miércoles, 27 de marzo de 2013

MEDITACIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE PASIÓN por San Pedro de Alcántara



Este día pensarás en la presentación del Señor ante el Pontífice Caifás, y en los trabajos de aque­lla noche, y en la negación de San Pedro, y azotes a la columna.

Primeramente considera cómo de la primera casa de Anás llevan al Señor a la del Pontífice Caifás, donde será razón que lo vayas acompañan­do, y ahí verás eclipsado el sol de justicia y escu­pido aquel divino rostro en que desean mirar los ángeles. Porque como el Salvador, siendo conjura­do por el nombre del Padre que dijese quién era, respondiese a esta pregunta lo que convenía, aque­llos que tan indignos eran de tan alta respuesta, cegándose con el resplandor de tan grande luz volviéronse contra Él como perros rabiosos y allí descargaron todas sus iras y rabias. Allí todos a porfía le dan bofetones y pescozones; allí le escu­pen con sus infernales bocas en aquel divino ros­tro; allí le cubren los ojos con un paño, dándole bofetadas en la cara, y juegan con Él, diciendo; Adivina quién te dio. ¡Oh maravillosa humildad y paciencia del Hijo de Dios! ¡Oh hermosura de los ángeles! ¿Rostro era ése para escupir en él? Al rincón más despreciado suelen volver los hombres la cara cuando quieren escupir, ¿y en todo ese palacio no se halló otro lugar más despreciado que tu rostro para escupir en él? ¿Cómo no te humillas con este ejemplo, tierra y ceniza?

Después de esto, considera los trabajos que el Salvador pasó toda aquella noche dolorosa, por­que los soldados que lo guardaban escarnecían de Él (como dice San Lucas) y tomaban por medio para vencer al sueño de la noche estar burlando y jugando con el Señor de la Majestad. Mira, pues, oh ánima mía, cómo tu dulcísimo Esposo está puesto como blanco a las saetas de tantos golpes y bofetadas como allí le daban. ¡Oh noche cruel! ¡Oh noche desasosegada, en la cual, oh mi buen Jesús, no dormías, ni dormían los que tenían por descanso atormentarte! La noche fue ordenada para que en ella todas las criaturas tomasen reposo, y los sentidos y miembros cansados de los trabajos del día descansasen, y ésta toman ahora los malos para atormentar todos tus miembros y sentidos, hiriendo tu cuerpo, afligiendo tu ánima, atando tus manos, abofeteando tu cara, escupiendo tu rostro, atormentando tus oídos, porque en el tiempo en que todos los miembros suelen descansar, todos ellos en Ti penasen y trabajasen. ¡Qué maitines estos tan diferentes de los que en aquella hora te cantarían los coros de los ángeles en el cielo! Allá dicen Santo, Santo; acá dicen muera, muera: cru­cifícalo, crucifícalo. ¡Oh ángeles del paraíso, que las unas y otras voces oís!: ¿qué sentíais viendo tan mal tratado en la tierra Aquel a quien vosotros con tanta reverencia tratáis en el cielo? ¿Qué sentíais viendo que Dios tales cosas padecía por los mis­mos que tales cosas hacían? ¿Quién jamás oyó tal manera de caridad, que padezca uno muerte por librar de la muerte al mismo que se la da?

Crecieron sobre esto los trabajos de aquella no­che dolorosa con la negación de San Pedro, aquel tan familiar amigo, aquel escogido para ver la glo­ria de la Transfiguración, aquel entre todos honra­do con el principado de la Iglesia; ese primero que todos, no una, sino tres veces, en presencia del mismo Señor, jura y perjura que no le conoce, ni sabe quién es. Oh Pedro, ¿tan mal hombre es ese que ahí está que por tan gran vergüenza tienes aun haberlo conocido? Mira que eso es condenarle tú primero que los Pontífices, pues das a entender que Él sea persona tal, que tú mismo te deshonras de conocerlo. ¿Pues qué mayor injuria puede ser que ésa?: Volvióse entonces el Salvador, y miró a Pedro; vánsele los ojos tras aquella oveja que se le había perdido. ¡Oh vista de maravillosa virtud! ¡Oh vista callada, más grandemente significativa! Bien entendió Pedro el lenguaje, y las voces de aquella vista, pues las del gallo no bastaron para despertarlo y éstas sí. Mas no solamente hablan, sino también obran los ojos de Cristo, y las lágri­mas de Pedro lo declaran, las cuales no manaron tanto de los ojos de Pedro, cuanto de los ojos de Cristo.

Después de todas estas injurias considera los azotes que el Salvador padeció a la columna; por­que el juez, visto que no podía aplacar la furia de aquellas infernales fieras, determinó hacer en Él un tan famoso castigo que bastase para satisfacer la rabia de aquellos tan crueles corazones, para que, contentos con esto, dejasen de pedirle la muerte. Entra, pues, ahora ánima mía, con el espíritu, en el Pretorio de Pilatos, y lleva contigo las lágrimas aparejadas, que serán bien menester para lo que allí verás y oirás. Mira cómo aquellos crueles y viles carniceros desnudan al Salvador de sus vestiduras con tanta inhumanidad y cómo Él se deja desnudar de ellos con tanta humildad, sin abrir la boca ni responder palabra a tantas descortesías como allí le herían. Mira cómo luego atan aquel santo cuerpo a una columna para que así lo pudiesen herir a su placer donde y como ellos más quisiesen. Mira cuán solo estaba el Señor de los Ángeles entre tan crueles verdugos, sin tener de su parte ni padrinos, ni valedores que hiciesen por Él, ni aun siquiera ojos que se compadeciesen de El. Mira cómo luego comienzan con grandísima crueldad a descargar sus látigos y disciplinas sobre aquellas delicadísi­mas carnes, y cómo se añaden azotes sobre azotes, llagas sobre llagas y heridas sobre heridas. Allí verías luego ceñirse aquel Sacratísimo Cuerpo de cardenales, rasgarse los cueros, reventar la sangre y correr a hilos por todas partes. Mas, sobre todo esto, ¡qué sería ver aquella tan grande llaga, que en medio de las espaldas estaría abierta, adonde prin­cipalmente caían todos los golpes!

Considera luego, acabados los azotes, cómo el Señor se cubriría, y cómo andaría por todo aquel Pretorio buscando sus vestiduras en presencia de aquellos crueles carniceros, sin que nadie le sirvie­se, ni ayudase, ni proveyese de ningún lavatorio, ni refrigerio de los que se suelen dar a los que así quedan llagados. Todas estas son cosas dignas de grande sentimiento, agradecimiento y considera­ción.

SAN PEDRO DE ALCÁNTARA
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