Después del pecado original cometido por Adán, los hombres quedaron separados de Dios perdiendo su gracia. Quedaron también heridos en su cuerpo y en su alma. El cuerpo humano está sometido a mil enfermedades y finalmente a la muerte. Las pasiones que son energías buenas pero ciegas no obedecen más a la voluntad. Nuestra inteligencia herida no ve fácilmente la verdad y cae en muchos errores. Nuestra voluntad está inclinada al mal y al egocentrismo, está debilitada delante de las dificultades y tentaciones y cede fácilmente. Muchas veces las pasiones nos gobiernan impulsándonos a cumplir todos sus caprichos sin tener en cuenta la ley de Dios ni la justicia para con el prójimo ni nuestro verdadero bien.
Nuestro Señor Jesucristo por su Pasión y Muerte nos mereció la gracia y nos la comunica mediante los sacramentos. Sin embargo, aunque el bautismo nos purifique del pecado original, no suprime las heridas heredadas de ese mismo pecado. Dios quiere que cooperemos con la ayuda que nos brinda poniendo a nuestra disposición unos antídotos espirituales que nos fortalecen curando nuestras heridas y dándonos fuerzas para hacer el bien y evitar el mal. Estos antídotos o medicinas divinas los conseguimos mediante los sacramentos. Por esa razón es necesario confesarse y comulgar regularmente para vencer las tentaciones y pecados y así tener la paz en su alma y familia.
El Sacramento que debemos recibir a menudo es la Santa Eucaristía mediante la Comunión. ¿Por qué? Porque “su eficacia santificadora es enorme, ya que no solamente confiere la gracia en cantidad muy superior a la de cualquier sacramento, sino que nos da y une íntimamente a la persona adorable de Cristo, manantial y fuente de la misma gracia” (1). He aquí algunos de los frutos de la santa Comunión sobre el alma y el cuerpo del que comulga sin estar en pecado mortal.
Frutos de la Comunión en el alma
Según el R. P. Antonio Royo Marín, los principales efectos que la Sagrada Comunión bien recibida son los siguientes (2):
1) La Eucaristía nos une íntimamente con Cristo y, en cierto sentido, nos transforma en Él. Es el primer efecto y más inmediato puesto que en el recibimos real y verdaderamente el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad del mismo Cristo. "Yo soy el pan de vida...Yo soy el pan que bajó del cielo...Si uno come de este pan vivirá para siempre y el pan que yo daré es la carne mía para la vida del mundo. En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré el último día. Porque la carne mía es verdaderamente comida y la sangre mía es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en Mí permanece y Yo en él. El que come de este pan vivirá eternamente" (Juan, 6, 35-58).
Los alimentos corporales que comemos, los transformamos en carne propia; por el contrario, al comulgar es Cristo quien nos transforma en Él, haciéndonos cada vez más semejantes a Él. El que comulga bien, puede decir con San Pablo: “Cristo vive en mí" (Gálatas, 2, 20). Esto es una maravillosa realidad. Podemos poner un ejemplo, aunque muy imperfecto: al arrojar una esponja al agua, podemos decir que la esponja está en el agua y el agua está en la esponja.
La santa comunión nos une a Cristo de una manera muy estrecha e íntima por medio de una gran caridad y vehemente amor. Después de ser recibido por nosotros, “Jesucristo nos mira como cosa suya propia y nos cuida con especialísimo amor, como cosa a él perteneciente y nos rodea de singular providencia para que seamos y permanezcamos dignos de Él. No sólo tiene cuidado de nuestra alma, sino aún de nuestro propio cuerpo y de toda nuestra persona en orden a nuestra santificación y perfección” (4).
2) La Eucaristía nos une con la Santísima Trinidad. Es una consecuencia necesaria del hecho de que en la Eucaristía esté real y verdaderamente Cristo entero, con su cuerpo, alma y divinidad. Porque las tres personas divinas -El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo- son absolutamente inseparables. Donde está una de ellas, tienen que estar forzosamente las otras dos. Y aunque es verdad que el alma en gracia es siempre templo vivo de la Trinidad, la sagrada comunión perfecciona ese misterio de la inhabitación trinitaria (Juan 14, 23; 2 Cor. 6, 16). “Así como el Padre, que me ha enviado, vive, y yo vivo por el Padre; así quien me come vivirá por Mí”, dice Nuestro Señor (Juan 6, 58).
3) La Eucaristía aumenta la gracia santificante al darnos la gracia sacramental que alimenta, conforta y vigoriza nuestra vida sobrenatural.
4) La Eucaristía aumenta la fe, la esperanza y, sobre todo, la caridad. Aumenta la Fe por el acto de fe que hacemos al recibir a Cristo en el sacramento. Aumenta la Esperanza porque la Eucaristía es prenda y garantía de la gloria y de la vida eterna. Aumenta, sobre todo, la Caridad según aquello de San Pablo: "La caridad de Cristo nos apremia" (2 Cor, 5, 14) ya que la comunión nos une a Cristo. “Es la caridad para con Dios y con el prójimo, una caridad no sólo afectiva sino efectiva (nos hace amar a Dios y al prójimo realmente). De este modo la Eucaristía es vínculo de caridad que une los diversos miembros de toda la familia cristiana: a los pobres y a los ricos, a los sabios y a los ignorantes en la misma santa Mesa; une a todos los pueblos de la cristiandad” (5).
Aumenta, finalmente, todas las demás virtudes infusas (que son la prudencia, la justicia, la fortaleza, y la templanza) y los dones del Espíritu Santo, (que son la sabiduría, el entendimiento, la ciencia, el consejo, la fortaleza, la piedad y el santo temor de Dios). Desde luego la Sagrada Comunión tiene una eficacia santificadora incomparable, ya que la santidad consiste propiamente en el desarrollo y crecimiento perfecto de la gracia y de las virtudes infusas en nuestra alma.
5) La Eucaristía borra los pecados veniales. La comunión siendo un alimento divino repara las fuerzas del alma perdidas por los pecados veniales. La comunión excita el acto de caridad y la caridad actual destruye los pecados veniales que son un enfriamiento de la caridad, como el calor destruye al frío. Como el alimento es necesario para restaurar las fuerzas del cuerpo cada día, así la Comunión es necesaria para restaurar las fuerzas del alma perdidas por la concupiscencia mediante los pecados veniales que disminuyen el fervor de la caridad (Suma Teológica III, 79, 4 ).
6) La Eucaristía perdona indirectamente la pena temporal debida por los pecados. Es decir mientras más somos fervorosos, más recibimos perdón de nuestro purgatorio. La cantidad de la pena remitida estará en proporción con el grado de fervor y devoción al recibir la Eucaristía.
7) La Eucaristía preserva de los pecados futuros, sobre todo, de los pecados de deshonestidad, por la pureza y castidad de la Carne y Sangre de Cristo que comunica su virtud, su fuerza al que las recibe. La comunión robustece las fuerzas del alma contra las malas inclinaciones de la naturaleza y nos preserva de los asaltos del demonio al aplicarnos los efectos de la pasión de Cristo, por la que fue él vencido, dice santo Tomás de Aquino (III, 79,6 y 79,6 ad 1). A un muchacho que había contraído el vicio de pecar, San Felipe Neri le aconsejó la comunión diaria. Él procuraba estar dispuesto para confesarle cuando quisiese y con la comunión diaria quitó al pobre joven su mal hábito deshonesto.
8) La Eucaristía es prenda de la gloria futura. El mismo Cristo dijo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Juan, 6, 54). El Magisterio de la Iglesia lo afirmó en el Concilio de Trento: “Quiso Cristo que la Eucaristía fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad" (Dz. 875).
Efectos de la Eucaristía en el cuerpo
1) La Eucaristía, dignamente recibida, santifica en cierto modo el cuerpo mismo del que comulga. El catecismo romano del Concilio de Trento (2ª parte n° 53) dice: “La Eucaristía refrena también y reprime la misma concupiscencia de la carne, porque, al encender en el alma el fuego de la caridad, mitiga los ardores sensuales de nuestro cuerpo”.
2) La Eucaristía confiere el derecho a la resurrección gloriosa de su cuerpo. “El que come mi Cuerpo y bebe mi Sangre, tiene la vida eterna, y Yo le resucitaré el último día” (Juan 6, 54). Se trata de la resurrección gloriosa para la felicidad eterna.
Comulgar es recibir a Dios. Es recibir santificación y fuerza, paz y consuelo, fe, esperanza y caridad. Comulgar es hacerse cada vez más semejante a Cristo, imitando sus virtudes y reproduciendo en sí mismo la vida y comportamiento de Cristo. Comulgar es armarse de la fuerza de Dios contra los vicios y los demonios; comulgar es ir sometiendo poco a poco el cuerpo al alma y ser libre de las esclavitudes de los vicios; comulgar es tener paz en el alma y a su alrededor.
Todos los santos han deseado recibir a menudo la divina Eucaristía; de ella han sacado su santidad y perfección. ¡Dichosos los que comulgan cada día o al menos cada domingo con buena preparación y acción de gracias!
Padre Servus Christi
Bibliografía y notas
(1) Antonio Royo Marín, O. P. Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, 1961, BAC, pág. 501, no 481.
(2) Antonio Royo Marín, O. P. Teología moral para seglares, Tomo II, Los Sacramentos, Madrid, BAC,1958, pág. 205-213 n°137.
(3) Enrique Denzinger, El Magisterio de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1963, pág.. 249, n° 883; y DzS n° 1651.
(4) Remigio Vilariño Ugarte, S. J. Puntos de catecismo, Bilbao, 1957, pág. 1158-1159, no 2837
(5) R. Garrigou-Lagrange, O.P., La unión del sacerdote con Cristo, sacerdote y víctima, Madrid, Rialp, 1955, pág. 132.
Reflexiones acerca de la Sagrada Eucaristía
Pero no solo es necesario que te prepares muy bien para comulgar devotamente, sino que es necesario conservar cuidadosamente la devoción después de haber comulgado. Pues no es menor la devoción que se necesita para después de comulgar, que la que exige antes de pasar a recibir al Señor.
La fervorosa acción de gracias después de comulgar es una gran garantía y muy buena disposición para recibir luego más favores y gracias del cielo. Y al contrario, es una verdadera falta de buena disposición y de fervor, el dedicarse enseguida inmediatamente después de comulgar, a darles satisfacciones a los sentidos.
Después de comulgar no te dediques a charlas. Quédate unos minutos en comunicación con tu Dios. No se te olvide que en esos momentos tienes en tu corazón “al que el cielo y la tierra no logran abarcar” (2 Corintios 2,6) y al que nadie podrá quitar si tú no quieres que se aleje; es tu Dios, a quien debes consagrarte sin guardarte nada para ti, para que logres vivir ya no para ti, sino para tu Creador, y quedarte así libre de todo cuidado y preocupación, porque todo lo has colocado en sus manos. Que puedas decir con el Apóstol: “Vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en Mí” (Gálatas 6,20) (Imitación de Cristo 4,12).
Si este Santísimo Sacramento se celebrará solamente en un sitio del mundo y por un solo sacerdote, cómo serían de grandes los deseos de la gente de ir hasta aquel sitio y a este privilegiado sacerdote, para ver celebrar tan sublime misterio?
Pero en la Eucaristía se ofrece Cristo en tantos sitios distintos y por medio de tantos sacerdotes, para que se manifieste más y más el amor que Dios tiene a los seres humanos, y para que cuanto más difundida sea la Eucaristía, más gracias y favores recibamos. (Imitación de Cristo 4,1).
Cada vez que participamos en este Sacramento de la Eucaristía, y cada vez que recibimos el Cuerpo de Cristo, participamos del Misterio de su Redención y de todos los méritos que Cristo ganó para nosotros.
Por eso debes siempre disponerte a comulgar purificando más y más tu espíritu, y meditando con profunda atención todo lo que significa este sublime misterio de nuestra salvación. (Imitación de Cristo 4,2).
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