miércoles, 9 de mayo de 2012

SER SACERDOTE, DON DE DIOS por San Juan de Ávila


«Entre todas las obras que la divina Majestad obra en la Iglesia por ministerio de los hombres, la que tiene el primado de excelencia, y obligación de mayor agradecimiento y estima, es el oficio sacerdotal; por el ministerio del cual el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Jesucristo Nuestro Señor, y su divina persona está por presencia real debajo de los accidentes del pan que antes de la consagración había. Conviene mucho conocer esta merced, para agradecerla al Señor que la hace, y también para usar bien de ella; lo cual, como San Ambrosio dice, no se puede hacer si primero no es conocida. Mas ¿quién tendrá vista tan aguileña que pueda fijarla en el abismo de la lumbre de Dios, de cuyo corazón tal obra procede, tan llena de maravillas manifestadoras de su inefable saber, inmenso poder, infinita bondad, que ésta por excelencia se llama gloria de Dios, como el glorioso San Ignacio la llama?
Si queremos comparar la alteza del oficio sacerdotal, sin comparación, será como comparar un cortesano de la cámara del rey, que trata con su misma persona, a un aldeano que ha menester el favor de este privado, y se hinca de rodillas delante de él y le besa las manos, pidiéndole con mucha humildad que interceda por él al rey con quien trata; y si lo queremos comparar con reyes, aunque sean monarcas, excédeles tanto, según San Ambrosio dice, como el oro excede al plomo.
Y no se tengan por afrentados los hombres terrenales, bajos o altos, cuyo poder es en cuerpos o en cosas corporales, en ser excedidos de los sacerdotes de Dios, cuyo poder es en las almas, abriéndoles o cerrándoles el cielo, y lo que es más, teniendo poder sobre el mismo Dios, para traerlo al altar y a sus manos; pues que los ángeles del cielo, aunque sean los más altos serafines, reconocen esta ventaja a los hombres de la tierra ordenados en sacerdotes; y confiesan que ellos, con ser más altos en naturaleza, y bienaventurados con la vista de Dios, no tienen poder para consagrar a Dios, como el pobre sacerdote lo tiene.
No tienen envidia de esto, porque están llenos de verdadera caridad; y, viendo en las manos de un sacerdote al mismo Hijo de Dios a quien ellos en el cielo adoran y con profunda humildad le alaban con mucho temblor, admíranse sobremanera de la divina bondad, que tanto se extiende, y gozándose mucho de la felicidad de los sacerdotes, y una y muchas veces, con entrañable deseo, les dicen: Benedicite, Sacerdotes Domini, Dominum; laudate et superexaltate eum in saecula; y de verlos tan honrados de Dios, hónranlos ellos, y oyen con temblor las santas palabras que de la boca del sacerdote salen; y adoran a su mismo Rey y Señor en las manos del sacerdote, como una y muchas veces lo adoraron en los brazos de la Sagrada Virgen María. ¿Quién no exclamará, si esto bien siente, con el profeta David: Quis loquetur potentias Domini, auditas faciet omnes laudes eius? ¿Quien no dirá: Venite et videte opera Dei, benignissimi, et dulcissimi super sacerdotes: por cuyo ministerio no se contenta con convertir “mare in aridam”, como lo hizo por mano de su siervo Moisés; mas convierte el pan y vino en cuerpo y sangre del mismo Dios? ¡Oh bondad grande suya, que así engrandece a los sacerdotes, que los levanta del polvo y estiércol, y les da poder no sólo como a los príncipes de su pueblo, más aún: que puedan lo que ellos no pueden!» 


San Juan de Ávila, Tratado del Sacerdocio.

Fuente: http://misagregorianagrancanaria.wordpress.com/2012/03/18/san-juan-de-avila/
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