martes, 26 de marzo de 2013

MEDITACIÓN PARA EL MARTES DE PASIÓN por San Pedro de Alcántara


Este día pensarás en la Oración del Huerto, y en la Pasión del Salvador, y en la entrada y afrentas de la casa de Anás.

Considera, pues, primeramente cómo acabada aquella misteriosa Cena, se fue el Señor con sus discípulos al monte Olivete a hacer oración antes que entrase en la batalla de su pasión, para ense­ñarnos cómo en todos los trabajos y tentaciones de esta vida hemos siempre de recurrir a la oración como a una sagrada áncora, por cuya virtud o nos será quitada la carga de la tribulación, o se nos darán fuerzas para llevarla, que es otra gracia ma­yor. Para compañía de este camino tomó consigo aquellos tres amados discípulos, San Pedro, Santiago y San Juan, los cuales habían sido testigos de su gloriosa Transfiguración, para que ellos mis­mos viesen cuán diferente figura tomaba ahora por amor de los hombres el que tan glorioso se les había mostrado en aquella visión. Y porque entendiesen que no eran menores los trabajos interiores de su ánima que los que por de fuera comenzaba a descubrir, díjoles aquellas tan dolorosas pala­bras: Triste está mi ánima hasta la muerte. Esperadme aquí, y velad conmigo. Acabadas estas palabras, apartóse el Señor de los discípulos cuanto un tiro de piedra, y, postrado en tierra con grandísima reverencia, comenzó su oración diciendo: Padre y si es posible, traspasa de Mí este cáliz: mas no se haga como Yo lo quiero, sino como Tú. Y hecha esta oración tres veces, a la tercera fue pues­to en tan grande agonía, que comenzó a sudar gotas de sangre, que iban por todo su sagrado Cuerpo hilo a hilo hasta caer en tierra. Considera, pues, al Señor en este paso tan doloroso, y mira cómo representándosele allí todos los tormentos que había de padecer, aprendiendo perfectísimamente tan crueles dolores como se aparejaban para el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele delante todos los pecados del mundo (por los cua­les padecía) y el desagradecimiento de tantas áni­mas, que no habían de reconocer este beneficio, ni aprovecharse de tan grande y costoso remedio fue su ánima en tanta manera angustiada, y sus senti­dos y carne delicadísima tan turbados, que todas las fuerzas y elementos de su cuerpo se destempla­ron, y la carne bendita se abrió por todas partes y dio lugar a la sangre que manase por toda ella en tanta abundancia que corriese hasta la tierra. Y si la carne, que de sola recudida padecía esos dolores, tal estaba, ¿qué tal estaría el ánima que derecha­mente los padecía? Mira después cómo, acabada la oración, llegó aquel falso amigo con aquella infernal compañía, renunciado ya el oficio del Aposto­lado y hecho adalid y capitán del ejército de Sata­nás. Mira cuán sin vergüenza se adelantó primero que todos, y llegando al buen Maestro, lo vendió con beso de falsa paz. En aquella hora dijo el Señor a los que le venían a prender: Así como a ladrón salisteis a Mí con espadas y lanzas; y habiendo yo estado con vosotros cada día en el Templo, no extendisteis las manos en Mí; mas ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas. ¿Qué cosa de mayor espanto que ver al Hijo de Dios tomar imagen, no solamente de pecador, sino también de condena­do?: Esta es —dice El— vuestra hora y el poder de las tinieblas. De las cuales palabras se saca que por aquella hora fue entregado aquel inocentísimo Cordero en poder de los príncipes de las tinieblas, que son los demonios, para que por medio de sus ministros ejecutasen en él todos los tormentos y crueldades que quisiesen. Piensa, pues, ahora tú has­ta dónde se abajó aquella Alteza divina por ti, pues llegó al postrero de todos los males, que es a ser entregado en poder de los demonios. Y porque la pena que tus pecados merecían era ésta, El se quiso poner a esta pena por que tú quedases libre de ella.

Dichas estas palabras arremetió luego toda aquella manada de lobos hambrientos con aquel manso Cordero, y unos lo arrebatan por una parte, otros por otra, cada uno como podía. ¡Oh, cuán inhumanamente le tratarían, cuántas descor­tesías le dirían, cuántos golpes y estirones le da­rían, qué de gritos y voces alzarían, como suelen hacer los vencedores cuando se ven ya con la pre­sa! Toman aquellas santas manos, que poco antes habían obrado tantas maravillas, y átanlas muy fuertemente con unos lazos corredizos, hasta de­sollarle los cueros de los brazos y hasta hacerle reventar la sangre, y así lo llevan atado por las calles públicas, con grande ignominia. Míralo muy bien cuál va por este camino desamparado de sus discípulos, acompañado de sus enemigos, el paso corrido, el huelgo apresurado, la color mudada y el rostro ya encendido y sonrosado con la prisa del caminar. Y contempla en tan mal tratamiento de su Persona tanta mesura en su rostro, tanta gravedad en sus ojos y aquel semblante divino que en medio de todas las descortesías del mundo nunca pudo ser oscurecido.

Luego puedes ir con el Señor a la casa de Anás, y mira cómo allí, respondiendo el Señor cortésmente a la pregunta que el Pontífice le hizo sobre sus discípulos y doctrina, uno de aquellos malva­dos, que presentes estaban, dio una gran bofetada en su rostro, diciendo: ¿Así has de responder al Pontífice? A cual el Salvador, benignamente, res­pondió: Si mal hablé muéstrame en qué, y si bien, ¿por qué me hieres? Mira, pues aquí, oh ánima mía, no solamente la mansedumbre de esta res­puesta, sino también aquel divino rostro señalado y colorado con la fuerza del golpe, y aquella mues­tra de ojos tan serenos y tan sin turbación en aquella afrenta y aquella ánima santísima en lo interior tan humilde y tan aparejada para volver la otra mejilla, si el verdugo lo demandara.

SAN PEDRO DE ALCÁNTARA
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