Dos amigos van andando, en pleno bullicio de una gran ciudad, el buen tiempo que siempre hace, incita más a la gente, a pasear y sentarse en las terrazas de los bares. De pronto uno de los dos, se para y le dice al otro: "¿Oyes el canto de ese jilguero?" El cuestionado se detiene también y pone atención para escuchar. Pasado un breve momento contesta: "Yo no oigo nada, salvo el ruido de la gente y los coches que pasan, como se nota que te gusta la ornitología y que por tu amor a ella, hayas ejercitado tu oído". El amigo ornitólogo, no le contestó nada; simplemente dejó caer al suelo unas monedas. Al ruido de éstas inmediatamente varias personas que pasaban por ahí, unas se pararon y otras se volvieron para mirar y determinar si las podían levantar. El amigo ornitólogo, le dijo al otro: "¿Ves?, oímos lo que queremos oír y oímos mejor cuando el ruido lo produce algo que nos interesa."
Generalmente sólo atendemos y percibimos lo que nos importa, lo que consideramos que nos va a traer algún beneficio material inmediato. Pero, ¿escuchamos a Dios?. ¿Realmente nos interesa oírlo?. ¿Sabemos, en realidad, cómo escucharlo?
Por poner algunos ejemplos: Dios habla por medio de los sucesos que nos hacen adivinar su Voluntad o a través de la lectura de un buen libro o mediante la explicación de una buena homilía...Dios habla en la intimidad de la oración bien hecha; su voz está presente en el buen consejo de un padre o un sacerdote; también se le encuentra al reflexionar las meditaciones de los santos o en las mociones internas que nos envía, esto es por la súbita llegada de un buen pensamiento o una idea que favorecerá nuestra vida y nuestro progreso espiritual. Está ahí en las orientaciones de un buen confesor o mediante la voz de la propia conciencia que nos reprocha algo. Dios se comunica con nosotros por medio de su Palabra escrita en las Sagradas Escrituras y por el Magisterio infalible de la Iglesia; por supuesto, también por la Tradición que custodia la Institución por Él fundada. A veces por las reflexiones que realizamos luego de leer un buen post o de ponernos a meditar en aspectos espirituales. ¡Su voz nos llega de tantas formas!. Más aún: nos habla más claro -aunque parezca paradójico- por medio del silencio. Fuera del bullicio, en la quietud, en la ausencia de ruido, en la soledad. Ahí, muchas veces, son más claras sus mociones. En la paz y silencio de un templo, ante su Presencia Real expuesta en la custodia o en el sigilo de la naturaleza o, bien, en el que dulcemente acompaña a la majestad de la noche.
Recordemos que después de explicarle a la gente la parábola del sembrador, el Señor les dijo:
“El que tenga oídos, que oiga. Acercándosele los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas en parábolas? Y les respondió diciendo: A vosotros os ha sido dado a conocer los misterios del reino de los cielos; pero a esos, no. Porque al que tiene se le dará más y abundará; y al que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado. Por esto les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden; y se cumple con ellos la profecía de Isaías que dice: “Cierto oiréis y no entenderéis, veréis y no conoceréis. Porque se ha endurecido el corazón de este pueblo, y se han hecho duros de oídos, y han cerrado sus ojos, para no ver con sus ojos y no oír con sus oídos, y para no entender en su corazón y convertirse, que yo los curaría”. ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron”. (Mt 13,9-17).
¡Escuchemos la voz de Dios! Atendamos su Palabra. Ejercitemos nuestro oído por amor a Él. Nos habla de muchos modos, siempre para nuestro propio bien. No seamos de los que viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden. Ésta sería nuestra peor desgracia.
Además, la atención a la voz de Dios se debe extender, en el católico, a todos sus hermanos. El cristiano atiende también la voz del necesitado. Escucha al amigo en problemas o urgido de una orientación positiva. Le importa realmente lo que atañe y preocupa a los demás. Dialoga atendiendo a lo que el prójimo desea e interesa. Sabe escuchar a su cónyuge, a sus padres, a sus hijos... Esto es, a sus amigos, parientes y conocidos en general. En fin, sabe oír y entender a todos. No se encierra en su egoísmo, ni oye sin escuchar. Atiende realmente al prójimo y le importa éste.
Así debe ser. Pero, ¿en verdad actuamos así o sólo escuchamos lo que nos reporta un beneficio material exclusivo para nosotros? ¿Tenemos esa generosidad de alma o nos encerramos en nuestro egoísmo sin escuchar ni la voz de Dios ni la del prójimo?
¡Señor: Tú que curaste a los sordos, abre nuestros oídos que están cerrados a tu voz y a las necesidades del prójimo! ¡Que nuestros ojos vean y nuestros oídos entiendan! Te lo suplicamos. No queremos ser sordos voluntarios. Cúranos, por piedad, de nuestra sordera.
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