lunes, 7 de octubre de 2013

DE DIOS VIENE LA FUERZA PARA VIVIR SANTAMENTE por San Cipriano de Cartago




Cuando yo me encontraba sumido en las tinieblas y en la noche cerrada bamboleándome y fluctuando en el mar agitado del mundo, lleno de dudas en pos de señales perdedoras, ignorante de mi propia vida, extraño a la verdad y a la luz, me parecía que según era en aquel momento mi modo de vida había de serme sumamente difícil y duro lo que la misericordia divina me prometía para mi salvación, a saber, poder renacer de nuevo y con el lavatorio del agua salvadora comenzar una nueva vida, deshaciéndome de todo lo de antes y cambiar el modo de sentir y de entender del hombre, aunque el cuerpo permaneciera el mismo. ¿Cómo puede ser posible, me decía, una conversión tan grande, por la que de repente y en un momento se despoje uno de aquellas cosas congénitas que han adquirido la solidez de la misma naturaleza, o de aquellas cosas adquiridas desde largo tiempo y que han arraigado y envejecido con los años? Estas cosas están sólidamente arraigadas, con raíces sólidas y profundas. ¿Cuándo aprenderá la templanza el que ya está acostumbrado a las buenas cenas y a los grandes banquetes? El que solía brillar por su elegancia, vestido ricamente de oro y púrpura, ¿cuándo podrá ponerse el vestido sencillo del pueblo? El que tenía sus delicias en los honores y dignidades, no puede permanecer como simple privado y sin gloria. El que iba siempre rodeado de una piña de clientes y se sentía honrado con su numeroso séquito y su escuadrón de servidores, piensa ser un castigo el tener que andar solo.
Se han hecho imprescindibles los tenaces estímulos a que uno se había acostumbrado: el animarse con el vino, hincharse con la soberbia, inflamarse de ira, preocuparse por la rapacidad, excitarse con la crueldad, deleitarse en la ambición, esto pensaba yo muchas veces dentro de mí, pues yo mismo me encontraba enredado en los muchos errores de mi vida anterior, y no pensaba que pudiera llegar a despojarme de ellos... 
San Cipriano de Cartago
Pero cuando la suciedad de mi vida anterior fue lavada por medio del agua regeneradora, una luz de arriba se derramó en mi pecho ya limpio y puro. Después que hube bebido del Espíritu celeste me encontré rejuvenecido con un segundo nacimiento y hecho un hombre nuevo: de manera milagrosa desaparecieron de repente las dudas, se abrió la cerrazón, se iluminaron las tinieblas, se hizo posible lo que antes parecía imposible... Reconocí que mi anterior vida carnal y entregada al pecado era cosa de la tierra, mientras que la que ya había empezado a vivir del Espíritu Santo era cosa de Dios... El alabarse a sí mismo es odiosa soberbia; pero no es soberbia, sino agradecimiento, el proclamar lo que se atribuye, no al esfuerzo del hombre, sino al don de Dios. El dejar de pecar es cosa de Dios, mientras que el anterior pecado era cosa del error humano. Nuestro poder, repito, todo nuestro poder, es cosa de Dios. De él es nuestra vida, de él nuestra fuerza, de él tomamos y asimilamos nuestra vitalidad por la que, estando todavía en este mundo, reconocemos los signos de las cosas futuras.


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