«Dame cuenta de tu administración» (Luc. XVI, 2)
De  los bienes que hemos recibido de Dios, oyentes míos, bien sean dones de  la naturaleza, o de la gracia, no somos dueños, de manera que podamos  dispones de ellos a nuestro antojo, sino solamente administradores; por  lo cual debemos emplearlos según la voluntad de Dios, que es el  verdadero dueño de ellos y de nosotros mismos. De donde resulta, que  hemos de darle cuenta de ellos a la hora de la muerte. Porque, como nos  dice Jesucristo, por San Pablo, hemos de comparecer ante el tribunal de  Dios, para que cada uno reciba el pago debido a las buenas o malas  acciones (II, Cor. v, 10). San Buenaventura comenta de este  modo: «No eres dueño o administrador de las cosas que se te han  confiado; y, por lo mismo, has de dar cuenta de ellas. Quiero haceros  ver en la presente plática, el rigor con que se nos juzgará el último  día de nuestra vida, cuando el alma, abandonando el cuerpo, se presente  ante el tribunal de Dios, para ser juzgada por todas sus obras, buenas y  malas.
 
Consideraremos, pues, el terror que se apoderará del alma:
Punto 1º: Cuando se presente a ser juzgada.
Punto 2º: Cuando sea examinada.
Punto 3º: Cuando sea condenada. 
CUANDO SE PRESENTE A SER JUZGADA

 
2. Es sentencia común de los teólogos, que el mismo  momento y en el mismo sitio en que el alma se separa del cuerpo, se alza  el divino tribunal, se examina el proceso, y pronuncia la sentencia del  supremo juez Jesucristo, manifestando a cada alma todas sus obras  buenas y malas, y el premio o castigo que merece por ellas. A este  tribunal hemos de presentarnos todos, para dar cuenta de todos nuestros  pensamientos, palabras, obras y deseos. Al tiempo de ser presentados  algunos delincuentes ante los jueces de este mundo, se les ha visto  bañados de un sudor frío dimanado del miedo que tenían. Se cuenta de un  gentil llamado Pisón, que al presentarse ante el senado en traje d ereo,  fue tran grande su confusión, que se suicidó porque no pudo hacerse  superior a ella. ¡Que pena tan grande es también para un súbdito, o para  un hijo, tener que comparecer ante el príncipe, o ante el padre, que  irritados los mandan llamar para dar cuenta de un delito cometido! ¡Oh,  cuanto mayor será la pena y la confusión que tendrá el alma al  comparecer ante Jesucristo irritado, por haberle ella despreciado  mientras vivía!
 
3. ¡Cuán llena de espanto estará el alma, que se  presente manchada con el pecado ante tan justo Juez, al verle la primera  vez, y verle irritado! San Basilio dice: que la atormentará todavía más  la vergüenza que el mismo fuego del Infierno. Cuando los hermanos de  José oyeron la reprensión que él mismo les daba: Ego sum Joseph, quem vendidistis:  «Yo soy José a quién vendistes»: Dice la  Escritura, que no podían  responderle sobrecogidos de terror. ¿Qué responderá, pues a Jesucristo  el pecador, cuando le diga: «Yo soy aquél tu Redentor y tu  Juez a quien  tu despreciaste tanto». ¿Dónde huirá entonces el desgraciado, pregunta  San Agustín, cuando vea sobre si al juez irritado, a sus pies abierto el  Infierno, a un lado los pecados que lo acusan, y al otro los demonios  que le arrastran al suplicio, y la conciencia que le despedaza  interiormente? ¿Quizá entonces pensará hallar piedad? Pero, ¿como podrá  esperar piedad, dice Eusebio Emiseno, cuando ante todas las cosas deberá  dar cuenta del desprecio que hizo de la piedad que tuvo con él  Jesucristo?
TERROR QUE TENDRÁ EL ALMA CUANDO SEA EXAMINADA
4. Luego que el alma e presenta al tribunal de  Jesucristo, le dice éste justísimo Señor: «Dame ahora cuenta de todas  las obras de tu vida». Dice el Apóstol, que para hacerse el alma digna  de la salvación eterna, ha de confirmar su vida con la de Jesucristo. (Rom.  VII, 29 et 30). Escribió San Pedro, que en el juicio recto que hará  Jesucristo, «apenas se salvará el justo que haya observado la ley  divina, perdonado a sus enemigos, respetando a los Santos, y siendo  manso y casto de corazón». Y luego añade: «¿Cuál será la muerte del  pecador y del impío?» (I. Petr. iv, 18). «¿Cómo se salvarán los  vengativos y los blasfemos, los deshonestos, y los maldicientes?» «¿Y  cómo se salvarán aquellos cuya vida ha sido siempre contraria a la vida  de Jesucristo?». 
 
5. El Juez, ante todas las cosas, pedirá cuenta al  pecador de los beneficios y de las gracias que le hizo para salvarle, de  las cuales él no quiso aprovecharse. Le pedirá cuenta de los años que  le concedió para servir a Dios: Vocabit adversum me tempus (Threm.  I, 15) y él los gastó en ofenderle. En seguida se la pedirá de los  pecados. Los pecadores cometen las culpas, y luego se olvidan de ellas;  pero no las olvida Jesucristo, que tiene contadas todas nuestras  iniquidades, como dice Job: «Tú tienes sellados y guardados como en una  arquilla mis delitos». (Job. XVI, 17). Y también nos dice que «el día de la cuenta tomará el Señor la antorcha para escudriñar todas nuestras obras»: Et erit in tempore illo; scrutabor Jerusalem in lucernis (Sophon. I, 12). Mendoza comenta estas palabras, diciendo: Lucerna omnes angulos permeat.  «La luz de la antorcha penetra en todos los ángulos de la casa»; lo  cual quiere decir, que Dios descubrirá todos los defectos de la  conciencia, grandes y pequeños; porque entonces, como dice San Anselmo:  «Se pedirán cuentas hasta de sus miradas»; y San Mateo: «De toda palabra  ociosa». Omne verbum otiosum, quod locuti fuerint homines, reddent rationem de eo in die judicci. (Matth. XII, 36).
 
6. El profeta Malaquías dice, que «así como se  purifica el oro, separándose de la escoria, así el día del juicio se  examinarán todas nuestras acciones, y se castigarán las que no sean  buenas y arregladas a la ley divina. Hasta las obras justas, como por  ejemplo, las confesiones, las comuniones, las oraciones han de ser  examinadas entonces». (Psalm. LXXIV, 3). Y si han de ser  juzgadas las miradas y las palabras ociosas; ¿con cuánto rigor se  juzgarán las acciones deshonestas, las blasfemias, las murmuraciones  graves, los hurtos y los sacrilegios? «En aquél día», -dice San  Jerónimo- «cada alma verá por sí misma con grande confusión suya toda la  fealdad de sus acciones».
 
7. «Pesados están en fiel balanza los Juicios del Señor». (Prov.  XVI, 11). En la balanza del Señor no se pesa la nobleza, ni la ciencia,  sino la vida y las obras. El aldeano, el pobre y el ignorante serán  premiados, si mueren en la inocencia; y el noble,  el rico y el literato  serán condenados, si resultan reos en el juicio, como dijo Daniel al  rey Baltasar: Appensus es in statera, et inventus es minus habens. (Dan.  V, 27) El P. Alvarez comenta estas palabras, diciendo: «No entran en la  balanza el oro ni el poder; solamente fue pesado el rey».
 
8. Entonces el infeliz pecador se verá acusado por  el demonio, que, como dice San Agustín, «repetirán ante el tribunal de  Jesucristo las palabras con que prometimos ser fieles; y nos echará en  cara todo lo que hicimos, y en que día y hora pecamos». Nos recordará en  efecto el demonio, todas nuestras malas obras, señalando el día y la  hora en que las hicimos; y terminará la acusación y el proceso con estas  palabras que el mismo Santo pone en boca del demonio: «Yo no sufrí como  vos bofetadas y azotes por este ingrato; sin embargo, él os ha vuelto  las espaldas a vos, que tanto padecisteis por salvarle, y se ha hecho  esclavo mío». También se presentará a acusarle el Ángel custodio, como  escribe Orígenes, y dirá: «Yo he trabajado tantos años a su lado; él,  empero, despreció todos mis consejos e inspiraciones». Entonces pues,  hasta los amigos despreciarán el alma condenada en el juicio. Y la  acusarán sus mismos pecados, según San Bernardo, diciéndole: «Tú nos  cometiste, obra tuya somos, no te abandonaremos». (Lib. Medit. cap. 2).
 
9. Veamos ahora que excusas podrá alegar el pecador.  Dirá que la mala inclinación natural le indujo al mal; pero se le  responderá, que si bien la carne le inclinaba al pecado, ninguno le  violentaba para cometerle: antes al contrario, si hubiese recurrido a  Dios cuando se veía tentado, el Señor le hubiera dado fuerzas para  resistir por medio de su gracia. Con este fin Jesucristo instruyó los  sacramentos; y no habiendo querido valernos de ellos, ¿ de quién podemos  quejarnos sino de nosotros mismos? Por esto dice San Juan: «Ahora no  tienen excusa de sus pecados» (Joann. XV, 22). Dirá para  excusarse, que el demonio le tentó; pero San Agustín dice que el enemigo  está atado con cadenas como un perro, y que no puede morder a ninguno  sino al que se acerca a él con demasiada confianza. Puede el demonio  ladrar, más no morder sino a aquél que se le acerque a él y le preste  oídos. Ved, pues, cuán necio es aquél a quien muerde el perro que está  atado a la cadena. Alegará quizá para excusarse el mal hábito, pero no  le valdrá semejante excusa, porque el mismo San Agustín añade: que  aunque es difícil resistir a los malos hábitos, sin embargo, si se  quiere de veras, se vencen con la ayuda de Dios. «El Señor›, -como  asegura San Pablo-, ‹no permite que ninguno sea tentado más allá de lo  que puede resistir». (I.Cor. X. 13).
 
10. «¿Que será de mi, -decía Job-, cuando  Dios habrá de venir a juzgar?» «¿Ni que podré responderle cuando me  pregunte?» «¿Y que le responderé cuando me buscare?» ¿Que podrá  responderle a Jesucristo el pecador? ¿Que ha de poder contestar cuando  se vea convencido? Callará confuso, como calló el hombre que según San  Mateo (22, 12) fue hallado sin el vestido nupcial. Toda iniquidad  cerrará su boca. Entonces dice Santo Tomás de Villanueva, no habrá  intercesores a quienes pueda recurrir. ¿Quién te salvará entonces?  ¿Dios? Más ¿cómo podrá salvarte Dios, dice San basilio, si tú le  despreciaste? El alma que sale de esta vida en pecado se condena a sí  misma, aún antes de que se pronuncie la sentencia contra ella.
TERROR DEL ALMA CUANDO SEA CONDENADA



 
ResponderEliminarImpresionante en verdad este post, que necesario es recordar constantemente estas grandes verdades para poder salvar nuestra alma, pues somos tan necios que al poco de escucharlas, las olvidamos. Que falta hace que desde el púlpito o en el confesionario los sacerdotes nos las recordaran con mucha frecuencia, porque en la actualidad nadie nos habla del terrible juicio particular a la hora de nuestra muerte. Vaya pues nuestra más grande felicitación a Catolicidad por ayudarnos a recordar y tener presente en la conciencia tan importantísimo tema, pues nuestra salvación siempre está en juego.