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Mural del pintor jalisciense Gabriel Flores (1930-1993), alusivo al acto del heroico joven cadete Juan Escutia, durante el bombardeo de las tropas estadunidenses al Castillo de Chapultepec, en 1847. La obra se puede ver en el techo de una de las escalinatas del mismo Castillo. |
No le es dable al hombre una vida con ausencia de símbolos. Hay en ellos, siempre, más o menos intensa, más o menos trascendente, una secreta vibración humana que los unge de maravillosos prestigios y les otorga una invencible resonancia social. El poder y la huella del símbolo en el hombre, son inmortales.
.¿Quién puede prescindir, en las cotidianas urgencias, de los símbolos orales o escritos del lenguaje, de los signos matemáticos, o aun de algo tan trivial como los ademanes indicativos del vigilante de tránsito o las luces convencionales del semáforo? ¿Podremos excusarnos de las arras y el anillo al unirnos en católico matrimonio? ¿Es posible concebir una religión auténtica sin la augusta riqueza de símbolos de la iconografía sagrada y la liturgia?... La vida de milicia, ¿es propiamente imaginable sin el saludo a las jerarquías castrenses, sin la presentación de armas, sin los galones, estrellas, águilas u otros objetos que cumplen cabalmente una función emblemática: en fin, sin una bandera que encarna valores supremos para el guerrero y que a su vez suscita impresionantes simbolismos subordinados como la salva de artillería, el toque de cornetería y tambores?... ¿Pueden hacerse a un lado, sin mengua de nuestra humana condición, los signos exteriores de cortesía, de reverencia, de amor, materializados en el ademán de descubrirse, en el abrazo, en el obsequio de un presente?...
A poco considerar, caemos en la cuenta del número extraordinario de símbolos que perforan, en todas direcciones, nuestra existencia. Y nuestro espíritu llega a tenerlos en estima tal que, con el tiempo, ha venido a inclinarse a otorgar, de preferencia, la calidad de símbolo a aquello que por una analogía de naturaleza o por el artificio de una convención le recuerdan la excelsitud de objetos o atributos de orden singularmente moral e intelectual.
Así, en el ámbito de las letras, una de las íntimas razones de la vigencia constante de la Divina Comedia –a pesar de la metamorfosis del gusto en cada generación- fíncase en su índole de alegoría, que no es sino una especie ilustre del género de los símbolos. La magistral perfección simbólica del Quijote o del Burlador sevillano da –a qué dudarlo- una de las claves de su perennidad. Si algo hay, pues, humano, ello será el símbolo. No es extraño que esa humanísima etapa histórica que fue la Edad Media –“enorme y delicada”, según sentencia memorable- haya vivido transida de simbolismo hasta la médula. He ahí el excelso porqué de la heráldica, que ahora sólo logra de las muchedumbres deshumanizadas de nuestros días una sonrisa de estulto desprecio. Ese gesto viene a ser, puntualmente, un símbolo de pobreza espiritual: hombre sin amor a los símbolos es hombre inferior.
Nos son tan necesarios, llegan a ser amados de nosotros por tal manera, que cuando los símbolos se han incorporado a sí la subyugadora excelencia de los valores más altos, somos capaces de entregarles la vida. Preferimos salvar la esencia que en ellos vive, a la propia existencia.
El arriesgar ésta, fue una exquisita flor espontánea de los tiempos caballerescos, en el empeño por mantener invicta la energía significativa de un blasón, de un escudo de armas, en cuanto ello era equivalente a romper lanzas por lo que, en símbolo, cifra la virtud, la tradición de un estirpe. Por eso, también Cervantes pudo decir con verdad –“puesto ya el pie en el estribo” de la muerte, en su “Persiles” póstumo: “Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe”. Bello aforismo que subraya el amor que en una monarquía exalta el símbolo de la persona del Rey. No en balde Charles Péguy osó afirmar: “El único valor, la sola fuerza del realismo está en que el rey es más o menos amado”. Menester es confesar que en este orden de cosas, el vigor simbolizador del monarca no ha encontrado hasta ahora paralelo. No se le ha hallado un “erzats” eficiente. Cuanto más se acerca un caudillo al tipo real, más fácilmente se deja matar por él su séquito.
La misma entrañable estimativa de los símbolos, resuelve el enigma o locura que para el sin patria viene a ser el holocausto del Héroe Niño de Chapultepec, en aras del culto a la bandera. Un rasgo tal, carece del sentido si se ignora el más noble sillar que estructura el edificio psicológico de un héroe. Ello descifra, asimismo, la aparente sinrazón del mártir anónimo de la Vendée que, hacha en mano, defiende, solo, ante la muchedumbre encanallada de soldados de la Revolución francesa, la vieja Cruz de su aldea. Cayó, aplastado por el número. Pero su símbolo –el más levantado y dulce de la Historia-, a pesar del derribo sacrílego al fin consumado, era indestructible. Su defensor pudo haber declarado, con el Poeta, al diabólico segador de cruces, lo baldío de su empeño:
Sección Editorial
“Es inútil… De cruces de madera
puedes barrer los campos y los suelos.
Nuestra Cruz no es de piedra ni de leño.
Nuestra Cruz es de idea y geometría
y es inviolable como el sueño
y es inmortal como la alegoría.
Nuestra Cruz es el corte de dos puros anhelos,
¡y no tiene volumen donde poderla herir!
Basta soñarla: basta con un trazo
¡Donde exista un suspiro y un abrazo
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Autor: Oscar Méndez Cervantes
Nota al video: Naturalmente la dama que pudiera ser la muerte es una alegoría, pues la muerte no es un ser y finalmente puede entenderse como la madre que, cantándole nanas -canciones de cuna- recibe el alma del héroe caído.
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Ver también:
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¡Viva México! ¡Vivan los Niños Héroes!
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