Una noche de invierno hablaba en la iglesia parroquial de Castelnuovo Scrivia, la cual se hallaba llena de fieles llegados de pueblos vecinos. El tema era “La misericordia de Dios”, y por demostrar la grandeza del Sacramento de la Penitencia, dijo esto:
“Si un hijo fuese tan perverso que pusiera veneno en plato de su madre para matarla y se arrepintiera luego de tal monstruosidad, también obtendría el perdón de Dios”.
Al término de la reunión se apresuró a dirigirse a la estación para tomar el tren de regreso, pero como éste ya había partido decidió ir a pie a Tortona, que distaba más o menos ocho kilómetros.
Anochecía y una neblina fría lo envolvía todo: los árboles de la campiña desierta y silenciosa, las últimas casas del pueblo. Un hombre, envuelto en una capa, estaba parado a un lado del camino como si esperase a alguien. Acercándose, Don Orione vio sus características: alto, robusto, con barba negra recortada en dos puntas, sombrero de alas anchas, mirada perdida detrás de algún pensamiento que lo dominaba.
Prudentemente, para hacerse su amigo, preguntó con amabilidad:
-Buen hombre, ¿vais a Tortona?
La respuesta fue rápida y tajante:
-No, yo no voy a Tortona.
-Entonces, buenas noches -dijo Don Orione, acompañando el saludo con una suave sonrisa, y retomó su camino.
-No, buenas noches, no, -repuso el otro con amarga sonrisa-. Deténgase un momento. ¿Es usted quien predicó hace unos momentos?
-Sí yo soy.
-Habló usted sobre la Confesión.
-Efectivamente, sobre ella hablé.
La voz de aquel hombre se hizo vibrante al preguntar:
-¿Cree usted cuanto dijo?
-Sí, creo todo cuanto dije -afirmó lentamente el sacerdote.
-Luego, si un hijo, que ha envenenado a su madre, se confiesa, ¿puede ser perdonado?
-Sí, siempre que esté arrepentido.
Siguió una pausa. En el crepúsculo neblinoso que se cerraba sobre la campiña pasaron minutos de tensa espera.
-¿Me conoce usted? -prosiguió el hombre, mirando fijamente a su interlocutor.
-No, yo no os conozco.
-Sin embargo me conoce usted, pues hablo de mí.
-Pero no, no pude nunca haber hablado de vos.
-Le digo que sí, -afirmó acalorándose cada vez más. Luego miró a su alrededor como si temiese que, desde el manto oscuro que los envolvía, pudiese aparecer algún extraño.
-Soy aquél de quien usted habló esta tarde. Yo puse veneno en el plato de mi madre.
Un escalofrío asaltó a Don Orione. Y siguió otra pausa más plena de ansiedad que la anterior.
-Dígame, -continuó el citado, que por fin encontraba un desahogo a su propio remordimiento,- dígame usted, ¿aún puedo ser perdonado?
-Si estáis arrepentido. -repuso Don Orione, con un hilo de voz en la cual temblaba toda su alma plena de misericordia.
-Y contó que, desde el día de la muerte de su madre, aunque nadie sospechó mínimamente de él, no encontró más paz.
Habían transcurrido varios años. Pero aquella tarde pasaba casualmente delante de la iglesia y, aunque jamás ponía los pies en ese lugar, en aquel instante sintió una necesidad imperiosa de entrar.
-Y penetré justamente cuando hablaba usted del hijo que envenenó a su madre. Pensé que aquellas palabras me estaban dirigidas.
Luego con tono de voz diferente y vuelto más dulce por la inefable esperanza que florecía en su corazón, continuó:
-Si puedo obtener el perdón de Dios y puede usted hacérmelo llegar, aquí estoy, perdóneme.
Y asi, en aquel sitio solitario, que apenas se vislumbraba en la noche invernal, el Sacerdote de Cristo oía la confesión del penitente más necesitado, más apto para demostrar los triunfos de la gracia en el corazón de los hombres.
Recibida la última bendición, el desventurado se levantó pero, antes de partir, en un ímpetu emotivo, quiso abrazar a su consolador y lo hizo con tal fuerza, dominado por desbordante afecto, que Don Orione creyó morir sofocado entre sus brazos.
Don Orione. Héroe de la caridad
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