sábado, 5 de febrero de 2022

VOLVER A LA TIERRA

"Las ciudades destruyen las costumbres" 
José Alfredo Jiménez


 Señor, soy un labrador. Mi piel tiene el sabor y el color de la tierra. He visto durante más de setenta años nacer el sol. La tierra ha bebido miles de veces el sudor de mi frente y de mis brazos. Pero he sentido también el gozo de saborear las cosas genuinas. Y en ellas me ha parecido encontrar todavía el frescor de la creación.

 ¿Me equivocaré Señor, cuando te siento presente en todo lo que me regala mi tierra no contaminada por la vil explotación del consumo?

 Yo me he sentido vivo en el agua limpia de mis fuentes y de mis arroyos. En el pan amasado por mi mujer, cocido en el horno de mi pueblo: un pan sólo pan; en el vino hecho con las uvas de mi viña madura y fecunda como un poema bíblico.

 Te he sentido al saborear el fruto de mis cerezos y de mis manzanos, de mis perales y de mi huerta. Son frutos que no han perdido el sabor del sol ni de la lluvia.

 A los setenta años de comunión con todo lo que me regala la creación, hoy me encuentro en la ciudad, donde nadie se acuerda de nuestras tierras, donde a nadie le interesa ya nuestro pan-pan y nuestro vino-vino.

 Mis hijos pensaban que todo aquí sería mejor, más grande, más divertido, más fácil… Sí, hay más hierro, más cemento, más gente, más coches, más cines, más ruido y más dinero: más iglesias también. Pero poco se puede rezar. 

 Siento la rebelión de mi sangre. No logro dormir porque oigo el lamento angustioso de mi tierra que protesta y llora y se arrastra por las calles y mercados, humillada, escondiendo su vergüenza. 

 Sí, porque la sociedad, por amor al dinero, ha deshonrado lo mejor de tu creación. El hombre, que debería seguir la obra que Tú comenzaste, para hacerla cada día más auténtica y más rica, se ha apoderado de ella para mecanizarla, adulterarla y sofisticarla. 

 Aquí el agua no es el agua que cantó Francisco de Asís: está sucia y contaminada. Aquí el pan no es el pan: es un producto químico. Aquí el vino no se hace con las uvas de nuestras viñas: es agua teñida. 

 Aquí la fruta no tiene sabor a sol: es de plástico. Aquí todo tiene sabor a laboratorio, a medicina: ha perdido el gusto de la tierra. 

 Todo sabe a lucro, a especulación, a explotación. Déjame, Señor, que grite mi dolor. Préstame por un momento la rabia de tus profetas, porque tengo ganas de maldecir. 

 No maldeciría la técnica ni la ciencia, si fueran capaces de servir a la naturaleza para perfeccionarla, de multiplicar el pan sin que deje de ser pan, -como lo multiplicaron tus manos-, de hacer el milagro de que los frutos de la tierra pudieran llegar a todas las mesas pero sin que la manzana dejase de ser manzana y sin que la lechuga perdiese su sabor a tierra y la leche su sabor a hierro. 

 Yo maldigo proféticamente la tierra puesta al servicio del lucro y no de la vida. 

 Ya que nadie me escucha, ya que todos me miran como a un loco, deja que pueda gritar al menos a Ti mi indignación y mi angustia: ¡Nos están envenenando! 

 Tengo miedo de que los hombres acaben comiendo cemento o billetes de banco. 

 Señor, coge de nuevo tu látigo y recorre el gran templo de la sociedad y golpea los nuevos mercaderes: échales fuera, porque están convirtiendo la casa de tu Padre, tu creación, en una cueva de ladrones, donde ya no es posible rezar a Quien nos regala el pan de cada día.

 Perdóname, Señor, pero hoy me marcho: dejo la ciudad, dejo "el progreso". Sacudo el polvo de mis sandalias y me vuelvo pobre a mi tierra.

 No es cobardía, ni evasión, ni nostalgia estúpida. No es condena al verdadero progreso. Es miedo a perder mi dimensión profunda de hombre. Miedo a oler demasiado a cemento y a hipocresía. Miedo a no poder seguir rezando con el lenguaje puro de la tierra, del sol, del viento y de la lluvia. Miedo a olvidarme de que el hombre vale más que lo que construye.

 Y ¿cómo podríamos seguir siendo hombres si prostituimos cada día, sutil pero diabólicamente, la tierra que nos da el ser y el gusto de la encarnación? 

 Desde mi tierra, pobre y solo, no me olvidaré de mi prójimo. Por él te haré cada mañana, al nacer el día, esta oración: 

 "Que los hombres sean capaces de descubrir todavía el sabor a pan".

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