¿ANTROPOCENTRISMO O TEOCENTRISMO?
El catolicismo –es decir el verdadero cristianismo- es, fundamentalmente, una religión divina. Si Dios se hizo hombre fue para –en cierto modo- divinizar al hombre, para hacer que se cumpla el alto destino de lo humano en su perfeccionamiento, que supera al humanismo homocéntrico.
Por la revelación sabemos que el hombre es para Dios. La ley de Dios no está hecha a la medida y agrado del hombre; ella tiende a elevarlo de acuerdo con su propia naturaleza enraizada en Dios, venciendo su propia gravedad. La Religión no tiene por fin primordial facilitar la vida sobre la tierra, sino guiar al hombre -a través de los obstáculos- por la senda que lo lleva a la vida eterna. De allí que parezca –a algunos- en ciertos casos inhumana, cuando en verdad es sobrenatural. El yo, de suyo egoísta, únicamente por la gracia puede desinteresarse de sí propio. Y al perderse a sí mismo, se gana en el plano superior, en el teocéntrico, en el auténtico.
No existe Dios para beneficio del hombre, aunque éste puede impetrar y recibir su perdón y su auxilio. Fue creado el hombre para servir a Dios, para amarlo con toda su alma y todas sus fuerzas.
El punto de referencia es Dios: no el hombre.
Esto suena duro en lo oídos de nuestros contemporáneos, que han olvidado Cielo e infierno y sólo saben de la tierra y de la autoafirmación como instancia suprema. Es duro, pero es verdad. Y “la verdad os hará libres”: librará al hombre del hombre para que pueda ser de Dios. Las palabras blandas, las que aseguran que lo esencial es la felicidad del hombre en la tierra –para que sea valle de pocas lágrimas- en materia social, en materia económica, en materia moral, en materia sexual, las palabras blandas –digo- no son palabras de espíritu sino de eso, de materia; no son palabras de vida, sino de muerte.
“Humano” no es el valor supremo; “humano” adquiere dignidad cuando es destello de Dios.
Porque el hombre tiene una dimensión más que aquella natural en que se encuentran razón y dignidad. La dimensión divina, aquella que no corresponde ni se sigue de la esencia del hombre sino se debe a un don, a la gracia, que eleva al hombre a un orden superior; y en ese orden superior se encuentra la fe. Aparte de todo lo humano en ella, de lo que puede hacer el hombre por adquirirla y despertarla (motivos de credibilidad, argumentación, ejemplos, etcétera), en la fe lo decisivo es la gracia: Acto del intelecto por el cual se adhiere a la verdad revelada, efectúase bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia de Dios. Si este último y final resorte falta, todos los demás son inútiles. Pero si irrumpe lo sobrenatural en nosotros, y con ello nosotros en lo sobrenatural, entonces la voluntad -que es libre- puede decidirse, y se decide, por aquella posición que la razón humana no ve siempre como necesaria, y considera -a veces- dura. Y al decidirse por ella inicia la senda de su justificación.
Hay mérito en la fe porque aquello a lo que asiente es a veces duro. Y esto es posible porque la libre voluntad, en el momento de escoger, tiene en su balanza un contrapeso: la gracia.
Gracia y dureza están en los platillos de la balanza, y la libertad se inclina por uno, aceptando la dura verdad, o por otro, rechazando lo que mal juzga como “inhumano”. Cuanto más dura la verdad, tanto mayor el mérito.
Demos gracias al Señor por la dureza de su Verdad, pues por ella alcanzamos la dulzura de su Gloria.
Autor: Alberto Wagner de Reyna
ok
ResponderEliminarcomento el comentario de mi compañero
ResponderEliminarLa verdad me saque un 10
ResponderEliminaren el trabajo con esta informacion