domingo, 26 de junio de 2011

CUATRO PERLAS

Pbro. Raúl Hasbún Z.

COMO toda persona que presiente cercano el crepúsculo, Jesús esbozó, hacia el final de su ministerio evangelizador, un compendio de sabiduría de la vida: proposiciones simples, directas, acuñadas tanto en su experiencia humana como en su divina percepción de las leyes del ser.

El Evangelio las recoge, teniendo como escenario el templo de Jerusalén, y como horizonte un previsible futuro de guerras y revoluciones. Tales proposiciones son básicamente cuatro: precariedad, discernimiento, conflicto, perseverancia. Procuraremos aplicarlas a ese gran templo de Dios que es la familia, en un horizonte que parece marcado por el intento de desmembrarla y destruirla.

Los judíos se sentían con razón orgullosos del Templo de Jerusalén. " ¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones!", le comentaban a Jesús. Y la respuesta del Maestro fue literalmente lapidaria: "¿ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra, todo será destruido".

Hasta la Casa de Dios, una de las principales maravillas de la historia, se somete a la ley de precariedad de toda obra humana. ¿Qué queda para otras construcciones mucho menos cercanas a los intereses y afectos de Dios? ¿Qué pensar de esos ingenuos entusiasmos y no tan ingenuas soberbias sobre edificios o torres monumentales, sobre sistemas de seguridad supuestamente infalibles, sobre inversiones y negocios de rotunda rentabilidad, y en especial sobre ideologías, imperios, promesas y pactos de perenne validez?

La vida humana es precaria. No tiene garantizada su permanencia, su estabilidad, su intacta conservación. Pero Jesús se sintió llamado a dictar una ley de excepción en este escenario de precariedad. Quiso tener una Casa y una Esposa que no estuvieran expuestas a sufrir, como realidad espiritual e institucional, la misma suerte física del Templo de Jerusalén. Esa Casa y Esposa suya es la Iglesia. Por eso la edificó sobre roca. Y sustentada en Pedro, le prometió asistencia divina hasta el fin de los tiempos, para que el poder de la mentira, del odio y de la muerte no llegara a prevalecer contra ella.

Esta Esposa suya, la Iglesia, necesita a su vez de una encarnación sacramental. Las realidades y modelos invisibles piden hacerse patentes en realidades tangibles. La encarnación sacramental, el testimonio visible y audible de la Iglesia-Esposa y de su pacto conyugal con Cristo, es el matrimonio. De ahí la lógica e ineludible consecuencia: si el matrimonio había de ser imagen visible de la invisible alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, entonces Cristo debía dotar al matrimonio de las cualidades y capacidades indispensables para superar la ley de precariedad y conquistar una firme estabilidad.

Ya se sabe lo que le ocurre al modelo original cuando se pierde o deteriora su imagen. Es similar a la pérdida del mapa que orienta nuestra búsqueda del lugar de destino. Uno se queda sin punto de referencia, sin peldaños para seguir subiendo. Cada matrimonio actúa como una suerte de embajador plenipotenciario y testigo oficial de Cristo. Si sus titulares ofrecen una imagen desmejorada, entre otras cosas por su inestabilidad y precariedad, en esa medida se desprestigia y pierde credibilidad el modelo conyugal del que los esposos son embajadores y testigos. Se puede en consecuencia afirmar que el buen destino de la fe en Jesucristo va a depender, sustancialmente, del buen éxito de los matrimonios.

Complementando esta visión teológica, es oportuno invocar una razón sicológica y pedagógica. La buena salud mental de una persona exige un rango mínimo de estabilidad y permanencia en los afectos. El ser humano no es nómada. La experiencia de transitar de una casa a otra lo descompone, le quita la paz y la seguridad. Al no tener dónde reposar de modo permanente, tiende a sentir como especie de fatalidad el no tener tampoco nadie en quién confiar, nadie a quién amar. Y el hombre no puede vivir sin amor. Si la precariedad no conoce límites o excepciones, el hombre está condenado a una vagancia y orfandad sicológicamente desquiciadora.

El matrimonio permanente es el antídoto, el muro de contención contra esta fuerza centrífuga que aleja al hombre de su propio núcleo integrador. En la estabilidad conyugal encuentra el hombre su lugar de reposo, su punto de apoyo, su polo de referencia para orientarse, su centro de aprovisionamiento para reponer y recrear su energía.

Pero ¿qué hacer cuando en los hechos una relación conyugal está provocando los efectos precisamente contrarios? ¿No se justifica, en tal caso, declararla invalidada?

La respuesta a esa pregunta nos lleva a la segunda proposición de nuestro buen Jesús: discernimiento. No hay que apresurarse cuando está en juego la verdad, y con ella el amor. Se necesita pensar. Distinguir claramente entre la verdad y el error, entre lo probado y lo conjeturado, entre lo absoluto y lo relativo, entre el bien de uno y el bien superior de los demás.

Un matrimonio está en problemas. Sus miembros lo consideran ya fracasado. Reclaman una segunda oportunidad. Entonces se les ofrece, como solución a su problema, declarar disolubles todos los matrimonios. En apariencia se ha resuelto aquel problema. Pero en realidad, al costo de generar otro sensiblemente mayor. De ahora en adelante, todos los matrimonios quedarán estructurados en un régimen de precariedad. A nadie le será permitido pactar jurídicamente su alianza conyugal como un compromiso irrenunciable. La ley, con su majestad pedagógica, envía en este caso un incentivo perverso: no te ocupes en buscar ni consolidar un vínculo permanente. Cuando te sientas desmotivado o desilusionado, acude a mí: yo te garantizo tu derecho a desvincularte y empezar de nuevo. La precariedad ha encontrado su mejor defensor.

Pero el discernimiento va más allá y pregunta: ¿basta una hipótesis de conflicto para comenzar un proceso de disolución del matrimonio? ¿Qué rango de tolerancia al dolor se debe estar dispuesto a conceder y respetar? Aquí Jesús nos previene, con sabio realismo: habrá conflicto. "Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino". Pero tal cosa sucede como expresión y prolongación de los conflictos que se agitan en el seno de las familias. Jesús, reconociendo la existencia y magnitud de esos conflictos, nos tranquiliza: "no tengan pánico. Yo les daré sabiduría para que se defiendan".

Esa es la sabiduría que la familia necesita para defenderse en caso de conflicto. Constituida por miembros imperfectos, es natural que en ella surjan desencuentros, desavenencias, injusticias y aún violencias. Pero ellas no son la prueba de que la institución es imperfecta y debe sustituirse por otra. Al contrario, la estabilidad de la familia provee el escenario indispensable para elaborar los conflictos y convertirlos en factor de crecimiento y enriquecimiento mutuo. Sicólogos y pedagogos saben que las grandes virtudes de sociabilidad, tales como el arte de convivir con generaciones, culturas y sexos diferentes, el saber limitarse en aras del bien común, la acogida generosa de miembros más débiles y en apariencia inútiles, y en particular el hábito de perdonar, tienen a la familia como su escuela-taller primordial. Sin su formato de estabilidad, tan indispensable función socializadora quedaría abortada de raíz.

Y ello nos lleva a la cuarta proposición sabia de Jesús: "con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas". En la etimología de esta palabra - perseverancia- confluyen tres elementos: verdad, rigor, permanencia. Quien anhele aproximarse a la verdad, debe saber que ella es un trofeo reservado a la autoexigencia, a la disciplina rigurosa, al dolor de crecer y conquistar. Y ello, a su vez, supone un escenario estable y un empeño continuado, sin intermitencias ni fracturas. Descorazonarse a mitad de camino, mirar y volver atrás para recapturar la libertad ya empeñada, no es propio de un discípulo de Cristo. Como su Maestro, el discípulo también conoce la belleza y verdad de una promesa irrevocable.

Y cuando le pesa la constatación de resistencias y obstáculos para mantener el amor primero, apuesta a la capacidad que cada hombre tiene de superarse y reencontrar el tesoro escondido. Mantiene abierto el diálogo; pide, piden orientación y asesoría ilustradas. Meditan y ponderan las consecuencias de cualquier decisión, tanto para sí mismos como para sus hijos, y el impacto testimonial en otras familias. Aprenden, de nuevo, a mirarse y verse de otra manera. Las más de las veces su amor primero resurge y se reencanta. Descubren que el sufrimiento y la decepción fueron eficaces para su maduración. Y agradecen que el matrimonio sea para siempre.

Son perlas de una sabiduría crepuscular. Embellecidas con una promesa implícita en todo ocaso de sol: muy pronto, mañana, disipadas las tinieblas de la incerteza y los miedos de la oscuridad, despuntará otra vez el sol del amor invicto.


Ver también (haz click): ¿REHACER TU VIDA?
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