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Padre Alberto Hurtado S.J. |
El exceso del mal de la época en que nos ha tocado vivir excita en las almas nobles un deseo de cumbres. El católico debe ser un perpetuo inconformista con el mal de su época; jamás resignado a la vulgaridad, jamás pactando con las pequeñeces e imperfecciones. Es lo suficientemente realista para saber que "es necesario que haya escándalo", pero al mismo tiempo está lleno de esa confianza "que vence al mundo". Él es una perpetua oposición al mundo en lo que tiene de malo. Nunca se resigna al evangelio del pecado. Por eso es incomprendido: se le tacha de soñador, de quimérico, de quijote, y no por eso se desalienta. Observa el mal, lo juzga con serenidad, pero no lo hace norma de su vida, sino que procura cambiarlo; no es un iluso, sino un hombre de fe*.
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Hecho curioso, paradoja cruel. Nunca como hoy el mundo ha manifestado tantos deseos de gozar, y nunca como hoy se había visto un dolor colectivo mayor. Al hambre natural de gozo, propia de todo hombre, ha venido a sumarse la serie de descubrimientos que ofrecen hacer de esta vida un paraíso: la radio que alegra las horas de soledad; el cine (cuando es bueno y correcto) que armoniza fantásticamente la belleza humana, el encanto del paisaje, las dulzuras de la música en argumentos dramáticos, que toman a todo el hombre; el avión que le permite estar en pocas horas en Buenos Aires; en Nueva York, en Londres o en Roma... la cordillera que ve invadida su soledad por miles de turistas que saborean un placer nuevo: el vértigo del peligro; la prensa que penetra por todas las puertas aún las más cerradas por el estímulo de la curiosidad, por la sugestión del gráfico y de la fotografía. Fiestas, Excursiones, Casinos, Regatas, todo para gozar... Y sin embargo, hecho curioso, el mundo está más triste hoy que nunca; ha sido necesario inventar técnicas médicas para curar la tristeza. Frente a esta angustia contemporánea muchas soluciones se piensan a diario:
Unas soluciones del tipo de la evasión. En su grado mínimo es huir a pensar; atontarse... Para eso sirve maravillosamente la radio, el auto, el cine, el casino, el juego, ¡ruina de la vida interior! Se está, no me atrevería a decir ocupado, pero sí, haciendo algo que nos permita escapar de nosotros mismos, huir de nuestros problemas, no ver las dificultades. Es la eterna política del avestruz. Los turistas que vienen a estas lindas playas ¿qué hacen aquí en el verano sino eso? Playa, baño, baño de sol, aperitivo, almuerzo, juego, terraza, cine, casino, hasta que se cierran los ojos para seguir así, no digo gozando, sino «atontándose». Esta política de la evasión lleva a algunos más lejos, a la morfina, al «opio» que se está introduciendo, al trago, demasiado introducido, e incluso al suicidio. Nunca me olvidaré de uno que me tocó presenciar en Valparaíso.
Otros, más pensadores, no siguen el camino de la «evasión», sino que afrontan el problema filosóficamente y llegan a doctrinas que son la sistematización del pesimismo.
Para ambos grupos el fondo, confesado o no, es que la vida es triste, un gran dolor, y termina con un gran fracaso: la muerte. Y sin embargo, la vida no es triste sino alegre, el mundo no es un desierto, sino un jardín; nacemos, no para sufrir (como hace el masoquista), sino para gozar (en el correcto sentido todo lo que es lícito); el fin de esta vida no es morir sino vivir. ¿Cuál es la filosofía que nos enseña esta doctrina? ¡¡El Cristianismo!!
Hay dos maneras de considerarse en la vida: Producto de la materia, evolución de la materia, hijo del mono, nieto del árbol, biznieto de la piedra, o bien Hijo de Dios. Es decir, producto de la generación espontánea, de lo inorgánico, o bien término del Amor de un Dios todo poder y toda bondad.
Claro está que para quien se considera hijo de la materia, y pura materia, el panorama no puede ser muy consolador. La materia no tiene entrañas, carece de corazón, ni siquiera tiene oídos para escuchar los ruegos, ni ojos para ver el llanto.
Pero para quien sabe que su vida no viene de la nada, sino de Dios, el cambio es total. Yo soy la obra de las manos de Dios. Él es el responsable de mi vida. Y yo sé que Dios es Belleza, toda la belleza del universo arranca de Él, como de su fuente. Las flores, los campos, los cielos, son bellos, porque como decía San Juan de la Cruz pasó por estos sotos, sus gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura.
El cristiano no pasa por el mundo con los ojos cerrados, sino con los ojos muy abiertos, y en la naturaleza, en la música, y en el arte todo... goza, se deleita, ensancha su espíritu porque sabe que todo eso es una huella de Dios, que todo eso es bello, que esas flores no se marchitan... porque su belleza más completa y cabal la va a encontrar en el mismo Dios.
«Dios es amor», dice San Juan al definirlo, y nosotros nos hemos confiado al amor de Dios (1Jn 4,8.16). Todo lo que el amor tiene de bello, de tierno: entre padre e hijo, esposo y esposa, amigo y amiga, todo eso lo encontraremos en Él, pues es amigo, esposo, más aún, Padre. Estamos tan acostumbrados a esta revelación de la paternidad divina que no nos extraña. Dios, Señor, sí, pero ¿Padre? ¿Padre de verdad? Y de verdad, tan verdad es padre: «Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios» (1Jn 3,1). Cuando oréis... ¡Mi Padre y Padre vuestro! Padre que provee el vestido, el alimento, Padre que nos recibe con sus brazos abiertos cuando hemos fallado a nuestra naturaleza de hijos y pecamos. Si tomamos esta idea profundamente en serio, ¿cómo no ser optimistas en la vida?
Dolores: ni la muerte misma enturbia la alegría profunda del cristiano. Los antiguos, ¡cómo la temían! ¡La gran derrota! En cambio, para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó clavados en su cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (cf. Jn 19,34)...
La Iglesia y los hogares cristianos, deben ser centros de alegría; un cristiano siempre alegre, que el santo triste es un triste santo. Jaculatorias del fondo del alma, contento, Señor, contento. Y para estarlo, decirle a Dios siempre: «Sí, Padre». Cristo es la fuente de nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices**.
*R.P. Alberto Hurtado S.J. (Sobre la educación en la Acción Católica).
**R.P. Alberto Hurtado S.J. (Conferencia "Pesimistas y optimistas" pronunciada en Viña del Mar).
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Pues lamentablemente Hurtado estaba teñido de la heterodoxa nouvelle Telologie que influyó peyorativamente en el V II. Los resultados están a la vista.
ResponderEliminarNo conocemos todos sus escritos para poder opinar sobre lo que nos señala de que el P. Hurtado estaba teñido de la heterodoxa nouvelle Telologie. No es un autor que hayamos leído mucho.
ResponderEliminarNosotros encontramos estos dos textos que no nos parecen heterodoxos. Incluso, el primero estaba en un sitio bastante tradicional.
Ya hemos advertido que CATOLICIDAD cuando publica algún escrito de alguien, no significa que necesariamente avale toda la obra de ese autor.
Agradecemos su comentario y trataremos de ver otros escritos de él, para confrontarlos con su interesante opinión.
De uno u otro modo, hay que tener presente que algunos autores de buena fe y correcta intención, pueden estar mal influenciados por alguna corriente de pensamiento heterodoxa en algún(os) tema(s).
Un abrazo en Cristo
Atte
CATOLICIDAD