El Salvador del mundo, de quien había vaticinado el profeta Isaías que le habían de ver algún día los hombres en la tierra: Et videbit omnis caro salutare Dei; vino ya, católicos; y nosotros le hemos visto, no solamente conversar entre los hombres, sino también padecer y morir por nuestro amor. Ocupémonos, pues, esta mañana en considerar el amor que debemos a Jesucristo, que es ese Salvador de quien hablamos, al menos en recompensa del que nos tuvo y tiene Él mismo a nosotros. Así analizaremos:
viernes, 23 de diciembre de 2011
DEL AMOR QUE NOS TIENE CRISTO Y NUESTRA OBLIGACIÓN DE CORRESPONDERLE
Y verán todos los hombres al Salvador enviado de Dios.
(Luc. III, 6)
El grande amor que nos ha manifestado Jesucristo. Punto 1º
El que debemos tenerle nosotros. Punto 2º
1. San Agustín dice, que Jesucristo vino al mundo para que los hombres conocieran lo mucho que Dios los amaba: Propterea Christus advenid, ut cognoceret homo cuantum eum diligat Deus. Vino; y para manifestarnos el inmenso amor que nos tenía este Dios, se entregó a sí mismo a los pecadores, abandonándose a todas las penas de esta vida; y, últimamente, a los azotes, a las espinas y a todos los dolores y desprecios que sufrió en su pasión, hasta morir en una cruz: “Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Galat. II, 20).
2. Bien podía Jesucristo habernos salvado sin morir en una cruz ni padecer: bastaba una sola gota de su sangre para redimirnos, o una sencilla súplica hecha a su Padre eterno; porque siendo ella de valor infinito por razón de su divinidad, era suficiente para salvara infinitos hombres e infinitos mundos; empero no lo hizo así: porque como dice el Crisóstomo, u otro escritor antiguo Quod sifficiebat redemptioni, non sufficiebat amori. Lo que bastaba para redimirnos, no bastaba para manifestarnos el amor extraordinario que nos tenía. Quiso, pues, para demostrarnos lo mucho que nos amaba, no sólo derramar parte de su sangre preciosa, sino toda ella entre tormentos inauditos. Esto significan las palabras siguientes, que pronunció en la noche que precedió al día de su muerte: Esta es mi sangre, que será el sello del nuevo testamento, la cual será derramada por muchos: Hic est enim sanguis meus novi tetamenti qui pro multis effundetur. (Matth. XXVII, 28). La palabra effundetur denota, que Jesucristo en su pasión derramó toda su sangre hasta la última gota: y por esto, cuando después de su muerte le abrieron el costado con una lanza, salió de él sangre y agua, en señal que aquellas eran las últimas gotas de sangre que le quedaban. Se ve, pues, que pudiendo Jesús habernos salvado sin padecer, quiso abrazar una vida toda llena de penas y amarguras, y terminarla con una muerte dura e ignominiosa, cual lo era la de la cruz, propia solamente de esclavos. Los ciudadanos romanos estaban libres de éste género de muerte, y era un crimen castigarlos con este suplicio; pero el Creador de los cielos y tierra, para demostrarnos el grande amor que nos tenía se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz: Humiliavit semetipsum, factus obediens usque ad mortem, mortem autem crucis. (Philip II, 1). No solamente, dice el Apóstol, se humilló hasta morir, sino hasta morir en una cruz, como si fuera un vil esclavo.
3. San Juan dice: Majoremhac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis. (XV, 13). Que nadie tiene amor más grande, que el que da su vida por sus amigos. ¿que más podía, pues, hacer por nosotros el Hijo de Dios, que morir? Lo que hizo: morir en una cruz; morir del modo más indigno e ignominioso que entonces se conocía. Decidme hermanos míos, si un siervo vuestro, si el hombre más vil de la tierra, hubiese hecho por vosotros lo que hizo Jesucristo, ¿podríais de acordaros de Él sin amarle?
4. No sabiendo San Francisco de Asís pensar en otra cosa que en la Pasión de Jesucristo, meditaba en ella de continuo, y lloraba sin interrupción; de suerte, que se quedó casi ciego de tanto llorar. Cierto día le encontraron llorando a los pies de un Crucifijo; y preguntándole porque derramaba tantas lágrimas, respondió: “Lloro los dolores e ignominias que sufrió nuestro Salvador; y lo que me hace llorar más amargamente es, que vivan los hombres tan olvidados de Aquél que sufrió tanto por ellos”.
5. Si dudas alguna vez, ¡oh cristiano!, de si Jesucristo te ama o no, levanta los ojos, y mírale pendiente de la cruz. ¡Que testimonios tan ciertos y evidentes son del amor que te tiene, dice Santo Tomás de Villanueva, aquella cruz en que estuvo enclavado, aquellos dolores internos y externos que padeció, y aquella muerte amarga que apuró por ti. ¿No oyes, decía San Bernardo, la voz de aquella cruz, y de aquellas llagas, que están gritando para que conozcas lo mucho que Cristo te amó?
6. San Pablo dice, que no deben movernos tanto a amar a Jesucristo, los azotes, la corona de espinas, el viaje doloroso al Calvario, la agonía que sufrió en la cruz durante tres horas, las puñaladas, bofetadas y salivas que recibió en su rostro divino, como el amor extraordinario y sin límites que nos manifestó queriendo padecer tanto por nosotros. Este amor, añade el Apóstol, no solamente nos obliga, sino que, en cierto modo, nos fuerza y nos precisa a amar un Dios, que tan intensamente nos amó: Charitas enim Christi urget nos. (II. Cor. V, 14). La caridad de Cristo nos urge. San Francisco de Sales dice sobre este texto: “El saber nosotros que Jesucristo, hijo verdadero de Dios, nos amó hasta morir por nosotros en una cruz, ¿no es tener nuestros corazones como en una prensa, para exprimir de ellos todo nuestro amor con una violencia tan fuerte como amorosa?”.
7. Fue tan grande el amor en que se abrasa el corazón de Jesús para con los hombres, que no solamente quiso morir por nosotros, sino que toda su vida estuvo suspirando porque llegara aquel día en que debía sufrir la muerte por nuestro amor. Por eso repetía a menudo mientras vivía: Baptismo autem habeo baptizari, et quomo do coarctor usque dum perficiatur? (Luc. XII, 50). Con un bautismo de sangre tengo de ser yo bautizado para lavar los pecados de los hombres: et quomodo coarctor! ¡Oh, y como traigo en prensa el corazón, mientras que no lo veo cumplido! Tan grande era el amor que nos tenía, que ansiaba sin cesar padecer y morir por nosotros. Por esto, la noche antes del día de su muerte, dijo: Desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum, antequam patiar. (Luc. XXII, 15).
8. San Lorenzo Justiniani escribe: Vidimus sapientem præ nimietate amoris infatuatum. Hemos visto al Hijo de Dios, que es la sabiduría divina, casi infatuado por el amor excesivo que tenía a los hombres. Esto respondían también los gentiles, cuando les predicaban la muerte padecida por Jesucristo, por el amor que había tenido a los hombres : que era una locura, que no podía ni aún imaginarse. Por eso dice el Apóstol: Nosotros predicamos sencillamente a Jesucristo crucificado: lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles. Y ¿quién podría creer jamás , decían ellos, que un Dios, que nadie necesita para ser feliz, haya querido tomar la naturaleza humana y morir por el amor de los hombres, obra de sus manos? Sería esto lo mismo que creer, que un hombre se habría infautado con el excesivo amor a sus creaturas. San Gregorio (Homil. 6), dice: Stultum visum es ut pro hominibus auctorvitæ moreretur. Les parecía una necedad que hubiese muerto por los hombres el autor de la vida. Pero digan y piensen los gentiles lo que quieran, es de fe, que el Hijo de Dios quiso derramar toda su sangre por el grande amor que nos tenía, para lavar con ella nuestras manchas de la culpa. Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre. Por esta razón, considerando los Santos el amor de Jesucristo, se llenaban de admiración y de estupor. San Francisco de Paula, al mirar un crucifijo, no sabía sino exclamar: ¡Oh amor! ¡oh amor! ¡oh amor!.
9. No se contentó este amantísimo Señor con amarnos hasta morir por nosotros en una cruz, sino que hallándose ya al fin de su vida, y próximo a la muerte, quiso dejarnos su propia carne por comida, y su propia sangre por bebida, y alimento de nuestras almas en la institución de la Sagrada Eucaristía, con el fin de preservar eternamente entre nosotros , y legarnos una medicina general y eficaz contra todas las dolencias que nos pueda ocasionar el pecado. Pero de esto hablaremos extensamente cuando tratemos el santísimo Sacramento del altar. Pasemos ahora al otro punto.
10. El que ama quiere ser amado. Por eso dice San Bernardo, que cuando Dios nos ama no exige otra cosa sino que le amemos nosotros. Y antes que él, lo dijo el mismo Redentor. Yo, dice Jesucristo, he venido a poner fuego en la tierra para encender el corazón de los hombres; ¿y que he de querer sino que arda? Dios nada más exige de nosotros sino ser amado, y por eso quiere la santa Iglesia que oremos, diciendo: “Te rogamos, Señor, que nos inflames los espíritus con aquel amor que nuestro Señor Jesucristo envió a la tierra, y quiso con ansia que se inflamase”. ¡Que cosas tan extraordinarias no hicieron los Santos encendidos de este fuego de amor divino! Todo lo abandonaron: delicias, honores, púrpuras y cetros, para atender exclusivamente a vivir abrasados de este amor divino. Pero me diréis, ¿como podremos conseguir abrasarnos en el amor de Jesucristo? Haced lo que hacía David: In meditatione mea exardecet ignis. (Ps. 38). La meditación es el horno santo donde se inflama este fuego de divino amor. Orad mentalmente todos los días, pensando en la Pasión de Jesucristo, y no dudéis que vosotros también conseguiréis de este modo arder en el divino amor.
11. A este fin, dice San Pablo, quiso morir Jesucristo por nosotros, para adquirir un soberano dominio sobre nuestros corazones: In hoc enim Christus mortuusest, et resurrexit, ut et mortorum et vivorum dominetur. (Rom. XIV, 9). Quiso dar la vida por todos los hombres sin ecluir a ninguno, dice el mismo Apóstol, para que ninguno viviese en adelante por sí, sino para que el que murió por ellos.
12. Más ¡ah! para responder el amor de este Dios, sería necesario que otro Dios muriese por Él, como murió Jesucristo por nosotros. ¡Quién no exclamará aquí, pues, oh ingratitud humana! Un Dios ha querido dar su vida por la salvación de los hombres, y estos hombres ni siquiera se dignan pensar en Él. Si cada uno de ellos pensase a menudo en la sacrosanta Pasión del Redentor, y en el amor que en ella nos manifestó, ¿cómo podríamos dejar de amarle con todo nuestro corazón? Al que considera con fe viva a Jesucristo pendiente de tres clavos en la cruz, cada una de sus llagas habla y le dice: Diliges Dominum Deum tuum: ama, ¡oh mortal! a tu Señor y Redentor, que tan ardientemente te amó. Y a estas voces tan tiernas ¿quién puede resistirse? San Buenaventura dice, que las llagas de Jesucristo “son heridas que ablandan y traspasan los corazones duros, y que inflaman las almas tibias; son llagas que lastiman los corazones más endurecidos, y entusiasman las almas más frías”.
13. Terminaré mi discurso, amados oyentes míos, encargándoos que, de hoy en adelante, meditéis un poco todos los días en la Pasión sagrada de Jesucristo. Y me contento que empleéis en esto la cuarta parte de una hora. Deseo, al menos, que cada uno de vosotros procure tener un Crucifijo, le tenga en su aposento y le dé una ojeada de cuando en cuando, diciéndole “Por mí moristeis, Jesús mío, y yo no correspondo a vuestro amor”. Si un amigo sufre injurias por otro amigo, se complace mucho de que el otro se acuerde de esto y le hable de ello, manifestándole su gratitud. Y al contrario; siente mucho que el otro o se acuerde de tal beneficio, ni se digne hablar de él. Del mismo modo se complace mucho Jesucristo de que nos acordemos de su Pasión, y le desagrada que no nos dignemos pensar en ella ni recordarla. ¡Oh, cómo nos consolarán a la hora de la muerte los dolores y la Pasión de Jesucristo, si durante nuestra vida hemos tenido la costumbre de meditar en ella con frecuencia! No esperemos que a la hora de nuestra muerte tomen otros el Crucifijo en la mano, y nos recuerden que Jesucristo murió por nuestro amor.
Abracemos ahora en vida, y tengámosle siempre a nuestro lado, para que podamos vivir y morir en su compañía dulcísima. El que es devoto de la Pasión de Jesús, no puede menos de serlo también de los Dolores de María, cuya memoria nos servirá de grandísimo consuelo a la hora de la muerte; como que el uno es el Redentor y la otra la Madre de los Pecadores.
¡Qué muerte tan tranquila la de aquél, que muere abrazado a la cruz de Jesucristo, y por el amor de aquel Dios que murió por nuestro amor!
Fuente EcceChristianus
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