miércoles, 22 de julio de 2009

¿DIOS O EL HOMBRE? ¿TEOCENTRISMO O ANTROPOCENTRISMO?



A continuación reproducimos un texto resumido del escritor y filósofo peruano Alberto Wagner de Reyna. Se trata de un tema esencial. Hoy que el antropocentrismo todo lo invade, hoy que no sólo en el pueblo católico se ha propagado el virus de la laicidad y del humanismo como fin último y supremo, sino incluso, también, en un sector del mismo clero que sólo habla del hombre y sus limitados fines temporales; la pluma de Wagner nos viene a recordar que Dios es el fin del hombre, que estamos hechos para servirlo y adorarle, así como cuáles son los papeles de la fe y de la gracia, y la disyuntiva que tiene el hombre para elegir entre éstas o la comodidad de vivir en un plano meramente horizontal, olvidando lo verdaderamente auténtico: que lo humano adquiere dignidad sólo cuando es destello de Dios. La visión antroponcéntrica no sólo es limitada sino que, en múltiples aspectos, trastoca el fin para el que fue hecho el hombre. No olvidemos que el genuino cristianismo está representado en la Cruz salvadora de Cristo con sus dos leños transversales. Uno, el horizontal, que simboliza la preocupación por la realidad humana y su dimensión terrena, en la que el amor al prójimo, la justicia y la caridad inundan la preocupación cristiana; y el otro, más importante aún, el vertical, que representa que Cristo nos dio potestad de ser hijos de Dios y nos ofrece el camino espiritual que debemos transitar para alcanzar la bienaventuranza eterna; leño que nos habla del sentido y dimensión sobrenatural del hombre. La Cruz de Cristo está compuesta por esas dos dimensiones. Siendo una más importante, pues ilumina y dignifica a la otra, ninguna de ellas puede olvidarse sin que se mutile el mensaje cristiano. Como dice la liturgia: "Dulces leños que sostuvieron tan dulce peso".
Pasemos al escrito del Dr. Wagner:


¿ANTROPOCENTRISMO O TEOCENTRISMO?


El catolicismo –es decir el verdadero cristianismo- es, fundamentalmente, una religión divina. Si Dios se hizo hombre fue para –en cierto modo- divinizar al hombre, para hacer que se cumpla el alto destino de lo humano en su perfeccionamiento, que supera al humanismo homocéntrico.

Por la revelación sabemos que el hombre es para Dios. La ley de Dios no está hecha a la medida y agrado del hombre; ella tiende a elevarlo de acuerdo con su propia naturaleza enraizada en Dios, venciendo su propia gravedad. La Religión no tiene por fin primordial facilitar la vida sobre la tierra, sino guiar al hombre -a través de los obstáculos- por la senda que lo lleva a la vida eterna. De allí que parezca –a algunos- en ciertos casos inhumana, cuando en verdad es sobrenatural. El yo, de suyo egoísta, únicamente por la gracia puede desinteresarse de sí propio. Y al perderse a sí mismo, se gana en el plano superior, en el teocéntrico, en el auténtico.

No existe Dios para beneficio del hombre, aunque éste puede impetrar y recibir su perdón y su auxilio. Fue creado el hombre para servir a Dios, para amarlo con toda su alma y todas sus fuerzas.

El punto de referencia es Dios: no el hombre.

Esto suena duro en lo oídos de nuestros contemporáneos, que han olvidado Cielo e infierno y sólo saben de la tierra y de la autoafirmación como instancia suprema. Es duro, pero es verdad. Y “la verdad os hará libres”: librará al hombre del hombre para que pueda ser de Dios. Las palabras blandas, las que aseguran que lo esencial es la felicidad del hombre en la tierra –para que sea valle de pocas lágrimas- en materia social, en materia económica, en materia moral, en materia sexual, las palabras blandas –digo- no son palabras de espíritu sino de eso, de materia; no son palabras de vida, sino de muerte.

“Humano” no es el valor supremo; “humano” adquiere dignidad cuando es destello de Dios.

Porque el hombre tiene una dimensión más que aquella natural en que se encuentran razón y dignidad. La dimensión divina, aquella que no corresponde ni se sigue de la esencia del hombre sino se debe a un don, a la gracia, que eleva al hombre a un orden superior; y en ese orden superior se encuentra la fe. Aparte de todo lo humano en ella, de lo que puede hacer el hombre por adquirirla y despertarla (motivos de credibilidad, argumentación, ejemplos, etcétera), en la fe lo decisivo es la gracia: Acto del intelecto por el cual se adhiere a la verdad revelada, efectúase bajo el imperio de la voluntad, movida por la gracia de Dios. Si este último y final resorte falta, todos los demás son inútiles. Pero si irrumpe lo sobrenatural en nosotros, y con ello nosotros en lo sobrenatural, entonces la voluntad -que es libre- puede decidirse, y se decide, por aquella posición que la razón humana no ve siempre como necesaria, y considera -a veces- dura. Y al decidirse por ella inicia la senda de su justificación.

Hay mérito en la fe porque aquello a lo que asiente es a veces duro. Y esto es posible porque la libre voluntad, en el momento de escoger, tiene en su balanza un contrapeso: la gracia.

Gracia y dureza están en los platillos de la balanza, y la libertad se inclina por uno, aceptando la dura verdad, o por otro, rechazando lo que mal juzga como “inhumano”. Cuanto más dura la verdad, tanto mayor el mérito.

Demos gracias al Señor por la dureza de su Verdad, pues por ella alcanzamos la dulzura de su Gloria.
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Quede pues claro: Lo humano no es el valor supremo; lo humano adquiere dignidad sólo cuando es destello de Dios.

Autor: Alberto Wagner de Reyna

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