viernes, 28 de septiembre de 2012

TRATA DE HACERTE AMAR Y ENTONCES TE HARÁS OBEDECER


Hace ahora más de un siglo, vivía con sus dos hermanos, en un modesto caserío del Piamonte, un niño de condición bien modesta. Precozmente huérfano de padre, no tuvo él, que había luego de ser llamado padre de los huérfanos, sino los cuidados maternos.

¡Con cuánta sabiduría educó esta aldeana sencilla a su hijo!, sin más instrucción que la guía del Espíritu Santo, en el sentido más completo y más elevado de la palabra educación. Se puede decir que la Iglesia misma lo ha reconocido, elevando a los altares a aquel cuya fiesta se celebra hoy con el nombre de San Juan Bosco.

Este humilde sacerdote, que vino a ser más tarde una de las glorias más puras de la Iglesia y de Italia, fue un maravilloso educador, y por eso, su vida os ofrece, amados hijos e hijas, futuros padres y madres de familia, las más útiles y saludables lecciones.

Cuando Dios confía un niño a los esposos cristianos, parece como repetirles lo que la hija de Faraón dijo a la madre del pequeño Moisés: “Toma este niño y edúcamelo”. Los padres son, en la intención divina, los primeros educadores de sus hijos.

Conviene, sin embargo, reconocer que, en las actuales condiciones de la vida social, la urgente preocupación del pan cotidiano les hace a veces difícil el pleno cumplimiento de un deber tan esencial.

Esta misma era la situación cuando Juan Bosco cuidaba ya de ayudar, y cuando era preciso sustituir a los padres en este su grave oficio. Que él estaba providencialmente destinado a esa misión, su corazón se lo decía con una atracción precoz; su alma tuvo como una revelación de ello en un sueño de sus primeros años, en el cual vio animales salvajes cambiados súbitamente en mansos corderos que él conducía dóciles al pasto.

Para conocer cómo realizó este sueño, viene bien recordar la educación que recibió y la que dio; la una está en él unida a la otra; la madre que él tuvo explica en gran parte cómo fue padre para los demás.

Don Bosco, al fundar su primera casa de educación y de enseñanza, quiso llamarla “no laboratorio, sino oratorio“, como él mismo dijo, porque intentaba crear ante todo un lugar de oración, “una pequeña iglesia donde reunir a los muchachos”.

Pero su idea era precisamente que el oratorio viniese a ser, para los chicos allí recogidos, como un hogar doméstico.

¿No era eso acaso por lo que mamá Margarita había hecho para él de la casita de los Becchi una especie de oratorio? Imaginaos allí a la joven viuda con los tres niños arrodillados para la oración de la mañana y de la noche; vedlos semejantes a pequeños angelitos, con sus vestidos de fiesta que ella ha sacado con exquisito cuidado del armario, dirigirse a la aldea de Murialdo para asistir a la Santa Misa. Al mediodía, después de la frugal refección en que el único dulce era un trozo de pan bendito, vedlos reunidos en torno a ella. Ella les recuerda los mandamientos de Dios y de la Iglesia; las grandes lecciones de Catecismo, los medios de salvación; después cuenta, con la delicada poesía de las almas puras y de las imaginaciones populares, la trágica historia del dulce Abel y del malvado Caín, el idilio de Isaac y de Rebeca, el misterio inefable de Belén, la dolorosa muerte del buen Jesús, puesto en cruz sobre el Calvario; ¿quién puede medir la influencia profunda de las primeras enseñanzas maternas?

A ellas atribuía Don Bosco, una vez sacerdote, su tierna y confiada devoción hacia María Santísima y la Hostia Divina, que otro sueño le mostró, más tarde, como las dos columnas a las cuales debían anclarse las almas de sus alumnos, sacudidas como frágiles naves en el mar tempestuoso del mundo, para encontrar la salvación de la paz.

La religión es, pues, el primer fundamento de una buena educación. Pero a ella quería Don Bosco que estuviese asociada la razón, la razón iluminada por la fe: esta verdadera razón, como indica el origen mismo de la palabra latina “ratio”, consiste, sobre todo, en la medida y en la prudencia, en el equilibrio y en la equidad.

¿Sería, por ejemplo, coherente querer corregir en un niño los defectos en que diariamente se incurre ante él? ¿Quererlo sumiso y obediente, si en su presencia se critica a los jefes, a los superiores eclesiásticos y civiles, si se desobedece a las órdenes de Dios o a las leyes justas del Estado? ¿Sería razonable querer que vuestros hijos sean leales, si vosotros sois maliciosos; sinceros, si vosotros sois mentirosos; generosos, si vosotros sois egoístas; caritativos, si vosotros sois violentos y coléricos?

La mejor lección es siempre la del ejemplo. En el caserío de los Becchi mamá Margarita no hacía demasiadas exhortaciones al trabajo. Mas, como había desaparecido el jefe de familia, la animosa viuda ponía ella misma su mano al arado, a la hoz, a los aparejos, y con su ejemplo –según leemos– cansaba a los mismos hombres contratados en tiempo de la siega y de la trilla.

Formado en esta escuela, el pequeño Juan, a la edad de cuatro años, tomaba ya parte en el trabajo común cardando cáñamo, y cuando ya era anciano, consagraba todo el tiempo al trabajo dando únicamente cinco horas al sueño hasta velando una noche entera cada semana. No hace falta confesarlo, sobrepasaba los justos límites de la razón humana. Pero la razón sobrenatural de los santos admite, sin imponerlos a los demás, estos excesos de generosidad, porque su sabiduría está inspirada en el insaciable deseo de ser gratos a Dios, y su ardor está estimulado por un filial temor de disgustarle y por un vivísimo anhelo de bien.

¡Disgustar a un padre o a una madre: supremo dolor de un niño bien educado! Esto es lo que Juan Bosco había aprendido en su hogar doméstico, donde un ademán, una mirada entristecida de la madre, bastaban para hacerlo arrepentirse de un primer movimiento de enfado infantil.

Por eso quería él que el educador utilizase como principal medio de acción una solicitud constante, animada por una ternura verdaderamente paterna. De igual modo deben los padres dar a los hijos el tiempo mejor de que dispongan, en lugar de disiparlo lejos de ellos, en distracciones peligrosas o en lugares a donde se sonrojarían de conducirlos.

Con este amor dirigido por la razón, y con esta razón iluminada por el espíritu de fe, la educación familiar no estará sujeta a aquellos deplorables vuelcos que con frecuencia la comprometen: alternativas de una debilidad indulgente y de una severidad ruda; el paso de una condescendencia culpable que deja al niño sin guía, a la corrección violenta que lo deja sin socorro. Al contrario, la ternura experimentada de un padre o de una madre, a la que corresponda la confianza filial, distribuye con igual moderación, porque es dueña de sí misma, y con igual éxito, porque posee el corazón de sus hijos, los elogios merecidos y los reproches necesarios.

“Trata de hacerte amar –decía San Juan Bosco– y entonces te harás obedecer con toda facilidad”.

Que podáis también vosotros, recién casados, futuros padres y madres de familia, reproducir en vuestras casas algo de este santo ideal.


Alocución de S.S. Pío XII del 31 de Enero de 1940. Tomado de Discursos de Su Santidad Pío XII a los recién casados entre los años 1939 y 1943. Título del post de CATOLICIDAD.
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