Queridos hermanos, cuántas almas, quizá las de algunos de ustedes, están atrapadas por las cadenas de sus pasiones, sus debilidades de la carne, de sus pecados y no pueden romper esas ataduras de ellas, no pueden vencerlas, y todo porque nadie le ha enseñado la importancia del combate espiritual, nadie les ha adiestrado en este combate, ni le ha dicho que dura toda la vida y es el único medio de poder conservar la fe venciendo las contantes insidias del maligno.
Así como San Pablo repitió estas palabras al término de su vida ("He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe". 2 Tim. 4, 7.), de igual forma hemos de repetirlas nosotros cuando nos acerquemos al término de la prueba de nuestra vida. Veamos en esta primera parte la ley que rige este combate y su necesidad.
La vida es un combate. Militia est vita hominis.
¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra? (Job. 7, 1). Bien lo sabemos, más también lo es la vida espiritual. Conocemos el principio de esta lucha más no admitimos las consecuencias, y esto es lo que hace que una gran mayoría de almas cedan a las tentaciones: no están dispuestas a asumir las consecuencias de su combate. Saben que han de luchar, más ante el resultado dejan de hacerlo, las consecuencias que conlleva dejar a la persona amada, por ejemplo, es demasiado para aceptar el combate y vencer.
No puede adquirirse la paz del alma sin combate firme y continuado. La tranquilidad interior, el sosiego del alma no se adquieren ni se conservan sino por medio de la lucha, del combate perpetuo. Es el dulce fruto que se recoge, como lo hizo San Pablo, algún día, más es fruto prohibido para que quien no ha combatido generosamente, quien no se prepara para el combate con decisión y denuedo.
La vida del cristiano en la tierra es un combate continuado. Nuestra vocación es una lucha constante, un combate leal y generoso -el buen combate-, esto es lo que indica las palabras del Apóstol. ¿No está vedado el Cielo para las almas tímidas y pusilánimes, para las almas pecadoras y traidoras? ¿Acaso estará el Señor en nuestros corazones si nosotros no le colocamos en él a base de nuestra lucha, esfuerzo, amor y perseverancia? Ese trono donde el Señor quiere reinar sólo se consigue a base de lucha, sudor, lágrimas y también con nuestra propia sangre. El Señor, en este sentido, no quiere ser un rey pacífico, sino batallador, un rey victorioso, un rey que ante todo y sobretodo reine por derecho propio. Nuestra vida es una lucha, un empeño, un juramento prestado a Dios, a nosotros mismos, y a los demás hombres, de que combatiremos sin tregua y sin descanso todos los días de nuestra vida por nuestra santificación y la gloria de Dios, y la salvación de las almas.
¿Por qué estamos en estado de guerra?
Lo experimentamos constantemente a causa de nuestras malas inclinaciones, nuestras constantes debilidades, nuestras repetitivas caídas y nuestra inconstancia en el bien y buenos propósitos. Lo experimentamos en nuestro cansancio en la lucha, en el desánimo en el combate, en nuestro ánimo flaco, débil y temeroso ante el combate, todo lo opuesto al alma recia, decidida y valiente.
Dios no nos creo en las condiciones actuales, Dios nos creó de tal forma que todas las tendencias del corazón del hombre eran hacia el bien; el hombre se dirigía de forma espontánea y natural a Dios, amaba a Dios ante todas las cosas y amaba a Dios en Dios. Pero la realidad del hombre tras el pecado original es muy distinta, se aleja de Dios, todas sus tendencias le apartan más y más de Él, y si el hombre cede a esta inclinación el alma irá precipitándose sucesivamente interponiendo entre ella y Dios una distancia tal que muchas almas no podrán acortar.
El alma humana tiene que corregir constantemente la tendencia hacia el mal, contraria al bien y a la virtud. Además de nuestra propia cooperación necesita el hombre la ayuda de la Gracia. Nunca iremos a Dios sino es gracias a un impulso sobrenatural, no nuestro pero que hacemos nuestro, que lo identificamos con nuestro espíritu, con nuestro corazón, con nuestra alma. Es la fuerza de la Gracia de Dios la que nos impele al combate espiritual, que nos mantiene en alerta continua contra nuestras flaquezas y debilidades, que nos alienta en los momentos de desaliento para permanecer siempre en estado de alerta.
El alma que se desvía de Dios, ¿a dónde va? Al camino sin fin del error, de la pasión de la carne, de la funesta tendencia pecadora. El alma que se aleja de Dios se dirige forzosamente hacia uno mismo. Dios o nosotros. Lo que no damos a Dios lo damos a nuestro egoísmo y más bajo instinto. El pecado original nos separó de Dios y nos unió a nosotros mismos. Alejándose el alma de Dios sólo puede ir a encontrarse a sí misma, que no es otra cosa que la pura nada. En su nada busca saciar su sed de felicidad y de proyectos de vida, en su nada vive y quiere edificar su vida.
El alma fiel encuentra a Dios en el combate.
Ahora es el tiempo de la prueba, del combate, más cuando hayan pasado los días de la prueba, cuando llegue el momento de determinar para toda la eternidad el estado del alma, entonces el que ha sido fiel en la lucha y el combate, el alma que ha buscado firmemente a Dios, que ha querido a Dios a pesar de todas las dificultades, que ha procurado que sus pensamientos, sus deseos, sus actos se dirigiesen a Dios, entonces esa alma, encontrará a Dios, que es todo su bien y que lo será para toda la eternidad. Ahora es el tiempo de la ley de la prueba, al final vendrá la ley de la felicidad, de la gloria, el encuentro con Dios.
El alma que haya sido infiel a esta ley de la prueba, que dejó de luchar, abandonó el combate espiritual, se dejó vencer por sus propias debilidades y concupiscencias, oirá la terrible sentencia que encierra todo un porvenir de desgracias. Apártate de Mí, le dirá el Señor, pues nunca viniste hacia Mí, siempre fuiste hacia ti mismo, te complaciste contigo mismo, buscaste tu propia felicidad en la tierra dando cumplimiento a todos tus deseos, rehusaste la lucha y el más mínimo esfuerzo, no me buscaste, no quisiste apoyarte en Mí; te negaste a Mí gracia, la rechazaste, sólo te apoyaste en tus propias fuerzas humanas. Me has rechazado. No puedo acogerte contra tu voluntad.
El combate espiritual se da en un amplio aspecto de nuestra vida. Empezamos con los pensamientos, por las imperceptibles tendencias de nuestra voluntad, los deseos íntimos de nuestro corazón, los actos exteriores de nuestra vida, nuestras intimidades y relaciones. ¿Qué armas emplear? Las de la Ley de Dios, las de la fe, que nos llevan a Dios e impiden que nos alejemos de Él, y nos mandan que procuremos referir a Dios todos nuestros actos.
Creo en Dios. Credo un Deum.
El que quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo y tome su cruz, y sígame (Mt. 16, 25). Quien no renuncia a sí mismo no es discípulo de Jesucristo. Son palabras duras únicamente para las almas enfermas, para la naturaleza muerta, pero no para las almas en Dios. Esta es la ley de la vida que consiste en la abnegación y el desprecio propio. Cuando la abnegación es completa no hay duda que es la perfección. Que es si no, verdadera abnegación, cuando el alma quiere evitar el pecado mortal, y renunciando a sí mismo, a sus sentimientos, y con decisión, e incluso heroísmo, toma las decisiones necesarias para evitarlo. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mi (Mt.10, 37). Nada somos sino no estamos en Dios, y lo que somos lo tenemos de Dios, no existimos sino para Él. Debemos mirarnos y ver a Dios en nosotros, en nuestro amor y en nuestras tendencias.
En las primeras palabras del Credo encontramos la razón del combate espiritual: Credo in Deum. Creo en Dios, es decir, en el fin de mi vida, el principio de todo mi ser, la razón de todas mis acciones, deseos y pensamientos. Creo en Dios, en quien ha de asentarse toda mi vida y todos los movimientos de mi ser. Al afirmar: Creo en Dios, hacemos un acto de fe, y de confianza, pues afianzamos nuestra vida únicamente en Dios. Cuando Dios nos exige el sacrificio de alguna pasión fuerte, cuando por su Gracia hemos sido regenerados, el alma puede pensar que su vida es imposible en esas nuevas condiciones, se siente sin apoyos en sí misma, pero la fe práctica le responde: Creo en Dios. ¡Credo! He aquí el alimento del alma, la fuerza que mantiene al alma en la lucha, la razón por la cual combate con decisión contra todas las pasiones del alma, por lo cual se sacrifica, se desprecia a sí mismo. Es el aliento que mantiene al alma alerta día y noche, la fuerza para no decaer ante las tentaciones, la esperanza de la visión de Dios.
No hay grandeza ni gloria sino en la vida cristiana, es decir, cuando afirmo Credo un Deum, afirmo que Dios existe, que interviene en mi vida, en mis acciones. La verdadera vida cristiana consiste en vencerse a sí mismo, no tenernos en cuenta, no amarse a un mismo. La verdadera vida del cristiano es una gran abnegación y renuncia de sí mismo, es un gran sacrificio, es un holocausto, es un Abraham que toma a su hijo Isaac para sacrificarle al Señor, siendo nosotros ese Abraham y ese Isaac; si comprendiéramos así nuestra vida de fe, se comprendería toda su belleza.
Cuanto mayor es el combate, más consuelo y paz se conquista.
No podemos abarcarlo toda en el combate espiritual, la prudencia ha de ordenar esta lucha. No intentemos abarcarlo todo inmediatamente. Si nos conocemos a nosotros mismo veremos los aspectos más necesitados por los cuales debemos fijar más nuestra atención. Pongámonos en la primera actitud de vida. La de no ser enemigos de Dios. Partiendo de aquí iremos avanzando en la lucha espiritual. Miraremos a nuestras pasiones, nuestros vicios, nuestras inclinaciones culpables, en fin todo lo que suponga atentar contra la ley de Dios. Después atenderemos al ejercicio de las virtudes, las que más que nos interesan y de las que el prójimo tiene necesidad que tengamos. Con este orden de combate tenemos el camino abierto para la victoria, para el triunfo sobre nosotros mismos.
Queridos hermanos, cuanto mayor sea nuestra fidelidad en el combate espiritual, cuanto más fuerte sea, más felicidad obtendremos, y más paz y consuelo. Dios promete la felicidad y el consuelo a todas las almas generosas, a todos los verdaderos combatientes, diciendo: Al que venciere, le daré del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en ella esté escrito un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo revive (Ap. 2, 17). Ese maná será el alimento invisible de las almas bienaventuradas. Bien vale ese maná todo el esfuerzo, sudor y lágrimas por conseguirlo.
Pongámonos de pie en este campo de batalla espiritual contra las fuerzas del mal que me arrastran lejos de Dios, sigamos el divino estandarte donde están grabadas las divinas promesas de gloria para los que sean fieles hasta el final. Combatamos nuestro combate y guardemos la fe hasta el final de nuestra carrera.
2a Parte
Queridos hermanos, quien esté dispuesto a combatir la lucha espiritual ha de prever las muchas dificultades de todo orden con las que se encontrará, pero también ha de estar lleno de la confianza del salmista: Aunque acampe contra mí un ejército, no teme mi corazón, aunque me den la batalla, también estoy tranquilo. Vamos a ver tres aspectos del combate espiritual: volver decididamente nuestra vida a Dios y mantenerla, una vida exterior expresión de la interior y la transmisión de nuestra vida espiritual a los demás, espíritu misionero.
Volver nuestra vida decididamente a Dios y mantenerla.
En el momento de estar alejados de Dios, hemos de volver decididamente a Él, hasta con violencia si fuese necesario, dándonos la espalda a nosotros mismos; presentarnos cara a Dios de todo corazón. Esta es la primera lucha, el primer combate fundamental en que tendremos que vérnoslas con nosotros mismos. Pero hemos de cuidar mucho no engañarnos, haciendo de nuestra renuncia al pecado sólo una tregua, y no una ruptura firme. Mucha atención a este aspecto, muy común desgraciadamente: se lucha, más no hay un deseo verdadero de ruptura con la vida pecaminosa. Dice el libro del Apocalipsis (3, 1): Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo y estás muerto. Nomen habes quod vivas, et mortuus es.
Es importante plantear sin dudas ni reservas nuestro deseo de conversión a Dios, y además mantener con firmeza nuestra decisión; tal es nuestro primer combate. Dada la realidad de nuestra vida y de nuestro entorno, es necesario defender lo conseguido, continuar perseverando en la fidelidad a Dios, a pesar de la resistencia exterior y de lo que pensaren los demás. Es preciso plantear nuestra lucha con total entereza, y por decirlo así con osadía divina, en medio de todas las contradicciones y ataques de este mundo.
Es muy importante reconocer y descubrir el estado de nuestra vida con respecto al combate, es decir, ¿tenemos inclinación a olvidarnos de Dios?, ¿tenemos un excesivo cuidado por nosotros mismo?, o por el contrario amamos a Dios y estamos prestos a renunciar a cuanto sea necesario por no apartarnos de Él. Debemos conocer y saber si vivimos de la vida gloriosa y verdadera a la que Dios nos ha invitado y para la cual fuimos creados. ¿Estamos en ella sí o no? No cabe término medio, sólo grados. Pero, si el alma no está en los primeros grados de unión con Dios, es decir sin pecado mortal, entonces, no tiene vida sino muerte.
¿Dónde hallará el alma su alimento para mantenerse firme sin decaer? Ya dijimos en el primer artículo la importancia del la fe, las primeras palabras del Credo: Credo in Deum. Ahora lo completamos con la vida de oración y la frecuencia de los sacramentos. La oración es el sustento del alma, pero la experiencia demuestra que no es fácil orar bien, entre otros motivos porque son muchas las almas que no saben rezar. Muchos acuden a la oración de vez en cuando, cuando tienen tiempo, o cuando se acuerdan, no forma parte de la vida espiritual del alma, o al menos no de forma predominante. Es difícil una vida de oración ininterrumpida, que se haga todos los días, sin tener en cuenta las dificultades que pueda haber. Por esta razón es necesario también el combate espiritual para mantener la constancia de la vida de oración. Es una lucha que hay que afrontar y vencer diariamente.
La frecuencia de los sacramentos es el otro aspecto fundamental de la vida espiritual del alma, y también causa de combate; la Sagrada Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia, he aquí los alimentos del alma a los que ha de acudir con suma frecuencia, especialmente el sacramento del altar donde se contiene la Vida por esencia. Es causa de lucha la confesión frecuente; es necesario fijar la confesión cada cierto número de días y mantenerla; y, además, sin demorarla en el tiempo ante un pecado grave actual. En el santo Sacrificio obtiene el alma el alimento único para su alma, la Vida verdadera que viene a ella a hacer su morada santa; si así la viva el alma, así se irá transformando en lo miso que come.
La vida exterior de ser expresión de la interior.
La vida espiritual cuando es verdadera implica una serie de hábitos contraídos. Una vida de mortificación, de abnegación, de negación de uno mismo, tiene sus propias manifestaciones y hábitos externos. Quien vive una vida espiritual firme, quien se empeña con decisión en su combate espiritual y se mantiene en la lucha, de forma inevitable tendrá una forma de vida propia que haga que se singularice, poco o mucho.
Cuando el alma ha hecho la elección de amar a Dios antes que a sí mismo, cuando es cosa segura que el alma no se prefiere a sí, sino a Dios, que está hecha la decisión entre los dos amores, el amor propio y el amor de Dios, si Dios está perfectamente arraigado en la vida del alma, entonces verdaderamente se encontrará en la propia vida señales externas de tal elección interior del alma. Es imposible contemporizar con la frivolidad del mundo que nos rodea como si no se hubiese hecho tal elección en el corazón. Los verdaderos y decididos combatientes se distinguen ya en la tierra porque llevan impresos un sello inmortal en esta vida como lo tendrán en el cielo.
La vida exterior es expresión de la interior. Es peligrosa la frase tan de moda hoy en día: Dios juzga según el corazón, Él no ve nada más, poco no le importan esas manifestaciones externas. No pueden separarse lo interior de lo exterior y viceversa. Nuestra vida es reflejo de nuestra vida interior, y si no lo fuere habría que pensar que la vida interior ha cedido a la lucha, ha dejado el combate espiritual.
El alma que se ha decidido por el combate se encontrará en choque continuo en esta vida. Cuando el alma ya no se pertenece, sino sólo a Dios, cuando ha renunciado al propio beneficio por la gloria de Dios, entonces se encontrará con otras a su alrededor que no hicieron lo mismo, y que además no llevarán con agrado la vida de santidad de aquella, y no perdonarán que tal alma las haya adelantado en su determinación de seguimiento divino; las almas empeñadas en el combate espiritual serán el blanco del ataque de las demás.
Para mantener la vida combativa es preciso mantener una fuerza de resistencia, es decir, muchas veces cuanto ocurra alrededor de la vida del alma tenderá a comprometerla; su manera de pensar y obrar es un estorbo, molesta, no es como el de los demás. Todo alrededor del alma tenderá a desestabilizarla, y es aquí cuando el alma necesitará de una gran fuerza de resistencia. Si bien el alma tiene fuerza y valor para vencerse a sí misma, bien puede ocurrir que no la tenga para vencer la presión de los demás. En estas situaciones las almas buenas deben desconfiar de sí mismas y armarse de valor.
El alma cristiana de verdad se compone de dos cosas, que ya hemos apuntado en la primera parte de este artículo: Sí y No. El Sí para Dios, para todo lo que es deber, amor, consagración a Él. El No para todo lo que le es contrario, y puede dar muerte al alma, esto es, el mundo, demonio y carne. No existe en la vida de gracia, en el combate espiritual, un punto intermedio, un lugar equidistante entre el sí y el no; la indeterminación es lo que quiere el maligno para el alma que se esfuerza por seguir y cumplir la voluntad divina; esto es lo que quieren las fuerzas del mal, que despreciando la lucha espiritual presentan al alma la vida complaciente que huye del sí y del no, como actitudes caducas del pasado, que nada aportan a la realidad actual donde, dicen, todo depende de las circunstancias de la vida personal, y que no pueden decidirse entre un sí y un no.
El alma que combate, su vida espiritual que se mantiene en ella, no ha de temer dañar a quienes quieran perturbarla: no falta a la caridad con el prójimo si resiste los ataques exteriores de éste, cuando no consiente en actitudes extrañas que pretendan alterar su vida interior. Cuidado con los respetos humanos, pueden dañar mucho al alma buena si no es firme en sus determinaciones; si no está decida a decir: No te conozco, nada tengo que ver contigo. Ante cualquier necesidad para el alma, sólo debe consultarse la voluntad de Dios y el interés de aquella; hay que estar muy alerta para no hacer concesiones a los demás, para no faltar al principio de hacer primero la voluntad divina que la propia, y para ello el alma ha de estar muy pendiente de los medios anteriormente dichos de la oración y sacramentos.
Debemos ser misioneros y transmisores de la vida espiritual.
Cuando la vida espiritual existe en nosotros entonces surge el deseo de comunicar esa vida divina de nuestra alma. Yo he venido a este mundo para que todos tengan vida, y la tengan abundante (Jn. 10, 10). Nuestro combate alcanza su manifestación más bella y más gloriosa cuando la propagamos y extendemos a los demás. No sólo somos conservadores y celosos valedores de nuestra vida interior, sino sus misioneros y propagandistas. Tras el espíritu de combate y defensa, hemos de aspirar al de conquista. He aquí otro combate. Lo natural en el hombre es ocuparse de sí mismo, pero el servicio a los demás ya supone una elevación del espíritu.
Nuestro espíritu debe ser de expansión. Nuestra confianza en Dios ha de llegar hasta la seguridad de que tenemos la vida divina en nosotros, y esta vida de Dios nos empuja a transmitirla a los demás, a conquistar almas para introducirlas en el amor de Dios. No nos basta nuestra vida de intimidad con Dios, hemos de hacerla partícipe a quienes no la tienen. Entonces viviremos la vida en el sentido pleno y verdadero; y ocurrirá, queridos hermanos, que esa vida divina que trasmitimos volverá por caminos misteriosos a nosotros mismos bajo la forma de agradecimiento divino. Nuestra vida se verá multiplicada, amplificada, con nuevas fuerzas, será más viva, si cabe, más vigorosa, porque es una vida que se derrama y expande.
Digámonos a nosotros mismos: tengo en mí los elementos de la vida cristiana, quiero afianzarla y defenderla, y quiero, además, propagarla. El combate espiritual cuando es firme y decidido, cuando se defiende lo conquistado, cuando se propaga la vida de Dios en uno mismo, entonces el alma siente la presencia de Dios que le bendice en sus acciones y vida; siente, en medio del esfuerzo y la lucha, la recompensa divina al esfuerzo generoso del alma; siente el gozo íntimo e inigualable del sacrifico propio de aniquilarse a sí mismo para que Dios lo sea todo en el alma.
El mundo se escandalizará. Pero no somos del mundo.
Ave María Purísima.
Padre Juan Manuel Rodríguez de la Rosa.