AUTOR: PBRO. RAÚL HASBÚN Z.
"Hijos míos, me queda poco tiempo para estar con vosotros": Jesús sabe que está a horas de su arresto, flagelación y muerte en la cruz. Es el momento para trasmitir a los suyo lo que más gravita en su corazón, el encargo más sustantivo que ha de ser cumplido. El Señor va a pronunciar su testamento.
¿Qué bienes podría dejar a sus discípulos ese Maestro que no tenía dónde reclinar su cabeza? Los bienes materiales son precarios, se desgastan, están expuestos al robo o desaparición. Al compartirse, disminuyen. Su posesión, o la expectativa de poseerlos, suele generar contiendas capaces de emponzoñar el corazón. El Maestro que en pocos minutos más elevará su oración sacerdotal, rogando al Padre que sus discípulos sean uno, así como el Padre y su Hijo son uno, quiere dejarles un bien espiritual. Consistirá en un mandamiento.
¿Qué sientes, Pedro? Tú, que habías preguntado por la recompensa para quienes lo dejaran todo por seguir a Cristo ¿no te habían respondido que recibirías padre, madre, hijos, hermanos, tierras y casa al ciento por uno (además de algunas persecuciones)? Ahora, en cambio, sólo te ofrecen un mandamiento: algo que tú debes hacer, aunque no te guste. ¿Y qué sientes, Juan, qué sientes, Santiago, hijos del Zebedeo, que habían suplicado puestos de honor y poder, los más cercanos al Rey? Aunque sólo se les prometió, en su momento, un bautismo de fuego y un cáliz de amargura conservaban la esperanza de que el Padre los tuviera en primera lista para retribuirles con honorificencias el servicio prestado a su Hijo. ¿Qué sientes, Tomás, acostumbrado a ver y tocar en lugar de creer, cuando escuchas que tras tu generoso impulso de ir con Él y morir con Él sólo te aguarda, como premio, un mandamiento?
Pues sí: el testamento de Jesús es un mandamiento. El patrimonio que deja a los suyos es más bien un legado que impera hacer algo. ¿Qué deberán hacer los discípulos? Amarse unos a otros. ¿De qué manera? Tal como Él los amó.
Los discípulos conocían la Ley y los Profetas, que se leían cada sábado en la sinagoga. Habían escuchado aquello de "amarás a tu prójimo como a ti mismo". No tenían muy claro quién era su prójimo, y tendían a identificarlo con el que perteneciera a su familia, tribu o nación. Aún así, la vara de exigencia era muy alta: uno siempre busca y quiere lo mejor para sí. Esa misma medida ha de emplearse para amar al prójimo.
Ahora los discípulos escuchan una ampliación, una novedad en el mandamiento ya conocido. El "amarás a tu prójimo como a ti mismo" ha cedido el lugar al "se amarán unos a otros como yo los he amado". ¿Cómo percibieron ellos el amor que Jesús les había mostrado? Primero, como gratuito: Él los llamó, los amó, los gratificó porque quiso. Segundo, como permanente. Esa noche, la del testamento-mandamiento, escucharán repetidas veces: "permanezcan en Mí, como yo permanezco en el Padre y en ustedes". Y la promesa: "Yo estaré siempre con ustedes", materializada ante todo en el don de la Eucaristía. Tercero, el servicio. Acababa, el Maestro, de arrodillarse para lavar los pies a sus discípulos. El más importante es el más humilde. Pronto asistirán, aunque de lejos, a la máxima prueba de amor que Jesús les había anticipado: dar la vida por los amigos. Y al producirse el reencuentro, tras la noche de la fuga y de la negación, experimentarán la cuarta calidad y exigencia del amor de Cristo: el perdón generoso, sin reproche, que responde al agravio con una ofrenda de paz.
Amor gratuito, fiel, servicial, misericordioso (para perdonar y para pedir perdón): éste era el patrimonio que Jesús les dejaba en legado testamentario. El mandamiento y testamento antiguo, de gran valor moral, se elevaba ahora a un grado sublime de exigencia y promesa. Amar como Cristo amó, y así estar donde Cristo está: en la gloria del Padre.
¿Ya escuchaste, Pedro, el premio que te aguarda por dejarlo todo y seguir a Cristo? ¿Comprendes, Juan, comprendes, Santiago, dónde está la gloria que buscabas y en qué consiste sentarse a izquierda y derecha del Trono? Y tus manos, Tomás inquieto y dubitativo ¿no han tocado ya, en la Cena eucarística, al Verbo de Vida, Luz del mundo, Vencedor de la muerte? Discípulos, apóstoles, amigos, hijos tan amados: el testamento de Cristo es Cristo mismo! Amarlo a Él, y así amar como Él son el mandamiento más dulce, yugo suave y regocijante, testamento enriquecedor como ninguno.
"En esto conocerán todos que son mis discípulos, en que se amen unos a otros como yo los amé". El testamento es también cédula de identidad. De hecho, según narra Tertuliano, la forma de vida de los primeros cristianos suscitaba el siguiente reconocimiento admirativo: "¡miren como se aman!". Quienes así se expresaban estaban ya en camino de encontrar al Maestro: lo habían contemplado en el amor de sus discípulos. Era una señal de que el mismo Maestro ha puesto su cátedra en el corazón de todos los que, entonces y ahora, buscamos la Luz.
"Hijos míos": estas palabras de Jesús ponen ternura de madre en el corazón de un padre y maestro. María fue la gran educadora de Jesús, su escuela de amor incondicional, servicial y misericordioso. Con razón el testamento de Cristo se completará horas más tarde, cuando desde la cruz le diga a Juan, y en él a la Iglesia: "He aquí a tu madre".
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