sábado, 12 de octubre de 2013

EL HIDALGO

Hidalgo = Hijo de algo.
Hijo de bien.
Hijo de buenos padres.
Hijo de buenos hechos.

Esa cosa pedante e insufrible –y ya en vías de liquidación- que dio en llamarse a sí propio, con insolencia que aparece más fatua cada día que transcurre, “el mundo moderno”, quiso vulnerar el aprecio que las gentes solían otorgar a esa condición humana superior y excelente, que con vigor tan certero se nombra en español con la voz “hidalguía”.

Sin embargo, las crueles realidades de hogaño han venido con sus rudas y severas lecciones –en la política, en la guerra, en la economía- a hacer pensar en la ineficacia social del tipo de hombre en que fructificó una “modernidad” materialista y utilitaria, falto de los soportes –nuevos por eternos- de las virtudes tradicionales. Hemos llegado a concluir que ese tipo de hombre no es siquiera una regresión, sino una corrupción, una degeneración de la misma naturaleza y del rango de la especie. Y en esta encrucijada dramática de la Historia, cuantos tienen inteligencia crítica o al menos eso que podríamos llamar “sensación” de lo futuro –un a modo de sexto sentido que permite intuir lo que los tiempos nuevos exigen con apremio-, vuelven los ojos esperanzados a ese otro tipo humano en el que encarna y sublímase lo mejor de los ideales caballerescos: EL HIDALGO.

Para hablar de él, ninguna ocasión como la de estos días de cervantinas remembranzas, inescapablemente vinculadas a la del ingenioso hidalgo Don Quijote.

Porque si, como lo es en efecto, nuestro mundo está enfermo de falta de espiritualidad, nada más lógico y sensato que el que pida auxilio al que, antes y sobre todo, vive del espíritu y de las cosas a él añejas. El hidalgo es una vivencia de valores del espíritu. Y primero que nada, de los más altos de entre éstos: los valores morales, que tienen fecunda actuación en esas cosas llamadas virtudes, cuya misma raíz lingüística lleva implícita la idea de fuerza. Y la fuerza es de ordinario –conviene no darlo nunca al olvido- manifestación de salud, que es lo que falta puntualmente a nuestro mundo enfermo.

Fuerza. Fuerza moral. O sea, de la voluntad. Fuerza, pues, del espíritu. Eso es el hidalgo.

Este –producto de la fuerza creadora de nuestra Estirpe- es un “hijo dalgo”, un hijo de algo. “Algo” –aclaran las Partidas- “quiero tanto decir en España como bien; por eso los llamaron fijosdalgo, que muestra tanto como fijos de bien”. Hijos de bien, Hijos de buenos. De buenos padres, pero sobre todo de buenos hechos. Porque el sentido nobiliario de la hidalguía antes se finca en las buenas acciones que en la buena cuna. La buena casta, lo bien nacido no engendra privilegios sino deberes. Ya lo declaraba la sentencia de antaño: “Nobleza obliga”. O lo que igual cosa significa: el noble linaje atribuye obligaciones. El que no las cumple, se “deshidalga”; el que las realiza, se mantiene y perfecciona en su auténtica hidalguía, en su nobleza, que identidad hay entre ésta y la virtud.

De ahí que –de paso digámoslo- yerra Américo Castro al ver en Cervantes a un renacentista esencial, a un erasmista que cierra contra la moral tradición hispánica cuando dice por boca de sus personajes que “cada quien es hijo de sus obras”. Al contrario, Cervantes confirma la concepción secular de la hidalguía y la nobleza, las que en eso, medularmente se apoyan: en las buenas obras. Díjolo, entre otros, Fernando del Pulgar, el de las célebres loas a los “Claros Varones” de Castilla: “E pues queréis saber –contesta al que inquiere qué tratamiento deba darle- cómo me habéis de llamar, sabed señor, que me llaman Fernando e me llamaban Fernando e llamarán Fernando, e si me dan el Maestrazgo de Santiago también Fernando: porque de aquel título e honra que quiero arrear que ninguno pueda quitar e también porque tengo creído que NINGÚN TÍTULO PONE VIRTUD A QUIEN NO LA TIENE DE SUYO”. Y por eso, en el antiguo “Victorial”, al que no hacía obras dignas de su estado y progenitores se le llamaba “hijo de ninguno”.

..de la batalla de la Historia...
Las “buenas obras” son, así, lo que hace al hidalgo esencial. Y ellas brotan, como de limpia fontana, del hombre interior. Del amor al Bien. De las virtudes que son necesarias para traducirlo en hechos, antes que nada del valor, que es hijo de la fortaleza. Valor para domar y enjaezar las propias malas tendencias; valor para encararse a la malignidad ajena, a la adversa fortuna, a las demasías de los poderosos, a la seducción del pecado, a los peligros de la guerra o a los aun tal vez más riesgosos peligros de la falsa paz. De ahí el talante exterior que es nota de condición hidalga: señorío –que supone el de sí propio-; dignidad; presencia de ánimo y –como sagazmente apunta García Valdecasas, inspirador directo de estos renglones- “sosiego”, del que sólo es capaz “una gran energía en potencia”, “plenitud lograda y armoniosa de dos virtudes la fortaleza y la templanza”.

Ello es, ni más ni menos, lo que hoy necesitamos: valor que se manifiesta en sosiego –energía gobernada-. Valor para que el hombre dé a las cosas sus nombres verdaderos, a estas cosas que hoy trastornan al mundo y lo amagan de muerte: liberalismo y comunismo. Valor para superarlas tremolando un ideal superior e inigualable: la Cristiandad. Y hacerlo no con espíritu de deporte, “con la actitud, por tanto, de quien justamente “no se juega” nada esencial”. Sino con la íntima actitud del hidalgo: con ánimo alegre, sí, pero con gravedad de milicia que se juega la vida al triunfo de una causa. Con pundonor de “buenas obras”, pues es claro que para el combate de veras –tan distante de la futilidad deportiva- importa “más que la fuerza o la ferocidad”, “hombres que hallan naturalmente en sí vergüenza… que la vergüenza veda al caballero que huya de la batalla”.

Sí, de la batalla de la Historia, en la que todos debemos poner mano.

Oscar Méndez Cervantes

TEMA PARA ESTE DÍA DE LA RAZA (haz click):

PALABRAS DE LEÓN XIII A PROPÓSITO DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA


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