1. INTRODUCCIÓN: LA GLORIA DIVINA Y EL PELIGRO DE LA DISTORSIÓN
Desde los primeros días de la revelación, el hombre ha luchado por comprender plenamente la naturaleza de Dios. Nuestro Creador, infinitamente amoroso y justo, no puede ser encasillado en las limitadas categorías humanas. Sin embargo, en tiempos recientes, ha surgido una visión deformada y seductora que presenta a Dios como un ser de misericordia infinita, pero desligada de su justicia. Esta distorsión, aunque aparentemente benigna, es profundamente peligrosa, ya que oscurece la verdad de quién es Dios y pone en riesgo la salvación de las almas.
La Escritura es clara al presentarnos un Dios que es celoso de su gloria: “Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo 20:5). Esta celosía no es caprichosa ni humana, sino el reflejo de una exigencia justa: que la verdad de su ser sea conocida y adorada sin ser diluida. A través de los siglos, los santos y doctores de la Iglesia han defendido con celo esta verdad, recordándonos que la justicia de Dios no es una opción ni un aspecto secundario de su ser, sino que forma una unidad perfecta con su amor y su misericordia.
2. LA FALTA DE CARIDAD EN LA DISTORSIÓN DE LA MISERICORDIA
Aquellos que predican una falsa misericordia, omitiendo la justicia divina, están fallando en su primer deber de caridad. Enseñar solo la misericordia sin advertir sobre las exigencias de la justicia es, en el fondo, una traición a las almas. San Agustín decía: “Dios no es menos justo cuando perdona, ni menos misericordioso cuando castiga” (De civitate Dei, I, 9). Los que suavizan el mensaje evangélico, quitando el peso de la justicia, no actúan por amor verdadero, sino por una falsa piedad que envenena las almas.
La verdadera caridad debe llevarnos a confrontar la realidad del pecado y de la justicia de Dios. Es un acto de amor enseñar la verdad sobre el juicio divino, porque solo en el reconocimiento de nuestras faltas y en el arrepentimiento sincero puede el hombre acceder a la misericordia redentora de Dios. Los que predican una misericordia sin justicia, lejos de salvar, condenan, al ofrecer una visión ilusoria que no invita a la conversión ni a la santidad.
3. LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA: UNA UNIDAD INDIVISIBLE
Dios, en su perfección infinita, no puede ser dividido en atributos. Su misericordia y su justicia son inseparables, tal como nos lo enseñó Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologiae (I, q. 21, a. 4): “En todas las obras de Dios, la justicia presupone la misericordia y se funda en ella”. Esta afirmación nos recuerda que cada acto de justicia de Dios es un acto de misericordia, porque antes de exigir justicia, Dios ha dado al hombre los medios para responder a su llamado.
San Juan Crisóstomo también ilumina esta verdad cuando dice: “El que castiga es justo y también misericordioso, pues el castigo que inflige lo hace para corregir al pecador y llevarlo de nuevo al buen camino” (Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 43). Este equilibrio entre justicia y misericordia es el pilar que sostiene el plan divino de salvación. Ninguno puede existir sin el otro, pues la misericordia sin justicia no es misericordia, y la justicia sin misericordia sería cruel.
4. EL HOMBRE MODERNO Y LA TENTACIÓN DE LA FALSA MISERICORDIA
El hombre contemporáneo, impulsado por una cultura que rechaza el sacrificio y la penitencia, ha caído en la trampa de creer en un Dios que no exige, que no corrige, que solo ama sin condiciones. Esta visión, sin embargo, está muy lejos de la realidad divina. Es una “manzana envenenada”, una seducción que ofrece consuelo temporal pero conduce a la ruina eterna.
El relativismo moral, que niega la existencia de verdades absolutas, ha contribuido a esta falsa concepción de la misericordia. Bajo la premisa de que “Dios es solo amor”, muchos justifican comportamientos que contradicen la ley divina, creyendo que no tendrán consecuencias. Esta falsa seguridad es peligrosa porque elimina la necesidad de arrepentimiento y conversión. Como enseña el profeta Ezequiel: “Si el justo se aparta de su justicia y comete iniquidad, él morirá por ello” (Ez 18, 26).
5. LAS CONSECUENCIAS DE LA DISTORSIÓN: LA PÉRDIDA DEL SENTIDO DEL PECADO
La distorsión de la misericordia lleva inevitablemente a la pérdida del sentido del pecado. Si Dios no castiga, si su misericordia es automática y no requiere esfuerzo por parte del pecador, entonces el pecado deja de tener peso real. El hombre se adormece en una falsa paz, confiando en una salvación que cree garantizada sin necesidad de enmienda. Esta visión no solo es falsa, sino mortal para las almas, ya que las aparta del arrepentimiento sincero, único camino hacia la redención.
San Gregorio Magno, en su Moralia in Job, advierte: “A quien el Señor ama, lo corrige, y a quien recibe como hijo, lo castiga” (Mor., III, 26). La corrección divina es un acto de amor, y negarlo es negar la esencia misma de la relación entre Dios y el hombre. Solo el arrepentimiento sincero, motivado por el reconocimiento de nuestras faltas y el temor reverente a la justicia de Dios, puede abrirnos a su misericordia.
6. LA JUSTICIA EN EL JUICIO FINAL: DONDE TODO SE REVELA
El juicio final es el acto culminante en el que se manifestará plenamente la justicia de Dios. En ese momento, la misericordia y la justicia encontrarán su equilibrio perfecto. Dios juzgará a cada uno según sus obras: Los que hayan respondido a la misericordia con arrepentimiento y obras de caridad serán acogidos en la gloria eterna, mientras que aquellos que hayan rechazado la justicia divina enfrentarán las consecuencias de sus actos.
El infierno, que muchos hoy niegan o consideran simbólico, es una realidad de la justicia divina. San Alfonso María de Ligorio advertía: “El infierno es el castigo para aquellos que desprecian la misericordia de Dios durante su vida” (Práctica del amor a Jesucristo). La negación de esta verdad, bajo la excusa de una misericordia ilimitada, es una traición a la verdad y un grave peligro para las almas.
7. CONCLUSIÓN: LA URGENCIA DE LA VERDAD Y EL GRAVE ERROR DE LA FALSA MISERICORDIA
El error de presentar a Dios como un ser únicamente misericordioso, sin justicia, no es solo un desliz teológico: es una amenaza directa a la salvación de las almas. Es una traición a la verdad, una negación de la realidad más profunda del amor de Dios, que corrige, purifica y llama a la conversión. Permitir que esta falsa misericordia se extienda es abandonar a los hombres a su perdición, es cerrar los ojos ante la caída de miles de almas que, engañadas, creen que el pecado no tiene consecuencias, que el arrepentimiento no es necesario y que la vida eterna es una promesa sin condiciones.
La falsa misericordia es una trampa mortal que, bajo el velo del amor, oculta el veneno de la complacencia y la tibieza. No hay mayor acto de caridad que confrontar este error con firmeza y claridad. Aquellos que callan la justicia de Dios no solo faltan a su deber, sino que son cómplices en la ruina de las almas. Al despojar el mensaje evangélico de la cruz, del sacrificio, y de la necesidad de conversión, están arrastrando a muchos hacia la oscuridad, ofreciéndoles un consuelo temporal a costa de la eternidad.
Es nuestra responsabilidad, como discípulos de Cristo, no solo proclamar el amor de Dios, sino también su justicia. Porque solo en la justicia se encuentra la verdadera misericordia: aquella que nos llama al arrepentimiento, que nos exige cambiar y que, al hacerlo, nos salva. Enseñar la verdad completa sobre Dios, con toda su majestad de amor y justicia, es el mayor acto de amor que podemos ofrecer. Cualquier intento de suavizar esta verdad no es caridad, es cobardía.
No podemos callar cuando vemos que tantas almas se pierden en la falsa seguridad de una misericordia sin condiciones. Es un deber sagrado oponerse a este error y restaurar la enseñanza completa de la fe. La Iglesia no puede y no debe ser cómplice de esta distorsión. Quienes aman verdaderamente a Dios y a sus hermanos deben estar dispuestos a defender la justicia divina, porque solo a través de ella la misericordia puede brillar en todo su esplendor.
El tiempo apremia. El mundo se sumerge en una confusión moral cada vez más profunda, y solo una proclamación valiente y clara de la verdad puede rescatar a las almas de la perdición. Que no se diga de nosotros que fuimos tibios, que dejamos pasar la ocasión de salvar a nuestros hermanos por miedo a la incomodidad. La gravedad del error que enfrentamos exige todo nuestro esfuerzo, nuestra oración y nuestro testimonio. Solo así podremos ser verdaderos instrumentos de la gracia divina, conduciendo a las almas hacia la salvación que Dios ofrece, pero que solo puede ser aceptada en la verdad.
OMO
Bibliografía:
• Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae.
• San Agustín, De civitate Dei.
• San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo.
• San Gregorio Magno, Moralia in Job.
• San Alfonso María de Ligorio, Práctica del amor a Jesucristo.
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