martes, 1 de diciembre de 2009

EL PROGRESO ESPIRITUAL EN MARÍA




Autor: Fr. Reginald Garrigou-Lagrange O.P.



El presente ensayo, cuya traducción ofrecemos, es una profunda meditación sobre el progreso espiritual en la Madre de Dios, inspirada principalmente en la doctrina del Doctor Communis Ecclesiae, santo Tomás de Aquino. En nuestro carácter de católicos, veneramos la persona y la doctrina del Doctor Angélico, y hacemos nuestras las palabras de S.S. Pío XI: “Pues bien, así como en otros tiempos se dijo a los egipcios en extrema escasez de víveres: ‘Id a José’, a que él les proveyese del trigo que necesitaban para alimentarse, así a todos cuantos ahora sientan hambre de verdad, Nos les decimos: ‘Id a Tomás’, a pedirle el alimento de sana doctrina, de que él tiene opulencia para la vida sempiterna de las almas” (Encíclica Studiorum Ducem).

El traductor


El progreso espiritual es, ante todo, el de la caridad que inspira, anima las demás virtudes y vuelve sus actos meritorios, por lo que todas las demás virtudes infusas, estando conexas con ella, se desarrollan proporcionalmente, como en el niño, dice santo Tomás, crecen a la vez los cinco dedos de las manos (1).

Conviene, pues, ver porqué y cómo la caridad se ha constantemente desarrollado aquí en María, y cuál ha sido el ritmo de dicho progreso.

El método que seguimos nos obliga a insistir sobre los principios, para recordar su evidencia y elevación, de modo de aplicarlos con seguridad a continuación a la vida espiritual de la Madre de Dios.

La aceleración de este proceso en la Santísima Virgen.

¿Por qué la caridad ha debido incesantemente crecer en ella hasta la muerte?

En primer lugar, porque es conforme a la naturaleza misma de la caridad durante el viaje hacia la eternidad y conforme también al precepto supremo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu”, según la gradación ascendente expresada en Deuteronomio VI, 4, y en san Lucas X, 27. Según este precepto, que domina todos los demás y todos los consejos, todos los cristianos, cada uno según su condición, deben tender a la perfección de la caridad y, en consecuencia, de las demás virtudes, éste en el estado matrimonial, aquel en el estado religioso o en la vida sacerdotal (2). No están todos obligados a la práctica de los tres consejos, pero deben aspirar a poseer el espíritu de los consejos, que es el espíritu de desprendimiento de los bienes terrenales y de sí mismos, para que crezca en nosotros el apego a Dios.

Solamente en nuestro Señor no ha habido aumento o progreso de la gracia o la caridad, porque había recibido de ella, desde el instante de su concepción, la plenitud absoluta, consecuencia de la unión hipostática, por lo que el Segundo Concilio de Constantinopla afirma que Jesús no se ha vuelto mejor por el progreso de las buenas obras (3), aunque hubiera realizado sucesivamente los actos de las virtudes correspondientes a las diferentes edades de la vida

María, al contrario, se ha vuelto siempre mejor durante su vida terrenal. Más aún, ha habido en su progreso espiritual una aceleración maravillosa según un principio que ha sido formulado por santo Tomás a propósito de este pasaje de la Epístola a los Hebreos X, 25: “Exhortémonos los unos a los otros, tanto más, cuanto que veis acercarse el día”. El Doctor Angélico escribe en su Comentario sobre dicha Epístola en este sitio: “Alguien podría preguntar: ‘¿Por qué debemos progresar siempre más en la fe y en el amor?’ Es que el movimiento natural (o connatural) se vuelve tanto más rápido cuanto se acerca a su término (por el fin que capta). Es lo contrario del movimiento violento (de hecho, decimos hoy: la caída de los cuerpos es uniformemente acelerada, mientras que el movimiento inverso de una piedra lanzada al aire verticalmente es uniformemente retardado). Ahora bien, continua santo Tomás, la gracia perfecciona e inclina al bien a la manera de la naturaleza (como una segunda naturaleza); resulta, pues, que aquellos que están en estado de gracia deben crecer tanto más en la caridad cuanto se acercan a su fin último (y cuanto están más atraídos por él). Es por ello que se ha dicho en dicha Epístola a los Hebreos X, 25: ‘No abandonemos nuestras asambleas… sino exhortémonos los unos a los otros, tanto más, cuanto que veis acercarse el día’, es decir, el término del viaje. Se ha dicho en otro lugar: “La noche está avanzada, el día se acerca” (Rm., XIII, 12). ‘El camino de los justos es como la luz brillante de la mañana cuyo resplandor va creciendo hasta la mitad del día’ (Pr. IV, 18) (4).

Santo Tomás ha hecho este profundo comentario de un modo muy simple, antes del descubrimiento de la ley de gravitación universal, cuando no se conocía aún, más que de manera muy imperfecta, sin haberla medido, la aceleración de la caída de los cuerpos; ha visto de inmediato un símbolo de lo que debe ser la aceleración del progreso del amor de Dios en el alma de los santos que gravitan sobre el sol de los espíritus y la fuente de todo bien.

El santo doctor quiere decir que, para los santos, la intensidad de su vida espiritual se acentúa cada vez más, se dirigen tanto más pronta y generosamente hacia Dios cuanto más se acercan y son atraídos por Él. Tal es, en el orden espiritual, la ley de la atracción universal. Como los cuerpos se atraen, en razón directa de su masa, y en razón inversa del cuadrado de su distancia, es decir, tanto más cuanto se acercan, así las almas justas son atraídas por Dios tanto más cuanto ellas se acercan a Él.

Es por ello que la trayectoria del movimiento espiritual del alma de los santos se eleva hasta el zenit y no desciende más: no existe para ellos crepúsculo; son solamente el cuerpo y las facultades sensibles las que, con la vejez, se debilitan. En la vida de los santos, el progreso de amor es el mismo, es manifiesto, mucho más rápido durante sus últimos años que durante los primeros. Marchan espiritualmente no a un paso igual, sino a paso rápido, a pesar de la pesadez de la vejez; y “su juventud espiritual se renueva como la del águila” (Sal 102, 5).

Este progreso, siempre más rápido, existió sobre todo en la vida de la Santísima Virgen sobre la tierra, ya que, en ella, no encontraba ningún obstáculo, ninguna interrupción o desaceleración, ningún retraso en las cosas terrenales o en sí misma. Y este progreso espiritual en María era tanto más intenso cuanto la velocidad inicial o la gracia primera había sido más grande. Hubo así en María (sobre todo si, como es probable, por la ciencia infusa, conservó el uso de la libertad y el mérito durante el sueño) una aceleración maravillosa del amor a Dios, aceleración de la cual, la de la gravitación de los cuerpos, es una imagen lejana.

La física moderna enseña que si la velocidad de la caída de un cuerpo al primer segundo es de 20, al segundo es de 40, al tercero es 60, al cuarto de 80, al quinto de 100. Este es el movimiento uniformemente acelerado, símbolo del progreso espiritual de la caridad en un alma que nada retarda, y que se dirige tanto más deprisa hacia Dios cuanto que, acercándose a Él, es más atraída. Así, en dicha alma, cada comunión espiritual o sacramental es normalmente más ferviente, con un fervor de voluntad mayor a la precedente y, por consiguiente, más fructífera.

En contraste, el movimiento de una piedra lanzada al aire verticalmente, siendo uniformemente retardado hasta que cae, simboliza el progreso de un alma tibia, sobre todo si, por un apego progresivo al pecado venial, sus comuniones son cada vez menos fervientes o hechas con una devoción sustancial de voluntad que disminuye de día en día.

Estos principios nos muestran lo que ha dicho ser el progreso espiritual en María, después del instante de la Inmaculada Concepción, sobre todo si ha tenido, como es probable, el uso ininterrumpido del libre albedrío desde el seno materno (5). Como parece cierto, por otro lado, que la plenitud inicial de gracia en ella sobrepasaba ya la gracia final de todos los santos reunidos, la aceleración de dicha marcha ascendiente hacia Dios sobrepasa todo lo que podemos decir (6).

Nada la retardará, ni las consecuencias del pecado original, ni ningún pecado venial, ninguna negligencia o distracción, ni ninguna imperfección; ya que no fue jamás menos rápida a seguir una inspiración dada a manera de concejo. Cual un alma que, luego de haber hecho el voto más perfecto, fuera en ello plenamente fiel.

Santa Ana debía estar impresionada por la perfección singular de su santa hija; mas no podía, sin embargo, sospechar que ella era la Inmaculada Concepción, ni que estaba llamada a ser la Madre de Dios. Su hija era incomparablemente más amada por Dios de lo que santa Ana pensaba. Guardada toda proporción, cada justo es mucho más amado por Dios de lo que piensa; para saberlo haría falta conocer el valor de la gracia santificante, germen de la gloria, y para conocer todo el valor de este germen espiritual, haría falta gozar un instante de la beatitud celestial, al igual que para conocer el valor del germen contenido una bellota, hace falta haber contemplado un roble plenamente desarrollado que normalmente proviene de este germen tan pequeño. Las grandes cosas están a menudo contenidas en una semilla casi imperceptible, como el grano de mostaza, cual un río inmenso que proviene de débil arroyo.

El progreso espiritual en María por el mérito y la oración.

La caridad debía, pues, crecer incesantemente en la Santa Virgen, conforme al supremo precepto del amor. Pero, ¿cómo ha aumentado? Por el mérito, la oración y una comunión espiritual con Dios, presente en el alma de María desde el comienzo de su existencia.

Es necesario recordar, en primer lugar, que la caridad no aumenta precisamente en extensión, ya que, en su grado ínfimo, ama ya a Dios por encima de todo con un amor de estima, y al prójimo como a nosotros mismos, sin excluir a nadie, aunque después la bondad se extiende progresivamente. Es sobre todo en intensidad que la caridad crece, arraigándose cada vez más en nuestra voluntad, donde, para hablar sin metáforas, determina más la inclinación de ésta para alejarse de lo malo y también de lo menos bueno, y para dirigirse generosamente hacia Dios. Es un crecimiento de orden, no cuantitativo, como el de un montón de trigo, sino cualitativo, como cuando el calor se vuelve más intenso, o cuando la ciencia, sin extenderse a nuevas conclusiones, se vuelve más penetrante, más profunda, más unificada, más cierta. Así, la caridad, tiende a amar más perfecta, pura y fuertemente a Dios por encima de todo, y al prójimo y a nosotros mismos para que todos glorifiquemos a Dios en el tiempo y la eternidad. El objeto formal y el motivo formal de la caridad, como el de las demás virtudes, es así puesto cada vez más de relieve, por encima de todo motivo secundario o accesorio por el cual se detenía demasiado primeramente. Al comienzo, se ama a Dios a causa de los favores recibidos y esperados y poco por sí mismo, después se considera más que el benefactor es mucho mejor en sí mismo que todos los bienes que derivan de Él, y que merece ser amado por sí mismo a causa de su infinita bondad.

La caridad, pues, aumenta en nosotros como una cualidad, como el calor que se vuelve más intenso, y ello de diversas maneras: por el mérito, la oración, los sacramentos. Con más motivo, lo fue igualmente en María y sin ninguna imperfección.

El acto meritorio que procede de la caridad o de una virtud inspirada por ella, da derecho a una recompensa sobrenatural y, en primer lugar, a un aumento de la gracia habitual y de la caridad misma. Los actos meritorios no producen por si mismos directamente el aumento de la caridad, ya que ella no es una virtud adquirida producida y aumentada por la repetición de actos, sino una virtud infusa. Como sólo Dios puede producirla, puesto que es una participación de su vida íntima, solamente Él puede también aumentarla. Es por ello que san Pablo dice (I Co. III, 6): “Yo he plantado (por la predicación y el bautismo), Apolo ha regado, mas Dios ha hecho crecer”. (II Co. IX, 10): “Él hará crecer cada vez más los frutos de vuestra justicia”.

Si bien nuestros actos de caridad no pueden producir el aumento de dicha virtud infusa, contribuyen a dicho aumento de dos maneras: moralmente, mereciéndola; y físicamente en el orden espiritual, disponiéndonos a recibirla. El alma, por sus méritos, tiene derecho a recibir tal incremento que le hará amar a Dios más pura y fuertemente, y se dispone a recibir dicho incremento; en este sentido es que los actos meritorios marcan en cierto modo nuestras facultades superiores, las dilatan, para que la vida divina pueda penetrarlas mejor, y las elevan purificándolas.

Pero, en nosotros sucede a menudo que los actos meritorios quedan imperfectos, remissi dicen los teólogos, poco intensos (como cuando se dice calor poco intenso, fervor poco intenso), es decir, inferior al grado que hay en nosotros de la virtud de la caridad.

Teniendo una caridad de tres talentos, nos sucede a menudo actuar como si no tuviéramos más que dos, como un hombre bastante inteligente, que por negligencia, no aplicara más que muy débilmente su inteligencia. Estos actos de caridad imperfectos o poco intensos son aún meritorios, pero según santo Tomás y los teólogos antiguos, no obtienen inmediatamente el aumento de la caridad que merecen, ya que no disponen aún para recibirla (7). Aquel que, teniendo una caridad de tres talentos, obra solamente como su no tuviera más que dos, no se dispone a recibir inmediatamente un aumento de dicha virtud hasta cuatro talentos. No la obtendrá más que cuando haga un acto más generoso o más intenso de dicha virtud o de las otras virtudes inspiradas o imperadas por la caridad.

Estos principios iluminan mucho lo que ha sido en María el progreso espiritual por sus propios méritos. En ella, no hubo jamás acto meritorio imperfecto o poco intenso; esto hubiera sido una imperfección moral, una menor generosidad al servicio de Dios, y los teólogos, lo hemos visto, concuerdan en negar en ella dicha imperfección. Sus méritos obtenían, pues, inmediatamente, el aumento de la caridad merecida.

Además, para ver mejor el valor de dicha generosidad, hace falta recordar, como se lo enseña comúnmente (8), que Dios es más glorificado por un solo acto de caridad de diez talentos que por diez actos de caridad de un solo talento. Del mismo modo, un solo justo perfectísimo agrada más a Dios que muchos otros reunidos que permanecen en la mediocridad o en una tibieza relativa. La calidad predomina sobre la cantidad, sobre todo en este ámbito espiritual.

Los méritos de María eran, pues, siempre más perfectos; su corazón purísimo se dilataba, por así decir, cada vez más, y su capacidad divina se agrandaba según las palabras del Salmo CXVIII, 32: “He recorrido la senda de vuestros mandamientos, cuando dilatasteis mi corazón”.

Mientras nosotros olvidamos a menudo que estamos de viaje hacia la eternidad, y buscamos instalarnos en la vida presente como si fuera a durar siempre, María no cesaba de tener los ojos fijos en el fin último del viaje, en Dios mismo, y no perdía ni un minuto del tiempo que le era dado. Cada uno de los instantes de su vida terrena entraba así, por los méritos acumulados y siempre más perfectos, en el único instante de la inmóvil eternidad. María veía los momentos de su vida, no solamente en la línea horizontal del tiempo con respecto al porvenir terreno, sino en la línea vertical que los une siempre al instante eterno que no pasa.

Es necesario señalar además que, como enseña santo Tomás, no existe en la realidad concreta de la vida un acto deliberado indiferente; si tal acto es indiferente (es decir, ni moralmente bueno, ni moralmente malo) por su objeto, como ir a pasear, o enseñar matemáticas, ese mismo acto es, o moralmente bueno o moralmente malo en virtud del fin por el cual se lo hace, puesto que un ser razonable debe siempre obrar por un motivo razonable, por un fin honesto, y no solamente deleitable o útil (9). Se deduce que, en una persona en estado de gracia, todo acto deliberado que no es malvado, que no es pecado, es bueno; está, en consecuencia, virtualmente ordenado a Dios, fin último del justo, y es, pues, meritorio.

“In habentibus caritatem omnis actus est meritorius vel demeritorius” (10). De allí resulta que, en María, todos sus actos deliberados eran buenos y meritorios, y estando despierta, no ha habido en ella acto indeliberado o puramente mecánico, que fuera producido independientemente de la dirección de la inteligencia y la influencia de su voluntad vivificada por la caridad (11).

Es a la luz de estos principios ciertos que hay que considerar sobre todo los momentos principales de la vida terrestre de María y, puesto que hablamos aquí de aquellos momentos que han precedido la Encarnación del verbo, pensamos en su presentación en el Templo, cuando era aún niñita, y en los actos que realizó asistiendo allí en las grandes fiestas donde se leían las profecías mesiánicas, especialmente las de Isaías, que aumentaban su fe, su esperanza, su amor a Dios y la espera del Mesías prometido. ¡En qué grado penetraba ya aquellas palabras del profeta (Isaías IX, 5) sobre el Salvador venidero!: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, el imperio ha sido puesto sobre sus hombros, y se le da por nombre: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz”.

La fe viva en la niña María, ya tan elevada, debía comprender la expresión “Dios fuerte” mejor que Isaías mismo la había entendido. Penetraba ya esa verdad que, en este niño, residirá la plenitud de las fuerzas divinas y que el Mesías será un rey eterno, que no muere y que será siempre el padre de su pueblo (12).

La vida de la gracia no se incrementa solamente por el mérito, sino también por la oración, que tiene una fuerza impetratoria distinta. Es así que pedimos todos los días crecer en el amor de Dios diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino (cada vez más en nosotros), hágase tu voluntad (que vuestros preceptos sean observados por nosotros cada vez mejor)”. La Iglesia nos hace decir también en la Misa: “Da nobis, Domine, fidei, spei et caritatis augmentum”, aumenta, Señor, nuestra fe, esperanza y caridad” (XIII Domingo después de Pentecostés).

Después de la justificación, el justo puede, pues, obtener el crecimiento de la vida de la gracia, por el mérito, que tiene relación con la justicia divina, como el derecho a una recompensa, y por la oración que se dirige a la infinita misericordia. Y la oración es tanto más eficaz cuanto más humilde, confiada y perseverante es, y cuando pide primero, no los bienes temporales, sino el aumento de las virtudes, según las palabras: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y el resto os será dado por añadidura”. Así, el justo, por una oración ferviente que es, a la vez, impetratoria y meritoria, obtiene, a menudo inmediatamente, más de lo que merece, es decir, no solamente el aumento de la caridad merecida, sino aquella que se obtiene especialmente por la fuerza impetratoria de la oración distinta del mérito (13).

En el silencio de la noche, una oración ferviente, que es al mismo tiempo una oración de petición y un mérito, obtiene a menudo inmediatamente un muy notable aumento de caridad, que hace a veces experimentar que Dios es inmensamente bueno; hay allí una comunión espiritual que tiene un sabor a vida eterna.

Ahora bien, la oración de María, desde su infancia, era no solamente muy meritoria, sino que tenía una fuerza impetratoria que nosotros no sabríamos apreciar, pues era proporcionada a su humildad, su confianza, la perseverancia de su generosidad no interrumpida y siempre en progreso. Obtenía así, constantemente, según estos principios certísimos, un amor a Dios siempre más puro y fuerte.

Obtenía, también, las gracias actuales eficaces, que no podrían ser merecidas, a no ser con un mérito de condignidad, como el que lleva a nuevos actos meritorios, y como la inspiración especial, que es el principio, por medio de los dones, de la contemplación infusa.

Es lo que sucedía cuando María decía, rezando, estas palabras del libro de la Sabiduría VII, 7: “He invocado al Señor y el espíritu de sabiduría ha venido a mi. Lo he preferido a los cetros y las coronas, y a su lado he valorado en nada las riquezas. Todo el oro del mundo a su lado no es más que un poco de arena, y la plata, no vale más que el barro”.

El Señor venía así a alimentarla espiritualmente de sí mismo y se daba cada día más íntimamente a ella, incitándola a darse más perfectamente a Él.

Mejor que nadie después de Jesús, la Virgen ha dicho estas palabras del Salmo XXVI, 4: “Unam petii a Domino hanc requiram, ut inhabitem in domo Domini”. “Pido al Señor una cosa y la deseo ardientemente: habitar en su casa todos los días de mi vida y gozar de su bondad”. Cada día, veía mejor que Dios es infinitamente bueno para aquellos que lo buscan y más aún para aquellos que lo encuentran.

Antes de la institución de la Eucaristía, e incluso antes de la Encarnación, existió también en María la comunión espiritual, que es la oración más simple y más íntima del alma llegada a la vía unitiva, donde gozó de Dios presente en ella como en un templo espiritual: “Gustate et videte quoniam suavis est Dominus – Gustad y ved qué suave es el Señor” (Salmo XXXIIII, 9).

Si se ha dicho en el Salmo XLI, 2: “Como el ciervo suspira por las aguas vivas, así mi alma suspira por ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo”, cuánta debió ser aquella sed espiritual en la Santa Virgen después del instante de su Concepción Inmaculada hasta el momento de la Encarnación.

María no ha merecido tampoco la maternidad divina, pues habría merecido así la Encarnación en sí misma; pero ha merecido el grado de santidad y caridad que era la disposición próxima a la maternidad divina. Ahora bien, si la disposición lejana, que era la plenitud inicial de la gracia, sobrepasaba ya la gracia final de todos los santos reunidos, ¡qué pensar de la perfección de dicha disposición próxima!

Los años vividos por María en el Templo han activado en ella el desarrollo de “la gracia de las virtudes y los dones” en proporciones de las cuales nosotros no podemos hacernos una idea, según una progresión y una aceleración que sobrepasa por mucho la de las almas más generosas y los más grandes santos.

Sin duda, se podría exagerar atribuyéndole a la Santa Virgen una perfección que no corresponde más que a su Hijo, pero manteniéndonos en su línea, no sabríamos hacernos una idea de la elevación del punto de partida de su progreso espiritual, y aún menos de la elevación de su punto de llegada.

Lo que acabamos de decir nos prepara, sin embargo, a comprender en cierta medida lo que debió ser el aumento considerable de gracia y caridad que se produjo en ella en el momento mismo de la Encarnación.


NOTAS:
...(1) Ia IIae, q. 65, et q. 66, a. 2.

...(2) IIa IIae, q. 184, a. 3.

...(3) Cf. II Concil. Constant. (Denz, 224: “Si quis defendit… Christum… ex profectu operum melioratum… A. S.”.

...(4) Cf. S. Thomam, In Ep. ad Hebr., X, 25: “Motus naturalis quanto plus accedit ad terminum magis intenditur. Contrarium est de (motu) violento. Gratia autem inclinat in modum naturae. Ergo qui sunt in gratia, quanto plus accedunt ad finem, plus crescere debent”.

...Véase también saint Thomas, In L. I de Caelo, ch. VIII, lect. 17, fin: “Terra, (vel corpus grave) velocius movetur quanto magis descendit”. IIa IIae, q. 35, a. 6: “Omnis motus naturalis intensior est in fine, cum appropinquat ad terminum suae naturae convenientem, quam in principio… quasi natura magis tendat in id quod est sibi conveniens, quam fugiat id quod est sibi repugnans”.

...(5) Es la opinión, lo hemos dicho más arriba, de san Bernardino de Siena, Suárez, Contenson, el P. Terrier y, sobre todo, de san Francisco de Sales, que dice: “¡Cuánto hay más de apariencia en que la madre de verdadero Salomón tuvo el uso de la razón en su sueño! (Tratado del amor de Dios, 1, III, c. 8, a propósito de las palabras del Cantar de los Cantares: “Duermo, pero mi corazón vela”).

...(6) Es necesario entender bien lo que significa la expresión “sobrepasa lo que podemos decir”. Sin duda, la gracia misma consumada en María permanece finita o limitada y sería una exageración inadmisible atribuirle una perfección que no puede pertenecer más que a Nuestro Señor. En este sentido, sabemos que, en ella, el progreso espiritual no puede ir más allá de ciertos límites; sabemos lo que María no puede hacer, lo que es negativo; pero no sabemos positivamente todo lo que ella puede, ni el grado preciso de santidad al cual ha llegado ni el que ha sido su punto de partida. Así, en otro orden, sabemos negativamente lo que las fuerzas de la naturaleza no pueden producir: no pueden producir la resurrección de un muerto, ni los efectos propios de Dios, pero no sabemos positivamente hasta dónde las fuerzas de la naturaleza pueden llegar, y se le descubren fuerzas desconocidas como las del radio, que producen efectos inesperados.

...Del mismo modo, no podemos saber positivamente todo lo que pueden por sus fuerzas naturales los ángeles, sobre todo los más elevados; sin embargo, es cierto que el menor grado de gracia santificante sobrepasa ya todas las naturalezas creadas, incluidas las naturalezas angélicas y sus fuerzas naturales. Para conocer plenamente el valor del menor grado de gracia, germen de la gloria, sería necesario haber gozado un instante de la visión beatífica; máxime para conocer plenamente el valor de la misma plenitud inicial de gracia en María.

...(7) IIa IIae, q.24, a. 6, ad. 1m.

...(8) Cf. Salmanticenses: De Caritate; Disp. V dub. III, § 7, n° 76, 60, 85, 93.

...(9) Cf. saint Thomas Ia, IIae, q. 18, a. 9.

...(10) Saint Thomas, De Malo, a. 5, ad 17.

...(11) Es lo que enseña muy justamente el P. E. Hugon, Marie, pleine de grâce, 5º edición, 1926, pág. 77.

...(12) Nadie puede afirmar con certeza que María, desde antes de la Encarnación, no ha visto, en el sentido literal de dicho anuncio mesiánico de Isaías, “Dios fuerte”, la divinidad del Mesías prometido; la Iglesia, iluminada por el Nuevo Testamento, ve dicha verdad en esas mismas palabras que repite en las Misas de Navidad; ¿Quién osaría afirmar que María no la ha visto desde antes de la Encarnación? El Mesías es el ungido del Señor, ahora bien, a la luz del Nuevo Testamento, comprendemos que, dicha unción divina está, en primer lugar, constituida por la gracia de unión que no es otra que el mismo Verbo que da a la humanidad de Jesús una santidad innata, sustancial e increada. Cf. S. Thomas, IIIa,. q. 6, a. 6 ; q. 22, a. 2, ad 3m.

...(13) Es así que el justo puede obtener, por la oración, gracias que no podrían ser merecidas, como la de la perseverancia final, que no es otro que el principio mismo del mérito, o el estado de gracia conservado al momento de la muerte, cf. Ia IIae, q.114, a. 9. Del mismo modo, la gracia actual eficaz que, a la vez, preserva del pecado mortal, conserva en estado de gracia y lo hace crecer, no puede ser merecida; pero es, a menudo, obtenida por la oración. Igualmente, pues, la inspiración especial que es el principio, por los dones de la inteligencia y la sabiduría, de la contemplación infusa.

Publicado en La vie spirituelle n° 255, Julio de 1941. Traducción del francés del Dr. Martín E. Peñalva. Tomado de Oriente Cristiano
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