viernes, 2 de abril de 2021

VIERNES SANTO. JESÚS ANTE CAIFÁS


VIERNES SANTO. Capítulo II Jesús ante Caifás.

 DESDE GETSEMANÍ AL PALACIO DEL SUMO SACERDOTE. — EL TORRENTE CEDRÓN. — ANAS Y SU CRIADO. — JESÚS ANTE CAIFÁS. — ILEGALIDAD DE LA SESIÓN. — LOS TESTIGOS FALSOS. — MUTISMO DE JESÚS. — «¿ERES TÚ EL HIJO, DE DIOS? Ego sum». — EL DECRETO DE MUERTE. (Matth. XX VI, 57-66. —Marc. XIV, 53-64. — Luc. XXII, 54. — Joan. XVIII, 19-24.)

 Dueños por fin de Jesús, los fariseos pudieron satifacer el implacable odio que le habían profesado desde tan largo tiempo. Para humillar á aquel profeta, al falso Mesías, quisieron que se le tratara como a un criminal vulgar. Por órdenes suyas, los soldados de la cohorte le ataron los brazos sobre el pecho, luego, por medio de cuerdas unidas a una cadena que le circundaba el cuerpo, los criados le hicieron marchar delante de ellos como si fuera un ladrón ó un asesino. Desde Getsemaní, el cortejo se puso en marcha hacia el monte Sión, donde se encontraba el palacio de los pontífices. Allí era donde Jesús debía ser juzgado. Al atravesar el puente del Cedrón, los verdugos a instigación de los fariseos, precipitaron a la inocente víctima al cauce del torrente. No teniendo más vestiduras que su túnica y su manto, Jesús cayó penosamente sobre las piedras que formaban el fondo del fangoso canal, lo que dió lugar a renovar los sarcasmos e insultos. ¡Qué alegre espectáculo para aquellos magistrados de Israel, el ver sumergido en el lodo, en el fondo de una cloaca, al taumaturgo que sacaba a los muertos de la tumba! Ignoraban (o no quisieron ver) esos doctores y sacerdotes envilecidos, que en aquel momento mismo se verificaban en Jesús las palabras proféticas: – «Abrebará en el camino el agua del torrente y por esto levantará la cabeza».(1)

  Después de esta caída, el prisionero, arrastrado por los soldados, avanzó con trabajo hacia el palacio del Sumo Sacerdote. Los habitantes de Jerusalén no tenían el menor conocimiento del crimen que sus jefes acababan de cometer, a pesar de que alguna agitación reinaba ya en la adormecida ciudad. Decididos a concluir su obra en la noche misma, los jefes del Sanhedrín habían prevenido a sus colegas para que se reunieran en el palacio de Caifás. Por todas partes corrían los emisarios en busca de falsos testigos a fin de ocultar la infamia con la apariencia de legalidad. En fin, como era necesario dar al juicio cierta publicidad, los fariseos más opuestos al proféta y a sus doctrinas, se dirigieron al tribunal para asistir al interrogatorio y aclamar a los jueces. Por lo demás, el populacho siempre pronto a vociferar contra el inocente a la menor señal de los agitadores, se ponía ya en movimiento. El cortejo llegó al palacio de los pontífices a la una de la mañana. Los soldados condujeron a Jesús a una de las salas en donde funcionaba el magistrado encargado de formular la acusación. Este juez instructor llamado Anás, era suegro de Caifas, quien en su calidad de Sumo Sacerdote, debía pronunciar la sentencia. Después de haber ejercido el soberano pontificado durante largos años, Anás lo había hecho pasar sucesivamente a diversos miembros de su familia, quedando él de hecho la primera autoridad del Sanhedrín. Caifás no obraba sino según las inspiraciones del astuto viejo. Introducido a la presencia del ex-pontífice, Jesús, cargado de cadenas, conservó una actitud firme, un rostro tranquilo y sereno. Anás había preparado cuidadosamente su interrogatorio. Hizo al prisionero muchas preguntas sobre sus discípulos y doctrina, esperando descubrir algún indicio de las maquinaciones tenebrosas contra la Ley Mosaica; pero su esperanza quedó enteramente burlada. Nada dijo Jesús de sus discípulos, pues se trataba de él personalmente y no de los que le habían seguido. En cuanto á su doctrina, se limitó a responder: – Yo he enseñado en las sinagogas y en el templo, nada he dicho en secreto. ¿Para qué interrogarme sobre mi doctrina? Interrogad a los que me han oído; ellos saben lo que yo he enseñado y darán testimonio de la verdad». Nada más sabio que esta respuesta que desconcertó por completo al anciano pontífice. Uno de sus criados vino en su auxilio y acercándose á Jesús, le dió un recio bofetón en el rostro. –«¿Así es, le dice enfurecido, como se habla al pontífice?» Sin dejar aparecer ninguna emoción, Jesús respondió a aquel miserable: –«Si he hablado mal muéstralo, pero si bien ¿por qué me hieres?». El indigno criado guardó silencio lo mismo que su amo. Confundido, avergonzado y consternado, Anás levantó súbitamente la sesión para no exponerse a nuevas humillaciones y ordenó a los soldados conducir al prisionero al tribunal de Caifás donde los miembros del Sanhedrín se hallaban reunidos. Esta asamblea, compuesta de fariseos y saduceos enemigos declarados de Jesús, de pontífices envidiosos de su gloria, de escribas a quienes había confundido tantas veces delante del pueblo, no pensaba ciertamente pronunciar un fallo de justicia, sino ejecutar un proyecto de venganza. Basta recordar que tres veces ya, en conciliábulos secretos, estos mismos jueces habían condenado a Jesús, excomulgado a sus partidarios y finalmente decretado su muerte. En una de esas reuniones ¿no había declarado Caifás que el triunfo de Jesús acarrearía la destrucción de la nación y que por consiguiente su muerte era reclamada como una necesidad de salvación pública? Jesús estaba, pues, condenado de antemano por el presidente del tribunal y por sus consejeros que se habían adherido a su parecer. De manera que aquellos hombres inicuo convirtieron en juguete la violación de todas las leyes. Estaba prohibido a los jueces funcionar en día de sábado y en su víspera, porque debiendo seguir inmediatamente a la sentencia la ejecución del criminal, los aprestos del suplicio habrían hecho necesaria la violación del reposo sagrado.La ley prohibía igualmente bajo pena de nulidad, juzgar una causa capital durante la noche, porque las sesiones debían ser públicas; así el tribunal sólo funcionaba entre el sacrificio de la mañana y el de la tarde. Pero el Sanhedrín atropello resueltamente todas las formalidades legales: arresta a Jesús durante la fiesta de Pascua, la víspera del sábado a media noche y procede al juicio una hora después de la aprehensión. El odio no podía esperar la salida del sol. Era preciso además que el pueblo supiera, al despertar, que Jesús había sido condenado. El entusiasmo, de las turbas se extinguiría sin duda, cuando la alta corte de justicia hubiera declarado al falso Profeta culpable de lesa divinidad y de lesa nación. El Salvador compareció, pues, en la sala del tribunal delante de todo el Sanhedrín. Para motivar una sentencia de condenación, los jueces habían imaginado un complot contra la Ley mosaica y sobornado falsos testigos que, a precio de dinero, debían sostener la acusación; pero contradiciéndose estos unos a otros, fueron sorprendidos en flagrante delito de mentira e impostura, lo que les exponía a graves castigos. Muy contrariados se encontraban los jueces, cuando he aquí que dos miserables formularon una acusación capaz de impresionar vivamente a toda la asemblea. –«Nosotros le hemos oído decir, exclamó uno de ellos, «yo puedo destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días». La deposición del segundo fué algo diferente. Según este, Jesús se había expresado de la manera siguiente: –«Yo destruiré este templo hecho por mano de hombre y en tres días yo reedificaré otro que no será hecho por mano de hombre». Esta acusación era, a los ojos de los judíos, de una extrema gravedad, porque el templo personificaba en cierta "manera a la nación, a la Ley, a todo el mosaísmo. Pero cómo transformar las palabras pronunciadas por Jesús en atentado contra el templo de Dios? El no había dicho: –«Yo puedo destruir» o «yo destruiré este templo en tres días» sino al contrario: «Destruid este templo», es decir, en la hipótesis de la destrucción del templo, yo lo reedificaré en tres días. La amenaza contra el templo que constituía el delito, no era más que pura invención de los testigos. Además, se daba a las palabras de Jesús un sentido material enteramente extraño a su pensamiento. Las expresiones de que se había servido probaban claramente que hablaba del templo de su cuerpo, de aquel cuerpo que los judíos iban á destruir y que él, en prueba de su divino poder, resucitaría después de tres días. Cuando los acusadores dejaron de hablar, Caifás dirigió al divino Maestro una mirada interrogadora y le intimó que respondiera. Jesús guardó silencio. Levantándose entonces encolerizado, como un hombre que se cree ofendido, tomó Caifás la palabra: –«¿Nada tienes que responder á la acusación que estos te hacen?» Mantúvose Jesús silencioso: no se responde á testigos falsos cuyas declaraciones se contradicen, ni a jueces que han sobornado a estos calumniadores. No tiene respuesta la acusación de haberse complotado contra el templo, cuando este cargo va dirigido contra el mismo que arrojó de él a los vendedores para impedir la profanación de la casa de Dios, Callándose, revelaba Jesús la indignidad de sus enemigos y daba cumplimiento a la profecía de David: «Los que buscaban un pretexto para quitarme la vida, decían contra mí cosas vanas y falsas; pero yo estaba en su presencia como un sordo que no oye y como un mudo que no abre su boca». Esté mutismo del profeta no dejaba de inquietar a los consejeros. Si Jesús, decían para sí, si Jesús que tantas veces los había confundido con su sabiduría y elocuencia, se desdeñaba responder a sus acusaciones, era porque los juzgaba indignos de un cuerpo respetable como el Sanhedrín. Caifás lo comprendía así y semejante humillación le ponía convulso de furor. Dejando a un lado cargos que a nada conducían, dirigióse directamente al fin, haciendo a Jesús preguntas que le obligarían a declararse él mismo culpable. Con tono amenazador le dijo: –«Te conjuro por el Dios vivo, que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Jesús no estaba obligado a obedecer a aquella intimación, porque la Ley Mosaica prohibía exigir juramento al acusado para no ponerle en la alternativa, o de perjurar, o de acriminarse a sí mismo. Pero Caifás contaba con que Jesús no vacilaría en afirmar su divinidad en esta circunstancia solemne. En todo caso, se decía, ya sea que afirme o que niegue, está igualmente perdido. Si niega, le condenamos como impostor y falso profeta, pues tantas veces ha asegurado delante del pueblo que él era el Cristo e igual al Padre que está en los cielos. Si afirma, le aplicaremos la pena dictada por la ley contra los blasfemos y usurpadores de, títulos divinos. No se engañaba Caifás. A esta interpelación del pontífice sobre su personalidad divina y su cualidad de Mesías, Jesús rompió el silencio que había guardado desde el principio de la sesión. Sabiendo que los jueces sólo esperaban una afirmación de su boca para decretar su muerte, respondió al gran sacerdote con dignidad soberana: –«Tú acabas de decir quién soy yo. Sí, yo soy el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y ahora, escuchad todos: Llegará un día en que véréis al Hijo del hombre, sentado á la diestra de Dios, descender sobre las nubes del cielo para juzgar a todos los hombres». Apenas había pronunciado esta formidable declaración, cuando Caifás, sin darse un instante para examinarla, exclamó como un energúmeno: –«¡Ha blasfemado! acabáis de oirle; no tenemos necesidad de nuevos testimonios». Y desgarró sus vestidos con indignación, para protestar, como lo prescribía la ley, contra la injuria hecha a Dios. El criminal contra Dios era él, el injusto e indigno pontífice. ¿Con qué derecho declaraba que Jesús había blasfemado? Según la ley, debía tomar el parecer de sus colegas y no imponerle violentamente su opinión. Por otra parte, la más vulgar equidad exigía que se discutieran seriamente las afirmaciones del acusado, antes de reprobarlas como blasfemias. ¿Por qué Jesús no sería el Mesías y el Hijo de Dios según el texto de la declaración? Los caracteres del Mesías indicados en las Escrituras ¿no convenían rigurosamente a Jesús de Nazaret? ¿No había aparecido én la época predicha por Daniel; en el tiempo en que el cetro había salido de Judá, según el oráculo de Jacob; en la ciudad de Belén, como lo había anunciado Miqueas? Su doctrina divina, su vida más divina aún, sus milagros operados desde hacia tres años ante todo el pueblo, los enfermos curados, los muertos resucitados ¿no establecían su divinidad de la manera más evidente? Y entonces ¿por qué condenarle si se proclamaba con tan justos títulos el Mesías y el Hijo de Dios?

  Pero Caifás, dominado por las más innobles pasiones, se mostró menos cuidadoso de ilustrar su conciencia que de satisfacer su odio. Dirigiéndose a sus colegas verdaderamente dignos de él, exclamó de nuevo. «¡Ha blasfemado! Qué os parece? Qué pena merece? — ¡La muerte!» respondieron todos a la vez. Jesús escuchó tranquilo e impasible aquel monstruoso juicio. Fijaba con lástima sus miradas sobre aquellos malvados que, sin examen y a sangre fria, condenaban a muerte al Hijo de Dios, pues divisaba ya el día en que descendería del cielo para revocar ese execrable decreto y tratar a sus autores según los dictados de inexorable justicia.

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 (1) Esta particularidad de la Pasión del Salvador nos ha sido conservada por la tradición. Se ve hoy todavía cerca del puente del Cedrón, una piedra de grandes dimensiones, sobre la cual cayó Nuestro Señor, dejando impresas en ella sus rodillas, pies y manos. La Iglesia ha concedido indulgencias a los peregrinos que se arrodillan sobre la piedra del Cedrón, convertida por esta causa, en una de las estaciones de la Via del Cautiverio. Se llama así el camino que siguió Jesús desde el huerto dé Getsemaní hasta el palacio de Pilatos.
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 * Fuente: "JESUCRISTO: su Vida, su Pasión, su Triunfo", Cap. II, Jesús ante Caifás, por el Rvdo. P. Berthe, SS. RR.

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