viernes, 29 de julio de 2016
FRANCISCO, LOS REFUGIADOS Y LA GUERRA DE RELIGIÓN
Los católicos consideramos que el papa es infalible cuando define doctrinas de fe y moral. Fuera de eso, y en materia de juicio, el papa es un hombre como los demás y por tanto sus opiniones son discutibles.
El papa Francisco ha dicho otra vez que el mundo está en guerra. Pero ha dicho también que no es una guerra de religión, porque “todas las religiones quieren la paz”, sino que la causa de la guerra es la lucha por el poder y por el control de los recursos económicos. En el mismo discurso, ha dicho también que hay que acoger a los refugiados que huyen del hambre y la guerra.
Los católicos, como es sabido, consideramos que el papa es infalible cuando define doctrinas de fe y moral en el contexto concreto de una “solemne declaración pontificia” (el célebre “ex cathedra”). Fuera de eso, y en materia de juicio, el papa es un hombre como los demás y por tanto sus opiniones, aun cimentadas en la autoridad personal, son discutibles. No sólo son discutibles, sino que es bueno discutirlas en un ánimo de búsqueda desinteresada de la verdad.
Jorge Mario Bergoglio es un sacerdote argentino de casi 80 años que ha cubierto casi toda su vida en su país natal. Es un hombre que –como todos- pertenece enteramente a su circunstancia, es decir, a su tiempo y a su espacio. Su experiencia personal sobre la inmigración musulmana es típicamente hispanoamericana, muy semejante a la que teníamos los europeos hace cuarenta años: los inmigrantes de origen musulmán eran personas que venían a Europa a buscarse la vida desempeñando los trabajos que los autóctonos desdeñaban y tratando de integrarse en la sociedad de acogida. Aún es hoy así en buena parte de América, donde los musulmanes inmigrados (apenas tres millones entre una población total de casi mil millones) no constituyen comunidades ajenas a la sociedad de acogida. En el caso concreto de Argentina, que es uno de los países con mayor presencia islámica, hablamos de unas 600.000 personas entre una población total de casi 42 millones, es decir, el 1,4 por ciento: un porcentaje demográficamente irrelevante y socialmente anecdóctico. Con esta experiencia vital, es fácil entender que uno no perciba problema alguno en la inmigración musulmana. También era así en Europa hace cuarenta años.
Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado dramáticamente en Europa. Primero: el porcentaje de población musulmana ha crecido exponencialmente. Segundo: esa población, en buena parte, ha creado sus propias comunidades quebrando los viejos modelos de integración. Tercero: en su seno se ha expandido una radicalización identitaria que ha desembocado en la simpatía hacia el yihadismo. Cuarto: en el último año, además, nos hemos encontrado con una afluencia masiva de inmigrantes falazmente importada bajo la etiqueta de “refugiados”. Quinto: la ola de violencia que estamos viviendo en este último periodo define por sí sola la entidad del problema. Seguramente es difícil aceptarlo con la mentalidad de hace cuarenta años. Pero, hoy, eso es lo que hay.
La misma reflexión vale para esa otra hipótesis de Francisco sobre las guerras y su origen. La mayor parte de las escuelas de pensamiento del siglo XX interpretaron siempre los conflictos bajo el ángulo materialista de la lucha por los recursos. No era una interpretación incorrecta, pero sí era incompleta. Las ideas, los principios y las creencias (y también las religiones) tienen su importancia. Sobre todo cuando una religión (o una determinada corriente de ella) predica abiertamente la guerra como vía legítima para imponer su fe sobre las demás. Ese es exactamente el caso del islam, y en esto el papa Benedicto XVI acertó plenamente en su histórico discurso de Ratisbona. El islam no es una religión “como las demás”: es una teología política que lleva implícita la búsqueda y conquista del poder, como oportunamente acaba de recordar el cardenal Burke. Gustará más o menos, pero también eso, hoy, es lo que hay. Menos mal que, en estas cosas, los católicos no estamos obligados a seguir al papa. Sabiduría de la Iglesia.
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