Autor: San Francisco de Sales*
La noche anterior, comienza a prepararte para la Sagrada Comunión, con muchas aspiraciones y deseos amorosos. Si durante la noche te despiertas, llena enseguida tu corazón o tu boca de palabras de adoración, con las cuales tu alma perfumada se perfuma para recibir al Esposo, quien mientras tú duermes, se prepara para traerte mil gracias y favores, si tú estás en disposición de recibirlos.
Por la mañana, levántate con gran alegría, por la felicidad que esperas, y una vez confesada, ve con gran confianza, pero también con gran humildad, a recibir este pan celestial, que te alimenta para la inmortalidad. Y, después que hayas dicho estas palabras: "Señor, yo no soy digna de que entres en mi casa...", pasa a comulgar, abriendo con suavidad la boca y levantando lo necesario la cabeza, para que el sacerdote pueda ver lo que hace. Recibe, llena de fe, de esperanza y de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual, crees, esperas y amas.
Imagínate que, así como la abeja, después de haber recogido de las flores el rocío del cielo y el néctar más exquisito de la tierra, y, después de haberlo convertido en miel, lo lleva a su panal, de la misma manera, el sacerdote, después de haber tomado del altar el Salvador del mundo, verdadero Hijo de Dios, que, como rocío, desciende del cielo, y verdadero Hijo de la Virgen, que, como una flor, ha brotado de la tierra de nuestra humanidad, lo pone, como manjar de suavidad, en tu boca y en tu corazón. Una vez lo hayas recibido, mueve tu corazón a rendir homenaje a este Rey Salvador; habla con Él de tu vida interior, contémplalo dentro de ti, donde ha entrado para tu felicidad; en fin, hazle tan buena acogida como puedas y pórtate de manera que, en todos los actos, se conozca que Dios está en ti.
Pero, cuando no puedas tener el gozo de comulgar realmente en la santa Misa, comulga, a lo menos, de corazón y en espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a esta carne vivificadora del Salvador.
Tu gran anhelo, en la comunión, ha de ser avanzar, robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya que debes recibir por amor al que sólo por amor se da a ti. No, el Salvador no puede ser considerado en una acción ni más amorosa ni más tierna que ésta, en la cual podemos afirmar que se anonada y convierte en manjar, para penetrar en nuestras almas y unirse íntimamente al corazón y al cuerpo de sus fieles.
Si el mundo te pregunta por qué comulgas con tanta frecuencia, dile que lo haces para aprender a amar a Dios, para purificarte de tus imperfecciones, para consolarte en sus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades. Dile que son dos las clases de personas que han de comulgar con frecuencia: las perfectas, porque, estando bien dispuestas, faltarían si no se acercasen al manantial y a la fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente para que puedan aspirar a ella; las fuertes, para no enflaquecer, y las débiles, para robustecerse; las enfermas, para sanar, y las que gozan de salud, para no caer enfermas; y tú, como imperfecta, débil y enferma, tienes necesidad de unirte, con frecuencia, con tu perfección, con tu fuerza y con tu médico. Dile que los que no están muy atareados han de comulgar con frecuencia, porque tienen tiempo para ello, y que los que tienen mucho trabajo también, porque lo necesitan, pues los que trabajan mucho y andan cargados de penas, han de tomar alimentos sólidos y frecuentes. Dile que recibes el Santísimo Sacramento para aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no se hace con frecuencia.
Filotea, comulga a menudo, tanto cuanto puedas, y, créeme, las liebres de nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no ven ni comen más que nieve; y tú, a fuerza de adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza misma, en este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa, toda buena y toda pura.
* Extracto del libro "Introducción a la vida Devota -Fliotea-" Grupo editorial Lumen, Buenos Aires-México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario