Por: Emma-Margarita R. A.-Valdés
Amanece la gloria
en el umbral abierto a la esperanza.
La Voz se manifiesta
como las Escrituras anunciaban.
María Magdalena
absorta le contempla y Él le manda
llevar a sus amigos
la Verdad revelada en sus palabras.
Dos discípulos quieren comprobarlo,
en el suelo, ordenada, la mortaja,
signo de la Resurrección,
y a uno de ellos se le conmueve el alma.
Se reúnen, por miedo, en el Cenáculo,
con las puertas cerradas
Al atardecer de aquel glorioso día,
el primero de la feliz semana,
se aparece Jesús a sus discípulos,
en el lugar en el que se encontraban.
Saluda con la Paz
y les muestra las manos taladradas
y su costado hendido
por la última lanzada.
Les envía a cumplir con la misión.
El Espíritu Santo les inflama.
Les da el poder de perdonar pecados.
Tomás, que era discípulo, no estaba,
no creería sin ver
lo que sus compañeros le narraban.
Ocho días después,
Jesús dijo a Tomás que comprobara.
Tomás tocó y creyó.
Señor mío y Dios mío, es la plegaria
que pronunció el incrédulo
por la gloria que ante él se desvelaba.
Las almas que, sin ver, en Él confían
son bienaventuradas.
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