domingo, 21 de junio de 2009

BREVE ANÁLISIS CRÍTICO DEL NOVUS ORDO MISSAE


Breve Examen Crítico del Nuevo Ordinario de la Misa


Cardenal Alfredo Ottaviani
Cardenal Antonio Bacci
BREVE EXAMEN CRÍTICO
DEL NOVUS ORDO MISSÆ
Al celebrarse en Roma en el mes de octubre de 1967 el Sínodo Episcopal se le pidió a la misma asamblea de Padres un juicio sobre la así llamada “Misa normativa”, a saber, de esa Misa que había sido excogitada por el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia. Pero el esbozo de semejante Misa suscitó perplejidades entre los Padres convocados al Sínodo, de modo tal que, de los 187 sufragios 43 la rechazaron abiertamente, 62 no la aprobaron sino juxta modum (con reservas). Tampoco se debe pasar por alto el hecho de que la prensa y los diarios internacionales anunciaron que aquélla nueva forma de la Misa había sido rechazada por el Sínodo. En cambio, las publicaciones de los innovadores prefirieron pasar en silencio el asunto. No obstante, una revista bastante conocida destinada a los obispos y que divulga las opiniones de éstos describió el nuevo rito sintéticamente con las siguientes palabras: «Aquí se ordena hacer tabla rasa de toda la teología de la Misa. En pocas palabras, se acerca a esa teología de los protestantes, que ya abolió y destruyó totalmente el Sacrificio de la Misa.»
Pues bien, en el Novus Ordo Missae, recientemente publicado por la Constitución Apostólica Missale Romanum, se encuentra desgraciadamente casi la misma “Misa normativa”. Tampoco consta que las Conferencias Episcopales, difundidas por todo el mundo, hayan sido entre tanto interrogadas, al menos en cuanto tales.
Efectivamente, en la Constitución Apostólica se afirma que el antiguo Misal promulgado por San Pío V el día 13 de julio del año 1570 (pero que en gran parte debe ser atribuido a San Gregorio Magno, y más aún, se deriva de los primitivos[1]orígenes de la religión cristiana) en los últimos cuatro siglos fue para los sacerdotes de rito latino la norma para celebrar el Sacrificio; y no es sorprendente si en tal y tan grande Misal en todas partes del mundo «innumerables y además santísimos varones alimentaron con gran copiosidad la piedad de sus almas para con Dios, sacando de él ya sus lecturas de las Sagradas Escrituras, ya sus oraciones.» Así leemos en el Novus Ordo; y, sin embargo, esta nueva reforma de la Liturgia, que arranca y extermina de raíz aquel Misal de San Pío V, es considerada necesaria por el Novus Ordo, «desde el tiempo en que con más amplitud comenzó a robustecerse y prevalecer en el pueblo cristiano el afán por fomentar la Liturgia.»
Sin embargo, con la debida reverencia, sea permitido declarar que en este asunto hay un grave equívoco; pues si alguna vez se manifestó algún deseo del pueblo cristiano, esto aconteció –estimulándolo principalmente el gran San Pío X– cuando el pueblo mismo comenzó a descubrir los tesoros eternos de su Liturgia. El pueblo cristiano no pidió nunca una Liturgia cambiada o mutilada para comprenderla mejor; pidió más bien que se entendiese la Liturgia inmutable, pero nunca que la misma fuese adulterada.
Además, el Misal Romano, promulgado por mandato de San Pío V y venerado siempre religiosamente, fue muy querido para los corazones católicos tanto de los sacerdotes como de los laicos; de tal manera que nada parece haber en ese Misal que, previa una oportuna catequesis, pueda inhibir una más plena participación de los fieles y un conocimiento más profundo de la sagrada Liturgia; y, por lo tanto, no aparece suficientemente claro por qué causa se cree que un Misal semejante, refulgente con tan grandes notas reconocidas además por todos, se haya convertido en un erial tal que ya no pueda seguir alimentando la piedad litúrgica del pueblo cristiano.
Sin embargo, la “Misa normativa”, aunque rechazada ya “sustancialmente” por el Sínodo de los Obispos, hoy es nuevamente propuesta e impuesta como Novus Ordo Missae, por más que tal Ordo nunca haya sido sometido al juicio colegial de las Conferencias Episcopales. Pero si el pueblo cristiano ha rechazado cualquier reforma de la Sacrosanta Misa (y esto mucho más en tierras de misiones), no vemos por qué causa se imponga esta nueva ley, que, como por lo demás lo reconoce la misma predicha Constitución, subvierte una tradición inmutable en la Iglesia ya desde los siglos IV y V.
Por lo tanto, como esta reforma carece objetivamente de fundamento racional, no puede ser defendida con razones adecuadas, por las cuales no sólo se justifique ella misma sino también se torne aceptable para el pueblo católico.
Es verdad que los Padres del Concilio, en el párrafo 50 de la Constitución Sacrosanctum Concilium decretaron que las diversas partes de la Misa se ordenaran de tal modo, «que aparezcan con mayor claridad el sentido propio de cada una de las partes como también su mutua conexión.» Pero de inmediato veremos cuán poco el Ordo recientemente promulgado responde a esos deseos, de los cuales apenas parece quedar allí algún recuerdo.
Pues examinando con mayor atención y pesando de nuevo en la balanza cada uno de los elementos del Novus Ordo se llegará a esa conclusión de que aquí se han añadido o quitado tantas y tan grandes cosas que con razón se debe aplicar también aquí idéntico juicio al de la “Missa normativa”. Por consiguiente, no es nada extraño que tanto este Ordo como la “Missa normativa” agraden en muchos puntos a aquellos que entre los mismos protestantes son más “modernistas”.

II

Comencemos por la definición misma de la Misa, que se propone en el párrafo 7, o sea, al comienzo del segundo capítulo del Novus Ordo “Acerca de la estructura de la Misa”: «La cena del Señor o Misa es la sagrada sinaxis o asamblea del pueblo de Dios reunido en común, bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor»[2]. Por lo tanto, para la asamblea local de la santa Iglesia vale en grado eminente la promesa de Cristo: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»” (Mt. 18, 20)
Por consiguiente, la definición de la Misa se circunscribe a la sola noción de “cena”; y ello se repite siempre ya cada paso; además, tal “cena” está constituida por la reunión de los fieles bajo la presidencia del sacerdote, y consiste en la renovación del memorial del Señor, a saber, en la conmemoración de lo que el Señor realizó el Jueves Santo. Pero todo esto ni implica la presencia real, ni la verdad del Sacrificio, ni la sacramentalidad del sacerdote consagrante, ni el valor intrínseco del Sacrificio eucarístico, el cual no depende en absoluto de la presencia de la asamblea[3].
En una palabra, esta “cena” no implica ninguno de aquellos ”valores dogmáticos” esenciales de la Misa, que constituyen su verdadera definición. Ahora bien, esta omisión, en cuanto voluntaria, equivale a la ”superación” de aquellos valores y, por lo tanto, al menos en la práctica, a su negación[4].
En la segunda parte del mismo párrafo (agravando el ya gravísimo equívoco) se afirma algo asombroso: para esta asamblea vale en grado eminente la promesa de Cristo: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» (Mt. 18, 20) Con esta promesa, que sólo corresponde a la presencia espiritual de Cristo, se compara y se coloca en el mismo orden y modo de presencia aunque con mayor fuerza y vigor aquélla institución que, por el contrario, atañe al orden físico o al modo sustancial de la presencia sacramental eucarística.
Sigue inmediatamente en el texto (nº 8) la bipartición de la Misa en Liturgia de la palabra y Liturgia eucarística, y allí se afirma, sin hacer ninguna distinción, que en la Misa se prepara la mesa de la palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de Cristo, para que los fieles sean “instruidos y alimentados”; esta asimilación equivalente de las dos partes de la Misa, como si estos dos signos tuvieran idéntica significación simbólica, debe ser declarada absolutamente ilegítima. Pero sobre esto ya volveremos más tarde.
Por otra parte, las denominaciones de la Misa son innumerables; las cuales pueden aceptarse por cierto en sentido relativo; pero todas deben ser rechazadas si –como de hecho ocurre– son usadas aisladamente y en sentido absoluto: Acción de Cristo y del pueblo de Dios, Cena del Señor o Misa, Banquete pascual, Participación común en la mesa del Señor, Memorial del Señor, Plegaria eucarística, Liturgia de la palabra y Liturgia eucarística, etc.
Como se evidencia esplendorosamente, en tales definiciones se pone el acento –como con exagerada estudiosidad– en la Cena y el memorial, pero no en la renovación incruenta del Sacrificio del Señor realizado en el Monte Calvario. Ni tampoco la fórmula misma “Memorial de la Pasión y Resurrección del Señor” puede decirse totalmente correcta; pues la Misa por su propia esencia es el memorial del único Sacrificio, que es en sí mismo redentor; mientras que, por el contrario, la Resurrección es el fruto consiguiente a aquél[5]. Luego veremos cómo y con qué coherencia estos equívocos se introducen y se repiten en la fórmula misma de la Consagración y, en general, en todo el Novus Ordo.

III

Vayamos ahora a los fines de la Misa.
1) FIN ÚLTIMO. El fin último del sacrificio de la Misa es la alabanza que debe tributarse a la Santísima Trinidad, según la explícita intención de Jesucristo en el mismo misterio de su Encarnación: «Al entrar al mundo dice: No quisiste hostia ni ofrenda, en cambio a mí me preparaste un cuerpo.» (Heb. 10, 5; cfr. Ps. 39, 7-9).
Por cierto, este fin buscado ha desaparecido completamente en el Novus Ordo: desapareció ciertamente del Ofertorio, pues la plegaria “Recibe, oh Trinidad Santa” ha sido eliminada; desapareció de la conclusión de la Misa, ya no se dirá más “Séate agradable, oh Trinidad Santa”; también fue suprimida del Prefacio, ya que el Prefacio de la Santísima Trinidad, que hasta ahora se recitaba oportunísimamente todos los domingos, ahora en el Novus Ordo sólo se dirá en la fiesta de la Santísima Trinidad, y por lo tanto solamente una vez al año.
2) FIN ORDINARIO. El fin ordinario del Sacrificio es el propiciatorio. En cambio, en el Novus Ordo, este fin se aparta de su verdadera senda, pues ya no se pone más el acento en la remisión de los pecados, sea de los vivos, sea de los difuntos, sino en la nutrición y santificación de los presentes (nº 54) Por cierto, Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía en la última Cena y se puso a Sí mismo en estado de víctima para unirnos a Él, a ese estado victimal; pero este fin antecede a la misma manducación y tiene un pleno valor redentor antecedente que se deriva de la inmolación cruenta de Cristo; de allí que el pueblo asistente a Misa no esté obligado de suyo a recibir la comunión sacramental[6].
3) FIN INMANENTE. Cualquiera sea la naturaleza del sacrificio, pertenece a la esencia de la finalidad de la Misa el que sea agradable a Dios, aceptable y aceptado por Él. Por lo tanto, en la condición de los hombres que estaban inficionados por la mancha original, ningún sacrificio hubiera sido aceptable a Dios; el único sacrificio aceptado ahora con derecho por Dios es el Sacrificio de Cristo. Por el contrario, en el Novus Ordo la naturaleza misma de la oblación es deformada en un mero intercambio de dones entre Dios y el hombre: el hombre ofrece el pan que Dios transmuta en “pan de vida”; el hombre lleva el vino que Dios transmuta en “bebida espiritual”: «Bendito eres, Señor Dios del universo, porque de tu largueza recibimos el pan (o: el vino) que te ofrecemos, fruto de la tierra (o: de la vid) y de la obra de las manos de los hombres, del cual se hará para nosotros el pan de vida (o: la bebida espiritual)»[7].
Superfluo es advertir cuán totalmente vagas e indefinidas son estas dos fórmulas “pan de vida” y “bebida espiritual”, que, de por sí, pueden significar cualquier cosa. Hallamos aquí el mismo equívoco capital que examinamos en la definición de la Misa: allí Cristo se hace presente entre los suyos únicamente de un modo espiritual; aquí se dan el pan y el vino, que son cambiados “espiritualmente” (¡pero no substancialmente!)[8].
Igualmente, en la preparación de las ofrendas se descubre idéntico juego de equívocos, pues se suprimen las dos maravillosas plegarias de la antigua Misa. La oración: «Oh Dios, que admirablemente formaste la dignidad de la naturaleza humana y que más admirablemente aún la reformaste.» recordaba a la vez la primitiva condición de inocencia del hombre y su presente condición de restauración en la que fue redimido por la Sangre de Cristo. Era, por lo tanto, una verdadera, sabia y rápida recapitulación de toda la Economía del Sacrificio desde Adán hasta la historia presente. En la otra plegaria, la oblación propiciatoria del cáliz para que subiera “con olor de suavidad” a la vista de la Divina Majestad, cuya clemencia se imploraba repetía con suma sabiduría esta Economía de la Salvación. Mientras que suprimida esta continua elevación hacia Dios por medio de la plegaria eucarística no queda ya ninguna distinción entre sacrificio divino y humano.
Eliminado el eje cardinal, se inventan vacilantes estructuras; echados a pique los verdaderos fines de la Misa, se mendigan fines ficticios. De aquí que aparecen los gestos que en la nueva Misa deberían expresar la unión entre el sacerdote y los fieles, o entre los mismos fieles; aparecen las oblaciones por los pobres y por la Iglesia que ocupan el lugar de la Hostia que debe ser inmolada. Todo esto pronto caerá en el ridículo, hasta que el sentido primigenio de la oblación de la Única Hostia caiga poco a poco completamente en el olvido; así también las reuniones que se hacen para celebrar la inmolación de la Hostia se convertirán en conventículos de filántropos y en banquetes de beneficencia.

IV

Pasemos a considerar la esencia del Sacrificio.
El Misterio de la Cruz ya no está expresado explícitamente, sino en forma algo oscura, con palabras falseadas que no pueden ser percibidas por el pueblo[9]. Y he aquí por qué causa.
1) SIGNIFICACIÓN DE LA “PLEGARIA EUCARÍSTICA”
El sentido que se atribuye en el Novus Ordo a la así llamada “Plegaria eucarística” es éste: «Para que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las grandezas de Dios y en la oblación del sacrificio.» (nº 54, al final) Pero uno pregunta: ¿de qué sacrificio se trata? ¿quién es el que ofrece? A estos interrogantes no se da ninguna respuesta.
La definición de la “Plegaria Eucarística” dada en la misma Instrucción es la siguiente: «Ahora se inicia el centro y culmen de toda la celebración, a saber, la misma Plegaria eucarística, o sea, la plegaria de acción de gracias y de santificación.» (nº 54) Por consiguiente, se ponen los efectos en lugar de las causas, de las que nada se dice en el texto. Nada reemplaza a la mención acerca del fin de la oblación que antes estaba explícita en la antigua plegaría “Recibe, oh Padre Santo”.
En verdad, el cambio de la formulación revela también un cambio de la doctrina.
2) EL SACRIFICO EUCARÍSTICO Y LA PRESENCIA REAL DE CRISTO
La razón por la cual el Sacrificio no tiene ninguna indicación lo suficientemente explícita en el Novus Ordo está en que la Presencia Real perdió su lugar verdaderamente central (tan esplendoroso en la antigua Misa) Sólo se hace una mención –a saber, la única cita al pie, sacada del Concilio de Trento– y que se refiere a la Presencia Real en cuanto nutrimento (nº 241, nota 63) Pero no se señala nunca la Presencia Real y Permanente del Cuerpo y Sangre de Cristo junto con su Alma y Divinidad que se da bajo las especies luego de la transubstanciación. Más aún, la misma palabra “Transubstanciación” se ignora totalmente.
Además, la razón de por qué se suprime la invocación a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad (Ven, Santificador…), por la cual se imploraba al Espíritu Santo que descendiera sobre las oblatas preparadas para obrar el milagro de la Presencia Divina, como antes en el seno de la Santísima Virgen, es objetivamente la misma: vale decir, pertenece al mismo tipo de silencio y de negación tácita, más aún a la continua cadena de negaciones sobre la Presencia Real.
Quedan también abolidas:
a) las genuflexiones, de las que sólo quedan tres por parte del sacerdote y una por parte del pueblo en el momento de la Consagración (y ésta, sometida a muchas excepciones);
b) las abluciones de los dedos sobre el cáliz;
c) la preservación de los mismos dedos de cualquier contacto profano después de la Consagración;
d) la purificación de los vasos sagrados, que no se manda hacer necesariamente de inmediato después de la asunción del cáliz, ni sobre el mismo corporal;
e) la palia, con la cual se protegía la Preciosísima Sangre de Cristo en el cáliz;
f) el dorado de los vasos sagrados;
g) la consagración del altar móvil;
h) la piedra sagrada y las reliquias en el altar móvil, e incluso sobre la mesa cada vez que la celebración se realice en lugares no sacros. Admitida esta excepción, queda abierto el camino para las “cenas eucarísticas” en casas privadas;
i) los tres manteles del altar, de los cuales ahora sólo se prescribe uno.
k) la acción de gracias, que debía hacerse de rodillas, y a la que substituye una torpe acción de gracias del sacerdote y de los fieles sentados; añádase que la Comunión se recibe irreverentemente por los fieles de pie;
l) finalmente, las santas prescripciones antiguas para el caso de la Hostia consagrada caída en tierra, que se reducen mezquinamente a sólo esto: «tómese reverentemente la Hostia» (nº 239)
Todas estas cosas juntas, con su repetición manifiestan y confirman injuriosamente la implícita negación de la Fe en el augustísimo dogma de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía.
3) LA FUNCIÓN DEL ALTAR EN LA NUEVA MISA (nº 262)
El altar casi siempre es llamado mesa[10]: «El altar o mesa del Señor, que es el centro de toda la liturgia eucarística» (nº 49; cfr. 262); pero se prescribe que el altar esté siempre separado de las paredes, para que así cualquiera pueda girar alrededor de la mesa y que la Misa se celebre de cara al pueblo (nº 262); con mayor insistencia se determina que el altar debe convertirse en el centro de la asamblea de los fieles, de manera tal que su atención se dirija espontáneamente hacia el altar (ib). Pero considerados a la vez los números 262 y 276, parece excluirse que el Santísimo Sacramento de la Eucaristía pueda conservarse sobre este altar. De aquí surge una irreparable división: por una parte estará la mística presencia del Sumo y Eterno Sacerdote en el presbítero celebrante; y por otra parte estará la Presencia Real Sacramental del mismo Cristo en persona. En la antigua Misa estaba manifiesta una sola presencia de Cristo a la vez[11].
En la nueva Misa se nos invita a conservar el Santísimo Sacramento en otro lugar apartado, donde se alimente la devoción privada de los fieles, como si la Hostia no fuese sino una simple reliquia; de manera que ya no sea más el tabernáculo el que atraiga los ojos y la fe de los fieles que ingresan al templo, sino una mesa tosca y sin adorno. He aquí nuevamente cómo la piedad privada se opone a la piedad litúrgica; se erige el altar contra el altar.
También, la tan frecuente recomendación de distribuir la Comunión sólo de las especies consagradas en la Misa; más aún, que se consagre un pan de grandes dimensiones[12], de modo que el sacerdote pueda dividir su pan con al menos alguna parte de los fieles, confirma y acrecienta la indiferencia anímica y el desprecio hacia el Tabernáculo, como también hacia toda piedad eucarística fuera de la Misa. He aquí una nueva injuria a la fe en la Presencia Real de Cristo, mientras perduran las Especies Eucarísticas consagradas[13].
4) FÓRMULAS CONSAGRATORIAS
La antigua fórmula de la Consagración era clara y propiamente sacramental, pero no meramente narrativa, mientras que las tres consideraciones siguientes parecen demostrar que en el Novus Ordo se insinúa lo contrario:
a) No se reproduce más literalmente el texto de la Sagrada Escritura; además, la inserción de las palabras paulinas Mysterium Fidei significaba la inmediata confesión de fe que debía proferir el sacerdote ante el Misterio operado por la Iglesia a través de su sacerdocio jerárquico.
b) Las nuevas puntuaciones de las palabras y la nueva tipografía. En efecto, en el antiguo Misal el mismo punto y aparte significaba claramente el paso del modo narrativo al modo sacramental y afirmativo, las mismas palabras consagratorias se trazaban en el antiguo Misal con letras mayúsculas y en el medio de la página; más aún, con frecuencia escritas también en color diferente, de manera que se separasen del contexto meramente histórico. Y todas estas cosas, por cierto, conferían sapientísimamente a toda la fórmula consagratoria una fuerza propia de significación absolutamente individual y singular .
c) La anamnesis «Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria mía», que en griego se dice así: «eis tén emoú anámnesin.» La anamnesis en el Canon Romano se refería a Cristo operante en acto, pero no a la mera memoria de Cristo o de un mero acontecimiento; se nos mandaba recordar lo que Él mismo hizo («estas cosas haréis en memoria mía»), y el modo cómo Él las hizo, pero no únicamente su persona o su cena. En cambio, la fórmula paulina «Haced esto en conmemoración mía», que en el Novus Ordo reemplaza a la fórmula antigua –repetida todos los días en las lenguas vernáculas– cambiará irreparablemente la fuerza misma del significado en las mentes de los oyentes, de modo tal que la memoria de Cristo, que debe ser el principio de la acción eucarística, parezca convertirse en el término único de esta acción o rito. O sea, la “conmemoración”, que cierra la fórmula de la consagración, ocupará poco a poco el lugar de la “acción sacramental”[14].
La forma narrativa se pone ahora de relieve de hecho con las mismas palabras en la Instrucción oficial: “Narración de la Institución” (nº 55d); y ella se confirma en la definición de la anamnesis, donde se dice: «La Iglesia celebra la memoria de Cristo mismo» (nº 55c)
En síntesis, la teoría que se propone sobre la epiclesis y la misma innovación en cuanto a las palabras de la Consagración y de la anamamnesis implican que también se ha realizado un cambio en el modo de significar; pues las fórmulas consagratorias son ahora pronunciadas por el sacerdote como parte de alguna narración histórica y no son enunciadas en cambio como expresando un juicio categórico y operativo proferido por Aquél en cuya representación el sacerdote mismo obra diciendo: «Esto es mi Cuerpo», pero no: «Esto es el Cuerpo de Cristo»[15].
Además, la aclamación asignada al pueblo para decir después de la Consagración «Anunciamos tu muerte, Señor, etc., hasta que vengas» introduce, bajo la apariencia de escatologismo, una nueva ambigüedad sobre la Presencia Real. En efecto, se proclama oralmente, sin solución de continuidad después de la Consagración, la expectación de la segunda venida de Cristo en la consumación de los tiempos, en el mismo momento en el que Él se halla verdadera, real y substancialmente presente sobre el altar, como si sólo aquélla última fuera Su verdadera venida, pero no ésta.
Y esto se recalca con mayor vigor en la fórmula de aclamación a elegir libremente: «Cada vez que comemos este pan y bebemos el cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vengas»; donde se mezclan con la máxima ambigüedad cosas diversas, como la inmolación y la manducación, la Presencia Real y la segunda venida de Cristo[16].

V
Y ahora pasemos a cada uno de los elementos concretos del Sacrificio.
En la Misa anterior, eran cuatro los elementos del Sacrificio: 1º Cristo; 2º el sacerdote; 3º la Iglesia; 4º los fieles.
1ª Comencemos por los fieles. En el Novus Ordo, la parte asignada a los fieles es autónoma o absoluta, y, por consiguiente, totalmente falsa ya desde la misma definición propuesta al comienzo («La Misa es la sagrada sinaxis o asamblea del pueblo.»), hasta el saludo con el cual el sacerdote expresa al pueblo la “presencia” del Señor en la comunidad reunida (nº 28): «Con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia reunida.» Por lo tanto, se trata aquí de una verdadera presencia de Cristo, pero meramente espiritual, y asimismo del misterio de la Iglesia pero en cuanto simple comunidad que manifiesta y solicita tal presencia espiritual. Y esto se encontrará por doquier: recuérdese el carácter comunitario de la Misa recalcado con tanta insistencia (nº 32; 74-152); la impía distinción entre “Misa con pueblo” y “Misa sin pueblo” (nº 203-232); la definición de la “oración universal o de los fieles” (nº 45), donde nuevamente se pone de relieve “el oficio sacerdotal” del pueblo («el pueblo ejerciendo el oficio de su sacerdocio») proponiéndolo en forma equívoca; en efecto, no se indica en modo alguno que está subordinado al oficio del sacerdote jerárquico. Y esto tanto más se confirma por el hecho de que el sacerdote, en cuanto que ha sido consagrado mediador, está constituido intérprete, según la vieja Misa, de todas las intenciones del pueblo, sea en la plegaria Te igitur, sea en los dos Memento.
También en la “Plegaria eucarística” III (Vere Sanctus”pág. 123) se nos ordena dirigirnos así al Señor: «No dejas de congregar a tu pueblo, para que desde la salida del sol hasta el ocaso sea ofrecida una oblación pura a tu nombre», donde la partícula “para que” insinúa que el elemento necesario sobre todos los demás para celebrar la Misa es el pueblo y no el sacerdote. Y como en ninguna parte del texto se indica quién es el sacrificador secundario y particular[17], todo el pueblo mismo es presentado provisto de un poder sacerdotal propio y pleno ¡Lo cual es falso!
¡Nada de extrañar pues si, con esta manera de obrar, bien pronto se le atribuya también al pueblo la facultad de unirse al sacerdote en la pronunciación de las mismas palabras consagratorias (lo cual, por lo demás, se nos informa, que ya sucede en ciertos lugares)!
2º El ministerio del sacerdote aparece disminuido, alterado, viciado. En primer lugar, por cierto, respecto del pueblo. Se presenta al sacerdote más bien como un simple presidente o hermano (no mediador) que como ministro consagrado que celebra en representación de Cristo; luego, respecto de la Iglesia, en cuanto que es propuesto como “uno del pueblo”. También en la definición de la epiclesis (nº 55c) las invocaciones se atribuyen en forma anónima e incierta a la Iglesia. El oficio de mediador, propio del sacerdote, desaparece.
En la oración del Confiteor, que se recita ahora sólo en forma colectiva, el sacerdote ya no es más juez, testigo y mediador ante Dios; por consiguiente, no se imparte más al pueblo la absolución sacerdotal que se tenía en el antiguo rito. En efecto, el sacerdote viene simplemente connumerado entre los “hermanos”. De donde, incluso el mismo monaguillo que ayuda en una “Misa sin pueblo” lo llama con este nombre de hermano.
Pero ya antes de esta última reforma de la Misa se había abrogado la significativa distinción entre la Comunión de los fieles y la Comunión del sacerdote (momento en el cual el Sumo Eterno Sacerdote y el que actuaba en representación de Él se confunden en una casi diríamos íntima unión y se logra la consumación del Sacrificio)
Ahora, en cambio, ni una palabra siquiera acerca del poder del sacrificador, sobre su acto consagratorio, por medio del cual se renueva realmente la Presencia eucarística, y de este modo, el sacerdote católico ya reviste la figura de un ministro protestante.
Además, la omisión o el libre uso de muchas vestiduras sagradas (pues en algunos casos bastan el alba y la simple estola: nº 298) debilita aún más la primigenia conformación del sacerdote con Cristo; en efecto, el sacerdote ya no se presenta más revestido con las virtudes de Cristo; él es ya un simple “funcionario” que apenas se distingue de la multitud de los fieles por uno o dos signos[18] («él mismo un poco más hombre que los demás hombres»: así lo describió bella y humorísticamente, aunque en forma involuntaria, cierto predicador contemporáneo[19].
Por lo tanto, nuevamente se divide lo que Dios ha unido: a saber, así como ya viene separado el Tabernáculo del altar de la Misa, así ahora se desgarra el único sacerdocio del Verbo de Dios y el sacerdocio de Sus Ministros consagrados.
Por último, trataremos simultáneamente de Cristo y de la Iglesia. En un solo texto, donde se trata de la “Misa sin pueblo”, como con displicencia se reconoce a la Misa en cuanto que es “acción de Cristo y de la Iglesia” (nº 4; cfr. Presb. Ord., nº 13); mientras que por el contrario en el caso de la “Misa con pueblo” no se recuerda ninguna otra finalidad sino la de hacer “memoria de Cristo” y la santificación de los presentes. «El presbítero celebrante asocia a sí mismo al pueblo al ofrecer el sacrificio por medio de Cristo a Dios Padre en el Espíritu Santo» (nº 60), en vez de asociar el pueblo a Cristo, quien se ofrece a Sí Mismo en sacrificio “por el Espíritu Santo a Dios Padre”.
Nótense en este contexto otras cosas: la gravísima omisión en las oraciones de las cláusulas “Por Cristo Nuestro Señor”, quien fue dado a la Iglesia de todos los tiempos como única garantía de ser escuchada; además, un pertinaz y ansioso “pascualismo”, como si la comunicación de las gracias no tuviese otros aspectos igualmente fecundos; también, ese “escatologismo” vesánico y peligroso, en el cual la comunicación de la gracia, que de suyo es permanente y eterna, es rebajada a meras dimensiones temporales; el “pueblo”, como pueblo en marcha, la “Iglesia peregrinante” (¡ya no más militante contra la Potestad de las tinieblas!) hacia cierto “futuro” que no está vinculado a la eternidad venidera (y que por lo mismo no depende de ella en el presente), sino que corresponde a la verdadera y propia posteridad temporal.
La Iglesia –Una, Santa, Católica, Apostólica– es humillada en cuanto tal por la fórmula de la “Plegaria Eucarística IV”, en la cual la oración del Canon Romano: “Por todos los ortodoxos y seguidores de la fe católica y apostólica” se cambia de tal modo que todos estos creyentes son sustituidos simplemente ¡por todos los que te buscan con corazón sincero!
También en el Memento de los difuntos, los muertos ya no son aquellos «que nos precedieron con el signo de la Fe y duermen el sueño de la paz», sino solamente «los que murieron en la paz de tu Cristo.» A quienes además se añade (no sin un nuevo y patente abandono de la legítima noción de la unidad y visibilidad de la Iglesia) la turba de «todos los difuntos cuya fe Tú solo conociste»
En cambio, en ninguna de las tres nuevas Plegarias Eucarísticas se hace alguna mención –como ya más arriba dijimos– sobre el estado de penas y tribulaciones de las almas en el Purgatorio; en ninguna de ellas se da lugar a que se haga un Memento los difuntos en particular. Todo lo cual enerva nuevamente la fe en la naturaleza propiciatoria y redentora del Sacrificio[20].
Aparecen otras omisiones por las cuales se degrada y desacraliza a cada paso el Misterio de la Iglesia. De ahí que ya desde el comienzo de la Misa se silencie a la Sagrada Jerarquía Apostólica al suprimir la mención de San Pedro y San Pablo; los Ángeles y santos ya no son más recordados sino de un modo genérico y por lo tanto anónimo en la segunda parte del Confiteor colectivo, mientras que en la primera parte los mismos, que serán testigos y jueces en la persona de San Miguel, no aparecen ya más de ningún modo[21].
Se esfumaron también las diversas jerarquías de los ángeles (lo que nunca acaeció antes) del nuevo Prefacio, provisto en la "Plegaria Eucarística II". En el Communicantes se elimina la memoria de los Pontífices y Santos Mártires sobre quienes está fundada la Iglesia Romana y que sin duda transmitieron y completaron las tradiciones apostólicas, de donde finalmente –sobre todo bajo la guía de San Gregorio Magno– surgió la Misa Romana. Además, en el Libera nos se suprimió la mención de la Bienaventurada Virgen María, de los Apóstoles y de todos los Santos ¿Por ventura se ha de decir que el sufragio de ellos ya no es más necesario, ni siquiera en este gravísimo momento de la historia?
Incluso la misma Unidad de la Iglesia queda oscurecida, en cuanto que en todo el Novus Ordo, incluidas las tres nuevas "Plegarias" (con la excepción del Communicantes: sólo del Canon Romano) se omiten en forma lamentable los nombres de los Apóstoles Pedro y Pablo, fundadores de la Iglesia Romana, así como también los nombres de los demás Apóstoles, que son el signo de la única y universal Iglesia, más aún, sus columnas y fundamento.
Además, se ataca evidentemente al dogma de la Comunión de los Santos cuando al sacerdote que celebra solo sin ayudante se le manda omitir todos los saludos y la Bendición final. Más aún, se prescribe omitir el anuncio “Ite, missa est"[22], incluso en la Misa que se celebra con ayudante (nº 231)
Por medio del segundo Confiteor, que decía el sacerdote solo, se demostraba claramente cómo él mismo, como ministro en representación de Cristo, profundamente inclinado se reconocía indigno de celebrar el “tremendo misterio” y más aún de ingresar al Sancta Sanctorum (en la oración Aufer a nobis); por ello, también invocaba (en la oración Oramus Te Domine) los méritos e intercesiones de los Santos Mártires, cuyas reliquias se guardaban en el altar ¡Ambas oraciones han sido abolidas! Por consiguiente, aquí también debe decirse lo mismo que dijimos más arriba sobre los dos Confiteor y la doble o distinta Comunión del sacerdote y de los fieles.
Además, son profanadas las condiciones que, como signos de una cosa sagrada, se establecían para el Sacrificio: por ejemplo, en el caso de celebración fuera de un lugar sagrado, según el Novus Ordo, el altar puede ser sustituido por una simple mesa, sin piedra consagrada, sin reliquias de Santos y cubierta por un solo mantel (nº 260, 265) Aquí vale lo que se dijo sobre la Presencia Real: en efecto, de este modo el rito pelado del “banquete” y del Sacrificio se disocia de la misma “Presencia Real” del adorable Cuerpo y Sangre de Cristo, y de los signos de esa fe.
La obra de desacralización se completa con los nuevos y toscos ritos del Ofertorio: se realza directamente la condición del pan, y no del pan ázimo; se concede la facultad de tocar los vasos sagrados (nº 244 d) a los mismos monaguillos (y también sin discriminación a los mismos laicos que se acercan a la comunión bajo ambas especies); se armará una barahúnda increíble en el templo, donde sin parar se suceden alternadamente el sacerdote, el diácono, el salmista, el comentarista (pero hasta el mismo sacerdote parece ser rebajado al grado de comentarista, ya que continuamente se lo invita a que explique lo que va a hacer), los lectores (sin excluir a las mujeres), los clérigos o laicos que aguardan a los fieles en las puertas del templo y los acompañan a sus asientos, hacen colectas, reciben y distribuyen las limosnas; y, mientras se ensalza con gran pompa a las Sagradas Escrituras, he aquí que contra la Escritura del Antiguo Testamento y contra los preceptos de San Pablo (1Cor 14,34; 1Tim 2, 11-12) se inventa una “mujer idónea”, quien por primera vez, contra la tradición de toda la Iglesia, tendrá la facultad de leer las lecturas en la Misa así como también de realizar otros «ministerios que se llevan a cabo fuera del presbiterio» (nº 70) Finalmente, aquélla exagerada y loca afición a la concelebración, la cual poco a poco hará esto: por un lado, extinguirá la interna piedad eucarística de los sacerdotes, y por otro, obnubilará la eminente figura de Cristo, Único Sacerdote y Víctima, disolviéndola en la presencia colectiva de los numerosos concelebrantes, en vez de representarla[23].

VI
Hasta aquí hemos hecho un examen sumario del Novus Ordo denunciando sus innovaciones más graves en discordancia con la teología católica de la Misa.
Las observaciones hasta aquí hechas sólo atañen a las de carácter típico; un juicio, empero, sobre las insidias del documento, sus peligros y sus elementos que son espiritual y psicológicamente destructivos, y que se encuentran sea en los textos, sea en las rúbricas e instrucciones, exigiría un trabajo más considerable de investigación. En efecto, no hemos tratado detenidamente sobre los nuevos Cánones, puesto que ya han sido pesados en la balanza por otros autores, y con argumentos no carentes de peso, tanto en cuanto a la sustancia como en cuanto a la forma. En particular, el segundo Canon[24]escandalizó de inmediato a los fieles por su excesiva y pelada brevedad. De este Canon se ha escrito, entre otras cosas, que un sacerdote sin fe en la transubstanciación y en la naturaleza sacrificial de la Misa puede usarlo con tranquilidad de espíritu para celebrar su Misa; que, por lo tanto, tal Misa también puede ser dicha sin ninguna dificultad por un ministro protestante.
El Nuevo Misal fue presentado públicamente en Roma como una “amplia compilación para uso del ministerio pastoral”, como un “texto más pastoral que jurídico”, que, por lo tanto, puede ser retocado por las Conferencias Episcopales de acuerdo a las circunstancias y al carácter de los diversos pueblos. Además, también la misma primera sección de la nueva Congregación para el Culto Divino tendrá la misión de vigilar «la edición y constante revisión» de los libros litúrgicos. En el último “Boletín de los Institutos litúrgicos de Alemania, Suiza y Austria” [25] leemos: «Los textos latinos de ahora en adelante deben ser traducidos a las diversas lenguas de los pueblos; el estilo “romano” debe ser adaptados a las Iglesias de cada lugar; lo que fue concebido como fuera del tiempo deberá ser traspuesto a las condiciones mutables de las realidades y circunstancias, atento al flujo constante de la Iglesia y de sus innumerables comunidades.»
Pero también por parte de la misma Constitución Apostólica recibió una herida mortal la lengua universal de la Iglesia (contra la voluntad solemnemente expresada en el Concilio Vaticano II) En ella, en efecto, se afirma sin ningún equívoco: «que, en tanta variedad de lenguas, una sola e idéntica oración de todos ascienda más fragante que cualquier incienso.»
De este modo, ya se decretó la muerte del idioma latino en la Liturgia. La muerte del canto gregoriano, que el mismo Concilio Vaticano II había reconocido como «propio de la Liturgia Romana» (Sacros. Conc., nº 116), mandando además que el mismo canto mantuviera «el lugar principal» (ibid.), se seguirá lógicamente en razón de la facultad concedida de elegir variados textos, sea para el Introito, sea para el Gradual.
Así pues, ya desde el comienzo se supone al nuevo rito, al que denominan pluralístico y experimental, como expuesto a la continua variación de tiempos y lugares.
Desgarrada así para todos los tiempos la unidad del culto, ¿qué será ya de aquélla unidad de la Fe, que nacía de ella, y que hasta ahora siempre se dice ser una cosa síntesis de todo, y que debe ser defendida sin equívocos?
De lo dicho es evidente que el Novus Ordo ya no quiere seguir expresando la Fe de Trento. A esta Fe, sin embargo, están vinculadas para siempre las conciencias de los católicos. Por consiguiente, después de promulgado el Novus Ordo, el verdadero católico, de cualquier condición u orden, se encuentra en la trágica necesidad de optar entre cosas opuestas entre sí.

VII
La Constitución Apostólica alude explícitamente a que en el Novus Ordo se encuentra una abundante piedad y doctrina, extraídas de las Iglesias Orientales. Pero, en realidad, cualquier fiel perteneciente al Rito Oriental se erizará, pues el espíritu del Novus Ordo se presenta no ya conforme, sino opuesto al Rito de los Orientales ¿A qué se reducen en definitiva las innovaciones introducidas con espíritu ecuménico? principalmente, a la multiplicidad de las anáforas (no, por cierto, a su nobleza ni a su complejidad), a la presencia del diácono y a la Comunión “bajo ambas especies”. Pero, por el contrario, los autores del Novus Ordo parece que han querido más bien deliberadamente omitir todos los elementos que en la Liturgia Romana ya eran realmente más cercanos a la Liturgia Oriental[26], mientras que habiendo repudiado de la antigua Misa su peculiar e inmemorable carácter Romano, despiden a los elementos más propios de éste y espiritualmente preciosos. En su lugar, se han introducido elementos por los cuales se rebaja el Rito Romano, acercándose al nivel de ciertos ritos de los Reformadores (y ni siquiera de aquellos que más se aproximan a la Fe católica) Mientras tanto los Orientales, como ocurrió luego de las más recientes innovaciones, serán alejados más y más de él.
Pero el nuevo rito complacerá, por el contrario, en sumo grado a todos aquellos grupos que, ya próximos a la apostasía, devastan a la Iglesia, ya sea manchando su cuerpo, ya sea corroyendo la unidad de su doctrina, de su moral, de su liturgia y de su disciplina. Peligro más terrible que éste nunca existió en la Iglesia.

VIII
San Pío V mandó que se publicara el Misal Romano con la finalidad de que fuese un instrumento de unidad (tal como la misma “Constitución Apostólica” de Pablo VI lo recuerda) Por medio de él, efectivamente, como lo había prescrito el Concilio de Trento, debía alejarse de los ritos cualquier peligro de error contra la Fe, atacada en aquel tiempo por los Reformados. Tan graves eran las razones que impulsaban a aquel santísimo Pontífice, que nunca aparece tan legítima y casi profética, como en el presente caso, aquélla sagrada fórmula con la que se concluye la Bula de promulgación de la Misa: «Si alguien empero presumiere atentar contra esto, sepa que habrá de incurrir en la indignación del Dios Omnipotente y de sus Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo» (Quo primum tempore, 13 de julio de 1570)[27].
Sin embargo, de hecho algunos se han atrevido a afirmar oficialmente –al presentarse el Novus Ordo en Roma, en el Vaticano, en la sala de prensa– que las razones aducidas por el Sínodo Tridentino habían cesado.
Por el contrario, no sólo subsisten y perduran aquellas razones, sino –y esto lo afirmamos sin ninguna duda– hoy irrumpen otras inmensamente más graves. En efecto, para rechazar las insidias amenazadoras que a través de los siglos luchan contra la pureza del depósito recibido de la Fe («Guarda el depósito, evitando las profanas novedades de las palabras» 1Tim 6, 20), debió la Iglesia protegerla y defenderla mediante definiciones y pronunciamientos dogmáticos de su doctrina. Gracias a este influjo de inmediato se consolidó tanto el mismo culto, que llegó a ser el monumento más completo de la misma Fe.
Quienes hoy se empeñan en rebajar nuevamente a sus antiguas formas, de cualquier modo, al Rito Romano del culto católico (por el afán de aquel “insano arqueologismo” que ya Pío XII lúcidamente reprobó con suma oportunidad[28] –volviendo a repetir in vitro; lo que tuvo su primigenia hermosura en antigüedad– no llevan a cabo, como ya antes dijimos, sino la ruina de todas las defensas teológicas del mismo culto, a la vez que destruyen todas las bellezas acumuladas a través de los siglos[29], y esto incluso en un grave momento, más aún, quizás en el más gravísimo de todos los momentos críticos de que se tenga memoria en la historia de la Iglesia.
Hoy, en efecto, la misma autoridad suprema de la Iglesia reconoce escisiones y cismas, ya no fuera, sino dentro de la comunidad misma de los católicos[30]. La unidad de la Iglesia no sólo peligra, sino que ya se la juzga de antemano trágicamente[31]; los errores contra la Fe no sólo se insinúan, sino que por medio de los abusos y aberraciones litúrgicos –aunque públicamente señalados y reprobados– se imponen no obstante por los mismos hechos[32].
Por lo tanto, el apartarse de la tradición litúrgica, que fue por cuatro siglos signo y garantía de la unidad del culto, para sustituirla por otra nueva –que no puede no ser un signo de cisma, por las innumerables facultades implícitamente concedidas, y la cual pulula ella misma con gravísimas ambigüedades, por no decir errores manifiestos contra la pureza de la Fe Católica– nos parece, para expresar nuestra opinión más benigna, el error más monstruoso.
En la festividad de Corpus Christi, 1969.


[1] Las oraciones de nuestro Canon se hallan ya en el tratado “De los Sacramentos” (de fines de los siglos IV y V) La Misa de San Pío V o Tridentina toma su inicio en aquellos tiempos, en los cuales se desarrolló por primera vez a partir de la antigua liturgia común sin sufrir luego mutaciones esenciales. Conserva aún el carácter de aquella liturgia primigenia que floreció en aquellos días en que los Césares Romanos gobernaban el mundo y esperaban llegar a extinguir la fe cristiana; son aquellos tiempos en los cuales nuestros padres se congregaban antes de la aurora para cantar un himno a Cristo Dios (cfr. Plinio el joven, Ep. 96) En toda la Cristiandad no se posee un rito tan venerable como la Misa Romana (A. FORTESCUE) El Canon Romano, tal cual hoy existe, se remonta San Gregorio Magno. Tanto en Oriente como en Occidente no se encuentra ninguna oración Eucarística vigente hasta nuestros tiempos, que esté dotada de tanta antigüedad. Si la Iglesia Romana excluyera este Canon, no sólo los ortodoxos sino también los anglicanos y los mismos protestantes que de algún modo aprecian aún la tradición juzgarían que la misma Iglesia Romana ha abdicado el derecho y su propio deber de representar a la verdadera Iglesia Católica (P. LOUIS BOYUER).
[2] En una nota se remite a dos textos del CONCILIO VATICANO II. En realidad, quien lee estos dos textos no encuentra allí ninguna prueba de tal definición. El primero (del Decreto PRESBYTERORUM ORDINIS, nº 5) , dice así: «Los presbíteros son consagrados por Dios, siendo ministro el Obispo, para que, hechos en forma especial partícipes del Sacerdocio de Cristo, al celebrar los oficios sagrados actúen como ministros de Aquél que en la Liturgia ejerce constantemente, por obra del Espíritu Santo, su ministerio sacerdotal en favor nuestro. Sobre todo, por la celebración de la Misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo.»
Por su parte, el otro texto al cual se remite (de la Constitución SACROSANCTUM CONCILIUM, nº 33) se expresa así: «En efecto, en la Liturgia, Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando su Evangelio. En cuanto al pueblo, responde a Dios sea con sus cantos sea con su oración. Más aún, las oraciones que dirige a Dios el sacerdote –que preside la asamblea representando a Cristo– se dicen en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes.» Es imposible comprender cómo de estas palabras se haya podido sacar aquella definición. Advertimos además acerca de la gravísima corrupción por la cual en esa definición de la Misa se modifican las palabras de la definición del mismo CONCILIO VATICANO II (Presb. Ord. n. 5): «Es, por consiguiente, la Sinaxis Eucarística el centro de la asamblea de los fieles.» Suprimida fraudulentamente la palabra ‘centro’ de la asamblea, en el Novus Ordo el término ‘asamblea’ usurpó sin más el lugar principal de aquélla.
[3] El CONCILIO DE TRENTO sancionó así la Presencia Real Eucarística: «Primeramente, el Santo Sínodo enseña y confiesa abierta y simplemente que en el nutricio Sacramento de la Santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino se contiene verdadera, real y substancialmente (canon I) Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles»
En la SESIÓN XXII, que atañe directamente a nuestro asunto (“Sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa”), la doctrina definida (DB 937a -956) está luminosamente contenida en nueve cánones.
1º: La Misa es un Sacrificio verdadero y visible –y no una representación simbólica– «por el cual se representa aquel sacrificio cruento que hubo de realizarse una sola vez en la Cruz (...) y se aplica su fuerza salvadora para la remisión de los pecados que diariamente cometemos.» (DB 938)
2º: Jesucristo Nuestro Señor, «declarándose a sí mismo Sacerdote constituido para la eternidad según el orden de Melquisedec (Ps. 109, 4), ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas los dio a sus Apóstoles (a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento) para que los tomaran, y a ellos mismos y a sus sucesores en el sacerdocio les mandó que los ofrecieran por medio de estas palabras: «Haced esto en conmemoración mía.» (Lc 22, 19; 1Cor 11,24), como siempre lo entendió y enseñó la Iglesia Católica» (DB ibid.) El celebrante, el oferente, el sacrificador es el sacerdote, para eso consagrado, pero no el pueblo de Dios, la asamblea. «Si alguien dijere que con aquellas palabras: «Haced esto en conmemoración mía.» (Lc 22,19; 1 Cor 11,24) que Cristo no instituyó sacerdotes a los Apóstoles o que no los ordenó, para que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y sangre, sea anatema.» (Canon 2; DB 949)
3º: El Sacrificio de la Misa es un verdadero sacrificio propiciatorio, y no “una mera conmemoración del sacrificio realizado en la cruz.”
«Si alguien dijere que el Sacrificio de la Misa es sólo de alabanza y de acción de gracias o una mera conmemoración del sacrificio realizado en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe y que no debe ser ofrecido por los vivos y difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema.» (Canon 3; DB 950)
Recuérdense además. el canon 6: «Si alguien dijere que el Canon de la Misa contiene errores, y que por lo tanto debe ser abrogado, sea anatema.» (DB 953); y el canon 8: «Si alguien dijere que las Misas en las cuales sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y que por lo tanto deben ser abrogadas, sea anatema.» (DB 955)
[4] Apenas es necesario advertir que si se negase un solo dogma definido, ipso facto se derrumbarían todos los dogmas, porque se hundiría entonces el principio mismo de la infalibilidad del Magisterio Apostólico, incluso el supremo y solemne, sea del Romano Pontífice, sea del Concilio Ecuménico.
[5] Se debería añadir también la Ascensión si alguien quisiera retomar aquella oración Unde et Memores. En este texto, sin embargo, no se expresaba una cierta agrupación equivalente de vocablos, sino una clara y sutil distinción: «de tan bienaventurada Pasión, como también de la Resurrección de entre los muertos y también de la gloriosa Ascensión al cielo.» La Pasión se conmemoraba por sí misma y por la fuerza de la misma Misa; la Resurrección y Ascensión se presentaban añadidas, por la conexión de la fe.
[6] De igual modo se cambia la fuerza de la significación también en los tres nuevos Cánones, en los que sorpresivamente se eliminan por completo el peculiar Memento de los muertos y la mención de los sufrimientos de las almas de los fieles difuntos en el purgatorio por las cuales siempre y universalmente se aplicaba el Sacrificio satisfactorio.
[7] Véase la encíclica MYSTERIUM FIDEI, donde Pablo VI condena no sólo los errores del simbolismo sino también las nuevas teorías inventadas de la “transsignificación” y de la “transfinalización”: «los que tanto insisten en el valor del signo como si el simbolismo, que nadie niega existe con toda certeza en la Santísima Eucaristía, expresase y agotase toda la medida de la presencia de Cristo en este Sacramento, o que hablan sobre el misterio de la transubstanciación sin hacer mención alguna de la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre de Cristo, según se expresa el Concilio de Trento, de tal manera que consista sólo en las que llaman “transsignificación” y “transfinalización” (A.A.S., LVII, 1965, p. 775).
[8] En la encíclica MYSTERIUM FIDEI profusa y extensamente se refuta y condena la introducción de modos nuevos de hablar o locuciones que, aunque aparezcan en textos de los Santos Padres y de los Concilios y en documentos del Sagrado Magisterio, se los emplea en un sentido común y unívoco, sin subordinarlos a la doctrina sustancial, de la cual, pues, no pueden separarse (por ejemplo, “alimento espiritual”, “comida espiritual”, “bebida espiritual”, etc.) Pablo VI previene: «Guardada la integridad de la Fe, conviene también que se observe un apropiado modo de hablar, no sea que al usar nosotros palabras impropias, surjan falsas opiniones, ¡lo que no suceda!, sobre la Fe en cosas altísimas.» Cita a SAN AGUSTÍN: «Pero nosotros conviene que hablemos según una regla cierta, para que la licencia en las palabras no genere una opinión impía incluso de las cosas que por ellas se significan» (La Ciudad de Dios, X, 23, PL 41, 300). Y continúa diciendo: «Por lo tanto, la regla de hablar, que la Iglesia introdujo en una larga elaboración de siglos y no sin la protección del Espíritu Santo, y que luego confirmó con la autoridad de los Concilios y que más de una vez fue contraseña y estandarte de la Fe ortodoxa, debe ser conservada santamente y nadie presuma cambiarla por capricho o con el pretexto de una ciencia nueva. De igual modo, no debe tolerarse que cualquiera pretenda derogar por propia voluntad las fórmulas con las cuales el Concilio de Trento propuso para creer el Misterio Eucarístico» (A.A.S., LVII, 1965, p. 758)
[9] Esto contradice abiertamente lo que prescribe el Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium, nº 48)
[10] Una sola vez (nº 259) se reconoce su función principal: «El altar, en el cual se realiza el sacrificio de la cruz presente bajo los signos sacramentales.» Pero aún esto no parece ser suficiente para eliminar las ambigüedades del otro término, que, por el contrario, reaparece constantemente.
[11] “Separar el Tabernáculo del altar sería lo mismo que separar dos cosas que por su origen y naturaleza deben permanecer unidas” (Pío XII; Alocución al 18-23 Congreso Internacional Litúrgico, celebrado en Roma y Cf. Asís, 18-23 de septiembre de 1956). Véase también la encíclica Mediator Dei, I, 5 (cfr. más adelante, nota. 28).
[12] Rara vez se utiliza en el Novus Ordo la palabra ‘hostia’, que es tradicional en los libros litúrgicos y que se emplea con su sentido propio de ‘víctima’. Y esto responde perfectamente a aquella intención habitual, que en el mismo Novus Ordo procura poner en evidencia únicamente los aspectos de ‘Cena’ y de ‘comida’.
[13] Suele ocurrir que se trueque una cosa por la otra. Y de ahí que falsamente se equipare la Presencia Real Eucarística con la presencia en la palabra (nº 7; 54) Pero, sin embargo, esta otra presencia es realidad de una naturaleza totalmente diversa, ya que sólo existe en el uso; aquélla, en cambio, se da estable y objetivamente, incluso independientemente de todo uso o comunión sacramental. Estas fórmulas son propiamente de los protestantes: «Dios habla a su pueblo. Cristo por su palabra está presente en medio de los fieles»(nº 33; cfr. Sacros. Conc., nos. 33 y 7); lo cual hablando con propiedad, no dice nada, puesto el que la presencia de Dios en la palabra es mediata y está conectada a un acto del espíritu ya la condición espiritual del sujeto e igualmente circunscrita en el tiempo. Este error tiene gravísimas consecuencias: en efecto, afirma o insinúa la opinión de que la Presencia Real Eucarística está conectada sólo al uso y se acaba junto con el uso.
[14] La “acción sacramental” instituida por Cristo es presentada en este Novus Ordo como producida cuando Cristo dio a sus Apóstoles su Cuerpo y Sangre bajo las especies del pan y del vino, “para que comieran”; y no en la acción misma de la doble consagración y en la separación mística del Cuerpo y Sangre, que se produce por esa misma consagración: en lo cual se tiene la esencia del Sacrificio Eucarístico (cfr. Pío XIIMediator Dei, todo el capítulo I de la segunda parte : “Del Culto Eucarístico”).
[15] Las palabras de la Consagración, por el modo como se insertan en el contexto del Novus Ordo pueden ser válidas por la eficacia subjetiva de la intención del ministro. Pero pueden no ser válidas, en cuanto que ya no son tales por la fuerza misma de las palabras, o más exactamente, por la virtud objetiva del modo de significar que tenían hasta ahora en la Misa. Por lo cual, los sacerdotes que en un futuro próximo no habrían sido instruidos conforme a la doctrina tradicional y quienes simplemente se fiarán del Novus Ordo con la intención de “hacer lo que hace la Iglesia”, ¿consagrarán en realidad válidamente? Es lícito dudar de ello.
[16] No se diga, según el modo de proceder de los protestantes –como nadie ignora– en su método crítico, que estas palabras pertenecen al mismo texto de la Sagrada Escritura. Pues la Iglesia siempre evitó el yuxtaponer estos textos, de manera de disipar toda confusión entre las diversas cosas y verdades que estos textos expresan.
[17] Contra los luteranos y calvinistas, que afirman que todos los cristianos son sacerdotes, y que, por lo tanto, ofrecen la cena, cfr. Concilio de Trento, Sesión XII canon 2. Sobre ello, dice A. TANQUEREY en “Sinopsis de teología dogmática”, t. III, Desclée, 1930: «Todos los sacerdotes y sólo ellos son, propiamente hablando, ministros secundarios del Sacrificio de la Misa. Cristo es, ciertamente, el ministro principal. Los fieles sólo mediatamente, pero no en sentido estricto, ofrecen por medio de los sacerdotes.»
[18] Adviértase una increíble innovación que conmocionará espiritualmente los ánimos de los fieles. El Viernes Santo, en la Parasceve, las vestiduras sacras serán de color rojo (nº 308 b), y no negras o, al menos, violetas. Lo cual alude más bien a la conmemoración de algún santo mártir antes que al luto de toda la Iglesia por la muerte de su divino Fundador (cfr. encíclica “Mediator Dei”, 1,5; ver más adelante, nota 28).
[19] P. ROGUET, O. P., a las Hermanas Dominicas de Betania de Plessis-Chenet.
[20] En ciertas versiones del Canon Romano se traduce el «lugar del refrigerio, de la luz y de la paz» como un simple estado (“beatitud, luz, paz”) ¿Qué decir ahora de la omisión de toda mención explícita a la Iglesia purgante?
[21] En medio de la fiebre tan grande por abreviarlo todo, sólo hay un caso de amplificación, a saber, la palabra ‘omisión’ que se añade en la confesión de los pecados, al recitar el Confiteor.
[22] En una charla pública con los periodistas, a quienes se presentaba el Novus Ordo, el P. LECUYER, profesando una cierta fe y una razón totalmente empirista más bien que teológica, recomendó que en la “Misa sin pueblo” se cambiaran los saludos en “Dominus te-cum”“ora frater”, «a fin de que no haya nada que no coincida con la verdad.» ¿Acaso el acólito al responder no representa al “pueblo de Dios” igual que el sacerdote, al celebrar, ora a Dios por ese mismo “pueblo de Dios”?
[23] En atingencia a este asunto, señalamos que no parece ilícito que los sacerdotes asistentes a una concelebración, si estuvieren obligados a celebrar solos antes o después de la concelebración, reciban por segunda vez la comunión eucarística bajo ambas especies también durante la misma concelebración.
[24] Algunos han intentado ineptamente demostrar que este Canon es el “Canon de San Hipólito”, cuando este Novus Ordo conserva la reminiscencia de sólo algunas palabras de ese antiguo canon.
[25] Gottesdienst”, nº 9, 14 de mayo de 1969.
[26] Para recordar sólo una, la Liturgia Bizantina, piénsese en las elocuentísimas, instantes y reiteradas le oraciones penitenciales; en los ritos solemnes con los que el sacerdote y el diácono revisten sus ornamentos; en la preparación de las ofrendas en la proscomidia, que ella misma constituye ya de suyo un rito aparte; en la presencia constante en las oraciones y hasta en las ofrendas de la Bienaventurada Virgen María, de los Santos, de la jerarquía angélica (que en la Entrada con el Evangelio es evocada realmente como concelebrante en forma invisible y cuya representación asume la schola cantorum en el Cherubicon); piénsese en la iconostasis, por la cual se separan netamente el santuario del templo, el clero del pueblo; en la consagración a ocultas, que es un símbolo del Misterio del Dios Invisible, al que alude también toda la Liturgia; piénsese además en la ubicación del sacerdote celebrante, que está de pie vuelto hacia Dios y nunca cara al pueblo; en la Comunión administrada siempre sólo por el sacerdote; en los frecuentes y profundos signos de adoración exhibidos ante las Sagradas Especies; en la actitud verdaderamente contemplativa del pueblo. Y estas liturgias, también en las formas que implican menor solemnidad, se prolongan por más de una hora, y las frecuentes definiciones (como “tremenda e inenarrable liturgia”; “tremendos, celestes y nutricios misterios”), que allí se encuentran, manifiestan con suficiente claridad la dicha mentalidad. Nótese finalmente que en la divina Liturgia, sea en la de San Juan Crisóstomo como en la de San Basilio, aparece claramente que el término “cena” o “convivio” está subordinado al de “sacrificio”, de igual modo como estaba en la Misa Romana.
[27] En la SESIÓN XIII (Decreto sobre la Santísima Eucaristía), el CONCILIO DE TRENTO manifiesta que ésta el su intención «que se arranque de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró abundantemente (Mt. 13,25 ss.) en la doctrina de la Fe, en el uso y en el culto de la Sacrosanta Eucaristía a la cual, por lo demás, nuestro Salvador dejó en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran unidos y asociados entre sí.» (D. 873 a; D- S 1635)
[28] «El retornar con la mente y el espíritu a las fuentes de la sagrada Liturgia es ciertamente una cosa sabia y muy laudable, ya que el estudio de esta disciplina, remontándose a sus orígenes, contribuye no poco a investigar más profunda y diligentemente el significado de las festividades y el sentido de las fórmulas en uso en las sagradas ceremonias; sin embargo, no es sabio ni laudable el hacer volver todas las cosas de cualquier modo a la antigüedad. Así pues, para usar ejemplos, se apartaría del buen camino quien quiera devolver al altar su arcaica forma de mesa; quien quiera que las vestiduras litúrgicas carezcan siempre del color negro; quien prohíba en los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien ordene que las imágenes del divino Redentor crucificado sean modeladas de tal forma que su cuerpo no reproduzca los acerbísimos suplicios que padeció. En efecto, esta forma de pensar desea revivir aquella exagerada e insana pasión por las antigüedades, provocada por el ilegítimo concilio de Pistoya, e igualmente se esfuerza por restablecer los múltiples errores que fueron la causa por qué se reunió ese mismo conciliábulo, y los que de allí se siguieron no sin gran detrimento de las almas, y a los cuales la Iglesia que está siempre como guardián vigilante del “depósito de la Fe” que le fuera confiado por su Divino Fundador, reprobó con toda razón y justicia.» (Pío XII: encíclica MEDIATOR DEI, 1,5)
[29] Pero que a nadie engañe la opinión según la cual el edificio de la Iglesia, que ha sido convertido en un magnífico, amplio y augusto templo para la gloria de la Divinidad, debe ser reducido a sus exiguas dimensiones de la antigüedad, como si únicamente esta forma de indigencia fuese la verdadera y legítima" (PABLO VI: encíclica ECCLESIAM SUAM)
[30] «Un fermento prácticamente cismático divide, subdivide, despedaza a la Iglesia» (PABLO VI: Homilía del Jueves Santo, 1969)
[31] «Hay también entre nosotros aquellos 'cismas', aquellas 'escisiones' que la primera carta de San Pablo a los Corintios, hoy nuestra lectura instructiva, denuncia dolorosamente» (PABLO VI: ibid.)
[32] Es sabido por todos que hoy niegan el Concilio Vaticano II aquellos mismos que en otro tiempo se atribuían su paternidad; quienes, después de haber declarado el Sumo Pontífice en la conclusión del Concilio que nada se había cambiado en él, salieron del Concilio con la deliberada intención de destrozar en el acto su aplicación, interpretándolo por cuenta propia lo contenido en los textos auténticos. Se debe lamentar que la Sede Apostólica haya actuado con tal precipitación –juzgada inexplicable por muchos–, lo cual permitió, más aún exhortó, bajo la guía del “Consejo para la Ejecución de la Constitución de la Sagrada Liturgia”, a una infidelidad de día en día creciente al Concilio. Infidelidad, que partiendo de aspectos sólo en apariencia meramente formales (como son la lengua latina, el canto gregoriano, la abrogación de venerables ritos, etc.) se extendió a los aspectos sustanciales que ahora han sido sancionados también en el mismo Novus Ordo. Más perniciosamente quizás en lo que respecta a las almas de los fieles las terribles calamidades que hemos intentado interpretar repercutieron incluso contra la disciplina y el mismo Magisterio eclesiástico, habiéndose debilitado de un modo terrible, junto con la autoridad, también la debida docilidad a la Sede Apostólica.

Antecedente ver aquí (haz clic): 

CARTA A PABLO VI QUE ACOMPAÑABA AL BREVE EXAMEN CRÍTICO DEL NOVUS ORDO MISSAE

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