miércoles, 28 de julio de 2010

A PROPÓSITO DEL BICENTENARIO: LA "AMBICIÓN" DE ITURBIDE


Digamos algo sobre esa tacha con que la mala fe de unos y la ignorancia de otros sigue tratando de obscurecer la legítima gloria y los rasgos verdaderos del héroe que nos dio bandera e independencia.

Convenimos con los enemigos de Iturbide en que fue ambicioso. Pero entendámonos: la ambición por sí sola no ha sido nunca nota de infamia ni de desmerecimiento. Puede, por el contrario, en muchas ocasiones, ser timbre de orgullo. La ambición, de suyo, es indiferente. Lo que la califica, lo que la hace buena o mala es el objeto al cual se encamina. ¿Cuál fue la ambición de don Agustín de Iturbide? Oigámoslo en sus propias palabras.

Dice así en su conocido Manifiesto de Liorna:

“No conozco otra pasión que la de la gloria, ni otro interés que el de conservar mi nombre de manera que no se avergüencen mis hijos de llevarlo”.

Pero los hechos, clamarán los pertinaces antiturbidistas. "Los hechos, no las palabras, son los que valen. Iturbide ambicionó una corona para satisfacer sus apetitos de lucro y de mando", dirán.

Los hechos desmienten la conseja de estos supuestos apetitos. Ni Iturbide lucró con el cetro imperial ni se desmandó en el ejercicio de la autoridad. Al contrario: si algo hubiese que censurarle sería su desmesurada paciencia con el Congreso que impidió la fecundidad de la obra iturbidiana, y cuya estúpida actuación inició puntualmente las desgracias del México independiente. Finalmente, la generosa –equivocada generosidad- abdicación que Agustín I hizo del trono a que el amor unánime del pueblo le exaltó, tiene que hacer callar a todos los fantaseos sobre su prurito de mando. Pudo con facilidad retener el poder –lo reconocen contemporáneos de los sucesos-, y no quiso derramar sangre mexicana.

Esa abdicación da plena validez a estas palabras de su Manifiesto de Liorna: “He dicho muchas veces antes de ahora, y repetiré siempre, que admití la corona por hacer a mi patria un servicio y salvarla de la anarquía. Bien persuadido estaba de que mi suerte empeoraba infinitamente, de que me perseguiría la envidia, de que a muchos desagradarían las providencias que era indispensable tomar, porque es imposible contentar a todos; de que iba a chocar con un cuerpo (el congreso) lleno de ambición y de orgullo, que declamando contra el despotismo trabajaba por reunir en sí todos los poderes, dejando al monarca hecho un fantasma, siendo él en la realidad el que hiciese la ley, la ejecutase y juzgase; tiranía más insufrible cuando se ejerce por una corporación numerosa, que cuando tal abuso reside en un hombre solo: los mexicanos habrían sido menos libres que los que viven en Argel, si el congreso hubiese llevado todos los proyectos adelante…”

No es verdad, pues, que Iturbide ambicionase el trono, lo cual, por otra parte, en nada le deshonraría si en tal ambición hubiese influido la convicción –que hubiera sido ciertísima- de no haber mejor persona para ocupar el solio, y el deseo de emplear las posibilidades del poder monárquico en beneficio de México. Lo cierto es que el sentimiento de toda la Nación se fue gradualmente polarizando en la figura del jefe del Ejército de las Tres Garantías, a medida que la campaña independiente seguía su curso. Ese sentimiento llegó a su madurez, en el sentido de dar a Iturbide la corona del Imperio, puede decirse que el día mismo de la entrada del Ejército Trigarante en la capital. Tal corriente de opinión no fue alentada ciertamente por el beneficiario de ella, pero la renuente actitud de éste no bastó para contenerla y estalló al fin en la proclamación popular que encabezó Pío Marcha, en la oficial del Congreso y en el consenso de las provincias. Y el que aceptó la corona como un acto de servicio al pueblo, merece la comprensión del rasgo y la gratitud por no haber rehuído entonces las responsabilidades del mando. Esa es la escueta verdad.

Lo había dicho ya en arenga a los oficiales de su Ejército, el 1º de marzo de 1821: “Lejos de mí cualquiera idea, cualquier sentimiento que no se limite a conservar la religión adorable que profesamos en el bautismo, y a procurar la independencia del país en que nacimos. ESTA ES TODA MI AMBICIÓN Y ESTA ES LA ÚNICA RECOMPENSA A QUE ME ES LÍCITO ASPIRAR”. Y, por último, cara a cara con la suprema realidad de la muerte, inminente el cumplimiento de la sentencia criminal que iba a privar de la vida al campeón de la mexicanidad, Iturbide afirma: “Estoy seguro de que mis ideas son rectísimas, y que los resortes de mi corazón son la felicidad de mi patria, el amor a la gloria sublime y desinterés de cuanto en algún modo pueda llamarse material… No pedí por la conservación de mi vida que ofrecí tantas veces a la patria y he expuesto muchas veces por librarla de sus enemigos… Si mi sangre había de hacer fructificar los árboles de la paz y de la libertad, con tanto gusto y tan gloriosamente la ofrecería como víctima en un cadalso como la vertería en el campo del honor, mezclándola sin confundirla con la de los enemigos de la nación. LA RUINA DE MI PATRIA Y SU DESHONRA, AÚN MOMENTÁNEA, SON LAS DOS COSAS A QUE TENGO JURADO NO SOBREVIVIR”.

Esto, dicho frente a la certidumbre de su próximo encuentro con el más allá, se avala a sí propio y hace buenas estas otras palabras de don Agustín: “Mexicanos:… Cuando instruyáis a vuestros hijos en historia de la patria, INSPIRADLES AMOR AL PRIMER JEFE DEL EJÉRCITO TRIGARANTE”.

No hacerlo es, ciertamente, actuar como renegados.

Autor: Oscar Méndez Cervantes

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2 comentarios:

  1. ¡Viva don Agustín de Iturbide, verdadero Padre de la Patria! A él le debemos nación y bandera.

    Los enemigos de México aun no lo perdonan y lanzan mil infamias y calumnias contra quien nos dio libertad e independencia.

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  2. Totalmente de acuerdo

    Vicente Ortuño

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