martes, 24 de noviembre de 2020
SAN JUAN DE LA CRUZ, CONFESOR. — 24 de noviembre
San Juan de la Cruz, insigne maestro de la vida espiritual y grande ornamento de la reforma de la Orden carmelitana, nació en Fontíveros, villa del obispado de Ávila y antes que naciese fué ofrecido por su madre a la Santísima Virgen María. Quedando el santo niño huérfano de padre, el administrador del Hospital de Medina del Campo se lo pidió a su madre, para que sirviese a los pobres, ofreciéndole darle alimentos, estudios y una capellanía. Era Juan de doce años cuando comenzó a servir en el hospital y al mismo tiempo estudió gramática, retórica y filosofía, en que salió muy consumado. En esta sazón fundaron los religiosos carmelitas un convento en Medina, en el cual el santo mancebo tomó el sagrado hábito y resplandeció señaladamente en el espíritu de oración, en la pobreza y aspereza de vida. Adelantó su penitencia con extraños rigores; el jubón de esparto le parecía suave; las disciplinas no le satisfacían, si no las teñía en sangre; tenía los cilicios por blandos, si no taladraban sus miembros: la cama era un rincón del coro, con una piedra por almohada. Mandáronle a Salamanca para estudiar teología y habiendo sido ordenado de sacerdote, quiso pasar a la Cartuja para llevar vida más austera; pero el Señor que le llamaba para una grande obra de su servicio, le inspiró la reforma de su sagrada orden, que a la sazón había ya comenzado Santa Teresa de Jesús, entre sus religiosas carmelitas. El primer convento reformado fué el de Duruelo, pobrísimo, estrecho, lleno de cruces y calaveras, donde el santo, por parecerse hasta en el nombre a su Redentor crucificado, mudó el nombre de Matías, en el de Juan de la Cruz. Allí fué probado por el Señor con durísima sequedad y oscuridad del espíritu, cuyo estado describe admirablemente en su libro titulado "Noche obscura", mas pasada la terrible prueba, fué regalado por Dios con tan inefables comunicaciones del cielo y sublimes arrobamientos, que no parecían sino un serafín en cuerpo humano. Vencidas las gravísimas dificultades, fundó numerosos conventos, que gobernó santísimamente, en los cuales florecía la santidad de la primera Regla. Queriendo el Señor llevarle para sí, le envió una enfermedad dolorosísima, que se mostró en cinco apostemas en forma de cruz y llegada la hora de su dichoso tránsito, en el año de 1590, lo rodeó un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba la de veinte luces que ardían en el altar de su celda, sintiéndose por todo el convento una celestial fragancia.
REFLEXIÓN: ¡Dichosa el alma que, a imitación del esclarecido confesor de Cristo, Juan de la Cruz, se esfuerza en renunciar todo lo que parece florecer a la sombra de esta vida! El que se deja dominar por el amor engañoso de este mundo, pierde infaliblemente las dulzuras de la felicidad verdadera. Mientras exista en nuestro corazón alguna afición desordenada por las cosas creadas, no alcanzaremos la abnegación necesaria para llegar a la santidad, a la plenitud de la dicha, al descanso del espíritu.
ORACIÓN: Oh Dios, que hiciste al bienaventurado Juan, tu confesor, uno de los mayores amantes de la Cruz y de la perfecta abnegación de sí mismo, concédenos que, imitándole sin cesar, consigamos como él, la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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* Fuente: "FLOS SANCTORUM ANNO DOMINI" de la Familia Cristiana (Vidas de los Santos y Principales Festividades del Año, ilustradas con otros tantos grabados y acompañadas de piadosas reflexiones y de las oraciones litúrgicas de la Iglesia), por el Rvdo. P. Francisco de Paula Morell S. J.
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REFLEXIÓN: La sequedad del espiritu; he ahí una de las tentaciones más terribles que pueden afligir al alma que vive entregada a Dios. Túvola el santo Patriarca Job, en el cuerpo, en el alma y en los bienes recibidos de Dios, pero mucho más acerbo la tuvo Jesucristo cuando agonizando en la cruz, clamó con trémula voz que suma y cifra en sí misma la búsqueda angustiosa del alma a Dios: - "Eloí, Eloí, ¿lamma sabactaní?", es decir, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y así lo permite Dios para darnos una inequívoca lección de humildad de que sin Él nada somos y con Él lo somos todo. Esa vaciedad de Dios es el tormento más espantoso tanto en el Purgatorio como así también en el Infierno conocida como la "Pena de Daño" que consiste en la privación de la vista de Dios, en la orfandad del alma sin Dios con la diferencia de que en el Purgatorio esa pena es temporal, a diferencia del infierno que es eterna. En cuanto al Cielo, es la contemplación y posesión eterna de Dios el don justamente inefable que constituye el gozo Sempiterno de los bienaventurados de verle, amarle y poseerle a Dios por toda la eternidad.
Lejos pues de nosotros el alejarnos de Dios por cosas baladíes de este mundo a riesgo de perderle para siempre en el siglo futuro.
... y aleja de nosotros, Señor, todo espíritu de discordia, envidia y maledicencia. Amén.
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MEDITACIÓN: LA ENVIDIA.
I. Nada hay que el cristiano deba evitar más que la envidia, porque allí donde ella reina no hay caridad, ni humildad, ni tranquilidad de espíritu. La envidia nos hace enemigos de Dios, de nuestro prójimo y de nosotros mismos. Lo más raro es que el envidioso se hace más mal a sí mismo que a los demás. La dicha del prójimo tórnalo miserable y lo condena; se aflige a sí mismo sin poder hacer mal a los otros. El envidioso es el enemigo de su salvación más todavía que del prójimo (San Cipriano).
II. Tiénese envidia de los bienes del espíritu y de los bienes del cuerpo, de los bienes de la naturaleza y de los bienes de gracia. ¡Qué locura envidiar en tu prójimo aquello que Dios, en su liberalidad, le concedió, o aquello que él adquirió mediante su trabajo! Los bienes de la tierra muy poca cosa son para que sean objeto de tu envidia; en cuanto a los dones y favores de Dios, si los deseas, eres un insensato envidiando a los demás, porque éste es el medio, precisamente, con que no los obtendrás.
III. Para corregirte de este vicio, hay que buscar las fuentes, que son la vanidad y la falta de caridad. Considera, además, las penas que te causa la envidia y los pecados que te hace cometer; arruina tu salud y tu reputación. ¡Desdichado! ¡Imita el bien que ves en los demás, y no tendrás motivo para envidiarlos! Si no puedes imitarlos, alégrate de que practiquen la virtud y sigan el camino del cielo; es la manera de participar de sus méritos. Imita a los buenos, si puedes; si no puedes, alégrate con ellos (San Cipriano).
ORACIÓN
Oh Dios, que habéis hecho de San Juan de la Cruz, vuestro confesor y Doctor, un amante apasionado de la Cruz y de la perfecta abnegación de sí mismo, concedednos la gracia de llegar, caminando por sus huellas, a la gloria eterna.
Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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