viernes, 23 de diciembre de 2011

LAS POSADAS MEXICANAS


1a parte:

Cada año, al mediar diciembre, hace su bulliciosa aparición el tema inagotable de las Posadas. ¿Qué mexicano de verdad puede hacer caso omiso de vivir la alegría de una noche, al menos, de este novenario?

El neopaganismo imperante ha multiplicado en nuestro medio los torpes remedos mundanos de la bellísima tradición. Empero, hasta cierta medida, los años más inmediatos parecen atestiguar una reacción no desdeñable por parte de muchos que quieren volverla a sus cauces de otros días, menos cosmopolitas pero sin duda más limpios. Bien hayan los que entienden el secreto recóndito de esa “sonriente austeridad” que late en la entraña de México, y que fulge, radiosa, en el “espejo diario” de su autenticidad tradicional.

Porque en los substratos íntimos de México se asocian –sin posibilidad de divorcio- lo nacional y lo religioso, tal como se asocia en las Posadas. En ellas, México de siempre, en su espléndida expresión sociológica, esa que para ser como es no pide permiso a las cuartillas constitucionales escritas. Porque esa ha sido puntualmente nuestra sabiduría en cuanto pueblo: seguir creyendo en medio de la corriente de irreligiosidad que ha señoreado a algunos, seguir esperando, seguir deseando la plenitud de Cristo como centro animador de nuestra vida colectiva. Y, en inevitable comparación, bien puede decirle México a Cristo, con los versos encendidos y profundos del poeta Echeverría del Prado:

“Te pierden los que, en ellos consumidos,
y en busca de sus nadas andariegos,
sólo han hallado “su verdad”, perdidos”.

Otros pueblos han buscado, egocéntricamente, “su verdad” en el poderío del oro, en el endiosamiento de la razón, en la mera pujanza militar. México, por el contrario, reitera su fidelidad al ideal de Cristo:

“Yo te declaro prenda de mis fuegos
por los oídos que no son oídos
y por los ojos que de ver son ciegos…”
………………………………………...
“Y brilla mi razón con tu reflejo
más que en el Todo que me das contigo,
en la sombra que soy cuando te dejo”.

Así es. Cuando la patria se alejase del Sol espiritual que ha alumbrado su existencia al través de la historia, no sería más que eso: una sombra de patria. México no sería México si alguna vez dejase a Cristo.

Este tiempo de Adviento, en la intención de la Liturgia católica, es época de expectación, de espera del advenimiento de Aquel que da salud a individuos y pueblos. Es un deseo ardoroso, inmenso y enamorado de que se cumpla, una vez más, el milagro pacificador de la Gruta de Belén. Y ya en la inminencia del fausto suceso, exige el amor hacer cohorte y compañía a la Madre Virgen y a José en su penosa caminata hacia la ciudad de David, adonde los solicita el edicto del censo de Tiberio, involuntario pero eficaz instrumento de Dios para que se realicen las profecías mesiánicas. Y todo México, en ese relicario de su espíritu que es cada familia, acompaña a lo largo de las nueve jornadas el andar de los Santos Peregrinos, hasta la noche en que todos los gozosos presagios se resuelven en el acaecimiento que parte en dos la cronología material y moral del hombre: la Natividad por antonomasia, la Natividad de Jesús.

Mientras esa noche llega, las casas en que sigue alentando lo mejor de la mexicanidad, se enfiestan con la gema más preciosa de nuestras alegrías populares. Cada noche del novenario, se pide y se da posada, con un regocijo que a ningún otro se parece, y en el que la letanía, los rezos, y el estallar de pólvora, y el quebrar de piñatas integran un todo acordado y armonioso en el que lo mismo las plegarias que las golosinas responden a una misma y sola dicha substancial: la de la espera del Niño Dios.

Venciendo la maldad de estos años en que los hombres han enconado las manifestaciones del odio, es en tales noches cuando todos nos sentimos buenos, nos adivinamos niños. Y entonces, el corazón de México, bajo la dulce benevolencia del firmamento en que tiemblan, unánimes luceros navideños, hace suya la estrofa del poeta ya nombrado:

“Padre, dame la voz con que alumbraste
el silencio de todas las estrellas;
quiero gritar en brillo, que es de ellas
la luz del polvo de que nos formaste.

“Quiero que todo sienta que incendiaste
al dejarnos perdidos en tus huellas,
polvo de amor para distancias bellas
bajo el misterio donde nos llamaste.

“Pon el grito de luz de que estoy lleno
al borde de la rima en que me guías
hacia donde eres Dios y Nazareno,

“y entonces yo podré, con armonías,
colgar del pensamiento mirra y heno
para que nazcan tus epifanías”.

2a parte:

Fiestas de los cinco sentidos corporales y de las tres potencias del alma, el hombre entero halla en este novenario de Adviento, cobijo, manjar y fogón de posada milenaria… ¿Cómo olvidarlo?...

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No es posible desechar del recuerdo aquel sabor de cosa elemental, de proyección directa del alma no tocada por el “sofisticamiento” modernista, a ese complejo bullanguero y devoto a la vez en que tienen asiento propio el tostado sabor de crujientes cacahuates, la golosina de las confiterías, el terrícola regusto a aljibe de las jícamas, el jugo aromático y citroso de limas y naranjas. Confundidos en la añoranza, ponen unción en ella el tumulto explosivo de los cohetes cortando la frialdad de las noches y rimando su olfativa reliquia de pólvora quemada con “El santo olor” de la repostería hogareña. Y aquel vestir el alma cada una de las nueve jornadas con el hábito del peregrino, para hacer cohorte a los Santos viandantes en el camino al Belén en que se empadrona –en el censo para el tributo definitivo de amor y de fe- el “claro Occidente” cristiano, esa “muchedumbre de naciones del otro lado del mar”, que dijo la voz profética de la Escritura.
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Era el enhebrarse ritual de la letanía con avemarías y padrenuestros. Y era la llama de las velas policromas de la procesión, alumbrando rutas de Tierra Santa por las nobles baldosas del patio y por los enmaletados corredores hogareños. Y era el candor entusiasta de aquel reiterado auto sacramental colectivo del pedimento de posada. Y era el prodigio escénico de los Nacimientos en que la tierna fe de nuestros mayores ponía toques de ilusionado arrullo en los abigarrados escuadrones de ángeles rubios, cisnes albeantes e indios chinamperos en breves xochimilcos de espejos; y en los ribazos alfombrados por milpas y magueyeras autóctonas que coronaban chozas típicas de nuestra Meseta Central.
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Pues, ¿y la gloria ubérrima de las ventrudas piñatas?...
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Es casi lo único que va quedando de la rica liturgia de las antiguas posadas. Su popularidad se sigue escondiendo tras las suntuosidades oropelescas del cartón pintado y el papel de china, en las prometedoras oquedades del tepalcate, con un prestigio, en las mentes infantiles, de mitológicos cuernos de la abundancia… (Los precios, hoy también mitológicos ¿pondrán este año la nota de mezquindad y desencanto en la amotinada algarabía de los ojos vendados y el ábrete-sésamo-a-la-fuerza del palo en molinete?).
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¿Qué sorpresas nos traerá a todos la piñata nacional?... Serán sus dádivas las que esperan millones de niños chicos y grandes, o se resquebrajará con ruido de nuez vana, dejando escapar una orgía intrascendente de confetti?... Augurio es éste que omiten las páginas infantiles del más antiguo Galván.
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Pero en todo caso, aun la pobreza misma no es obstáculo para el gozo limpio del alma colectiva mexicana si a estas noches prenavideñas en un mundo que se aleja del sublime mensaje de Cristo, no se les deja morir su ánima y su estilo, que diría López Velarde. Si a ellas se lleva no la intención dislocada de las bacanales,  sino la dulce voluntad penitencial –en que la austeridad y el júbilo se hermanan- de rectificar los rumbos espirituales de los pueblos, empezando por la propia casa, como la caridad bien entendida aconseja.
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Si en la vieja casona de la Patria, todavía tan grande que el tren de los grandes propósitos puede transitar por ella “como un aguinaldo de juguetería”, sabemos pedir posada cual cumple a la hidalguía de nuestro linaje, con fe en el Supremo Huésped de la Historia y en las insospechadas virtualidades del esfuerzo de México, no hay duda de que después de la obligada instancia, se nos abrirán las puertas, sin declarársenos que “aquí no hay mesón”.
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Y sin temor a desencantos volveremos a partir una y mil veces la piñata con que todos –niños y viejos- seguimos soñando.

Autor: Oscar Méndez Cervantes

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3 comentarios:

  1. http://www.youtube.com/watch?v=aRIIoVzLBv0&feature=youtu.be

    Milagro en el nacimiento más grande del mundo

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  2. Excelentes ambas partes. Pluma fina y castiza con un mensaje genuiamente católico y mexicano; inaccesible lectura para quienes -como cierto precandidato presidencial- no acostumbran lecturas que no sean gacetillas, notas y discursos.
    Felicidades por su blog, cada vez me gusta más.

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  3. Te agradecemos por los datos de ese enlace. Ya elaboramos un post con ese video, gracias a tu información.
    Un abrazo en Cristo.
    Atte
    CATOLICIDAD

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