Un nuevo hijo —aducen— envejece más rápidamente a la mujer..., incluso hace peligrar su salud, hasta puede ponerla en riesgo de perder la vida...
Muchos de estos temores por perder la salud, no son más que excusas de mujeres obsesionadas con su apariencia exterior, que no quieren ver marchitada su belleza en lo más mínimo.
La belleza exterior, por mucho que se cuide, desaparecerá con los años. No así la belleza interior, que es espiritual. Un nuevo hijo podrá tal vez marchitar en algo la belleza exterior, no así la belleza interior, que se verá rejuvenecida. Porque la generosidad, el espíritu de servicio, los nuevos retos que implica la llegada de un nuevo hijo, hacen rejuvenecer el espíritu. Un hijo preserva a la madre del decaimiento, del desaliento, del hastío prematuro.
Es cierto que la fecundidad no está exenta de peligros. Es cierto que la vida del niño a veces puede hacer peligrar la vida de la madre.
Pero aun en estos trances graves y angustiosos, podemos comprobar que la fe y confianza en Dios producen las grandes santas que todos admiramos, de una grandeza espiritual admirable. Producen aquella clase de madre que no consiente en suprimir aquel pequeño ser humano que ya vino a la existencia, aun cuando su vida ponga en un grave peligro a la suya. Es la clase de almas heroicas que confían en Dios y en sus mandamientos, y que saben abandonarse en sus manos. Son aquellas almas que nunca se arrepentirán de haber cumplido la voluntad de Dios, aunque haya sido a costa de grandes sacrificios o de su propia vida.
Sí; la misión de una madre puede exigir grandes sacrificios; la Iglesia rinde homenaje a esas mártires de la maternidad, y cree que se realiza en ellas la promesa de San Pablo; es, a saber: que las madres se salvan dando vida a sus hijos mientras perseveren con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad.(I Tim 2, 15).
Mons. Tihamér Tóth. El matrimonio cristiano.
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