellas para hacernos más desgraciada la muerte. Para hacerse santo no se requieren éxtasis y visiones; basta emplear los medios que la vida religiosa nos proporciona: frecuentad la oración, sed desprendidos, observad la regla, aun en las cosas más menudas, y os haréis santos (N. de la R: Habla el santo a los religiosos. Los laicos deben frecuentar los sacramentos, rezar diariamente, realizar lecturas piadosas y constructivas, cultivar su fe estudiando su religión, no frecuentar malas amistades, etc).
¡Dios mío! De tantos años de vida y de religión, ¿qué provecho he sacado hasta ahora? ¡Oh Jesús!, vuestra sangre y vuestra muerte son mi esperanza. Si tuvierais que morir esta noche, ¿moriríais contentos de vuestra vida? ¡No!
... Pues ¿a qué espero? A que tenga que decir en la hora de la muerte: ¡Ay de mí, que se me acaba la, vida y no he hecho nada!
¡Cómo estimaría un moribundo desahuciado los médicos un año o un mes más de vida! Pues Dios me lo da. ¿Y en qué lo emplearé en adelante?
Señor, ya que me habéis esperado hasta ahora, no quiero ofenderos más: aquí me tenéis; decidme lo que de mí queréis, que yo quiero hacerlo luego. No quiero aguardar, para darme a Vos, al momento crítico en que se acaba el tiempo.
¿A qué otra cosa vine al convento? Para llevar la vida que llevo, ¿merecía la pena de haber dejado el mundo? ¿Qué haré en adelante? Dejé los padres, las comodidades de mi casa, me encerré entre estas cuatro paredes, ¿y voy ahora a poner en peligro mi salvación?
Jesús mío, bastante os he ofendido ya; no quiero emplear mi vida en disgustaros, sino en llorar los disgustos que os he dado y amaros con todo mi corazón, ¡oh Dios del alma mía!
Desde ahora ya, porque la muerte se, acerca. Lo que podamos hacer hoy no lo dejemos para mañana; el tiempo pasa y no vuelve. En la hora de la muerte dicen muchos ¡Oh, si me hubiera hecho santo!...
Pero ¿de qué sirven tales suspiros cuando ya se queda sin aceite la lámpara de la vida?
En la hora de la muerte diremos: ¿Qué nos costaba haber huido de aquella ocasión, sufrir a tal persona, romper tal relación, ceder en aquel puntillo de honra? No lo hice, y ahora, ¿qué será de mí? Señor, ayudadme. Con Santa Catalina de Génova os digo: « ¡Jesús mío, no más pecar; no más pecar!». Renuncio a todo para daros gusto.
Nunca creáis haber hecho demasiado por vuestra salvación. «No hay nunca demasiada seguridad cuando se trata del peligro de perder la eternidad» afirma San Bernardo. No hay seguridad que baste para evitar el infierno. Pues si queremos salvarnos, debemos emplear los medios.
Nada sirve decirlo quisiera, luego lo haré; el infierno está lleno de almas que decían luego, luego. Antes vino la muerte, y se condenaron.
Nos avisa el apóstol: Trabajad por vuestra salvación con miedo y temblor (Fil. 2,12). El, que teme se encomienda a Dios, huye de los peligros y se salva.
Para salvarse hay que hacerse violencia; el cielo no es para los poltrones: Los que se hacen violencia lo consiguen (Mt. 11,44).
¡Cuántas promesas, Señor, os he hecho! Pero cada promesa fue una nueva traición: no quiero repetir las traiciones; ayudadme; dadme la muerte antes que os ofenda.
El Señor dice: Pedid y recibiréis (Jn. 16,24). Así nos muestra el gran deseo que tiene de salvarnos. Cuando le decimos a un amigo: «Pídeme lo que quieras», no le podemos decir más. Pidamos siempre a nuestro Dios, y nos dará sus gracias, y seguramente nos salvaremos.
Amado Jesús mío, poned vuestros ojos en mi miseria y tened compasión de mí. Yo os he olvidado; no me olvidéis a mí. Os amo, Amor mío, con toda mi alma; aborrezco sobre todo otro mal las ofensas que os he hecho. Perdonadme, Jesús mío, y olvidad las amarguras que os he causado. Ya que conocéis mi debilidad, no me abandonéis; dadme luz y fuerza para vencer toda dificultad por vuestro amor. Haced que me olvide de todo, y que sólo me acuerde de vuestro amor y de vuestra misericordia, con que tanto me habéis obligado a amaros.
María, Madre de Dios, rogad a Jesús por mí.
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