lunes, 13 de octubre de 2025

DIÁLOGO IMPOSIBLE ENTRE LA CORDURA PERDIDA Y EL SIGLO XXI



(Recreación del testamento de G. K. Chesterton al mundo moderno)

Escena:
Londres, año 2025. Una biblioteca que es museo y terminal de aeropuerto: mármol, vidrio, pantallas, santos en óleos y un reloj que adelanta para que nadie llegue a tiempo. Un olor de pipa —antiguo, cordial— aparece sin dueño. La sombra de un hombre inmenso se sienta, como si hubiera tenido siempre reservada esa silla.

L.M. —Señor Chesterton, ¿ha vuelto para juzgarnos o para reírse con nosotros?

G.K.C. —Para ambas cosas, que suelen ser la misma cuando uno se ríe por amor. Vengo a decir una verdad vieja con un chiste nuevo: ustedes han confundido la prisa con la peregrinación y la pantalla con el sacramento. No he vuelto a buscar mi época; he vuelto a rescatar la suya.

L.M. —Dicen que no tenemos dogmas, que somos pluralistas.

G.K.C. —¡Oh, tienen dogmas! Solo que no los confiesan: los publicitan. El más sagrado es éste: “Nada es sagrado”. Y lo adoran con la devoción de un monje sin monasterio. He visto templos más humildes que sus auditorios, y beatas menos crédulas que sus congresos de innovación.

L.M. —Tenemos también culpas nuevas: climáticas, económicas, tecnológicas…

G.K.C. —Son viejas culpas con traje de laboratorio. El hombre prefiere culparse de lo que no puede confesar. Le horrorizan sus pecados, así que los traduce a “fallas del sistema”. Es más fácil pedir presupuesto que pedir perdón. Y, sin embargo, la contabilidad moral del universo no admite contadores: o se paga con lágrimas o se paga con cinismo, y el cinismo es la usura del infierno.

L.M. —Usted nos acusa de haber olvidado qué está bien. ¿Qué está bien, pues?

G.K.C. —Está bien lo que hace al hombre más hombre. Está bien un hogar pequeño con un deber grande. Está bien un sí que compromete y un no que salva. Está bien arrodillarse ante lo eterno para no arrodillarse ante lo ridículo. Está bien la risa que desenmascara al tirano y el silencio que deja hablar a la verdad. Todo lo demás es utilería del drama moderno.

L.M. —Nos piden resultados; nos miden en cifras. El mundo se gobierna por métricas.

G.K.C. —Y por miedos. La cifra es el rosario del incrédulo: lo pasa entre los dedos para no pensar en el alma. Son exactísimos en sus estadísticas e indeterminados en su destino. Ustedes han confundido el reloj con el juicio final. Cuando todo es KPI, el pecado deja de existir y la estupidez se profesionaliza.

L.M. —Quizá es que hemos preferido la complejidad. Nos asusta la claridad.

G.K.C. —Desde luego: la claridad exige conversión; la complejidad, seminarios. La verdad es simple como una campana; el error es complejo como una excusa. Han hecho de la ambigüedad una cátedra y de la duda una virtud. Dudar puede ser un camino; quedarse a vivir en el desierto es turismo espiritual.

L.M. —Hablemos del amor: lo hemos liberado de las viejas ataduras.

G.K.C. —Han liberado al pez del agua. Llaman libertad a la asfixia, y lo celebran porque el pez convulsiona con entusiasmo. El amor es libre cuando promete, fuerte cuando obedece, fecundo cuando se limita. Un fuego sin hogar es incendio o ceniza. Por eso el matrimonio es heroísmo para adultos y piedra de tropiezo para adolescentes con tarjeta de crédito.

L.M. —Política: ¿hay algo que salvar?

G.K.C. —Siempre que existan hombres con cuello y conciencia, hay algo que salvar. Pero la política, sin verdad y sin virtud, se reduce al arte de vender espejismos a precio de desierto. En nombre del pueblo se adora al Estado; en nombre de la libertad se adoran los bancos; y en nombre de la paz se adora a la máquina. La vieja tentación no ha cambiado: “Todo esto te daré si postrado me adoras”. El diablo continúa ofreciendo atajos; ustedes han patentado la autopista.

L.M. —¿Y el pobre? ¿Dónde queda en su ironía?

G.K.C. —En el centro. El pobre es un sacramento de realidad: demuestra que el mundo no funciona aunque funcione el Wi-Fi. No se le salva con estadísticas, sino con amistad. La caridad que no huele a sopa y a lágrimas es filantropía con vestuario.

L.M. —Usted defendía la propiedad pequeña. Hoy parece ilusoria.

G.K.C. —Ilusoria es una libertad sin llaves. Una democracia donde nadie puede cerrar su puerta no es democracia: es hotel. El rico que posee el barrio y el burócrata que decreta que nada es de nadie son dos formas de la misma pereza: ambas odian el límite. Pero el límite es la gramática del amor: sin “mío” y “tuyo” no hay “nuestro”.

L.M. —Arte contemporáneo: ¿aún cree en él?

G.K.C. —Creo en el arte que cree en algo. Un artista puede pintar sombras si sabe dónde está la luz. Pero si arranca la luz del mundo, solo le queda exhibir su propia penumbra en alta definición. El arte moderno se ha vuelto autobiografía de la aburrición. Cuando se prohíbe el cielo, el artista termina describiendo su techo.

L.M. —Dirán que su fe mutila la imaginación.

G.K.C. —Al contrario: la bautiza. Los dogmas son las estrellas fijas que permiten que el poeta trace constelaciones. Sin dogmas, el cielo es un revoltijo de luciérnagas. La imaginación sin verdad es un niño con fósforos en un granero.

L.M. —Tecnología. Hemos unido al mundo.

G.K.C. —Y han desunido los hogares. La tecnología es como el alcohol: hay que saber beberla. Un teléfono que me acerca al lejano y me aleja del cercano es un ídolo portátil. Cuando la conversación con la máquina sustituye la conversación con el niño, hemos vendido la primogenitura por un plato de píxeles.

L.M. —Nos acusa de idolatría del yo.

G.K.C. —Sí: el politeísmo de las pantallas y el monoteísmo del espejo. Adoran mil cosas para no admitir que adoran una sola: su voluntad. Pero su voluntad es demasiado chica para saciarse con ella misma. El yo es un estómago que nunca dice basta. Solo se calma cuando se arrodilla ante alguien mayor que él.

L.M. —Muerte. La evitamos con eufemismos.

G.K.C. —Y con anestesia. Han desterrado el cementerio a la periferia del mapa moral. Pero la muerte es la profesora de realismo: te quita el disfraz, te devuelve el nombre y te pregunta qué has amado. El mundo teme la muerte porque ha perdido el arte de morir: morir perdonando, morir agradeciendo, morir bendiciendo. Un buen cristiano muere como los árboles en otoño: dejando semillas.

L.M. —¿Y la esperanza? ¿Dónde se compra?

G.K.C. —No se compra: se recibe. Por eso ofende al mercado. La esperanza es un préstamo del cielo que se paga con fidelidad. Ustedes confunden esperanza con optimismo; el optimista cree que todo saldrá bien; el esperanzado sabe que todo puede ser redimido. Incluso el siglo XXI. Incluso yo, que fui un pecador con gran sentido del humor.

L.M. —Le dirán reaccionario.

G.K.C. —Que lo digan. Si un tren marcha hacia el abismo, reaccionar es sensato. Las palabras modernas se han fabricado para evitar la vergüenza. “Progreso” significa “más de lo mismo con mejores gráficos”. “Inclusión” significa “todo menos lo que nos molesta”. “Tolerancia” significa “silencio para el que disiente”. Yo prefiero la vieja palabra: conversión.

L.M. —¿Cómo se convierte un mundo así?

G.K.C. —Como se enciende una vela: acercándola a otra. Nadie se salva con discursos; se salva con santos. Un hombre que cumple su deber en una casa pequeña levanta más civilización que cien influencers con megáfono. La historia la gobierna un carpintero que no escribió un libro. Y, sin embargo, todos los libros lo buscan.

L.M. —¿Quién puede ser ese santo hoy?

G.K.C. —Una madre que prepara la mesa y bendice a los ausentes. Un padre que regresa a casa y se arrodilla porque nunca es tarde. Un maestro que enseña gramática como si enseñara justicia. Un médico que recuerda que las heridas huelen a hijo. Un juez que prefiere perder un ascenso a perder su alma. Un muchacho que apaga el teléfono para mirar las estrellas. Una muchacha que descubre que la pureza no es miedo, sino fuerza.

L.M. —¿Y si nadie escucha?

G.K.C. —Entonces Dios lo hará, y eso basta. Las grandes obras han sido susurradas contra el ruido. Una sola familia fiel sostiene un barrio entero; un solo monasterio silencioso sostiene una época; una sola misa sostiene el mundo. Cuando todo parezca perdido, recuerden que el universo fue salvado por una mujer que dijo “sí” y un hombre que guardó silencio.

L.M. —Usted nos pide arrodillarnos.

G.K.C. —Les pido levantarse del suelo. El que no se arrodilla ante Dios acaba arrastrándose ante el Estado, el Mercado o la Moda. Arrodillarse es afirmar que el cielo existe; arrastrarse es admitir que solo existe el suelo. El siglo XXI se arrastra con elegancia.

L.M. —¿Qué hacemos mañana al despertar?

G.K.C. —Tres cosas: agradecer, obedecer, reír. Agradezcan por estar vivos y no ser ustedes mismos el centro del cosmos. Obedezcan a la verdad que ya conocen, no esperen una notificación. Y rían: rían de la solemnidad de los tiranos, de la grandilocuencia de los expertos, de la miseria de sus propias vanidades. El demonio no soporta la risa porque le recuerda que es pequeño.

L.M. —¿Nos perdona, entonces?

G.K.C. —No vine a perdonar: vine a suplicar que se dejen perdonar. La misericordia es un océano; solo los orgullosos mueren de sed en la playa. Su siglo está exhausto de opciones y sediento de absolución. No necesitan más alternativas; necesitan más altares.

L.M. —Déjenos su testamento, una última voluntad.

G.K.C. —Dejo mi bastón para apartar los ídolos, mi copa de jerez para brindar por la cordura y mis paradojas para que no olviden que la verdad es más divertida que la mentira. Dejo un mapa con cuatro puntos cardinales: hogar, altar, escuela y plaza. Si pierden uno, perderán los cuatro. Y dejo, sobre todo, mi risa: llévenla como espada y como escudo.

L.M. —¿Y el epitafio?

G.K.C. —Escriban: “Aquí yace un hombre que se rió de sí mismo para poder arrodillarse sin caerse”. Si quieren añadir algo, pongan: “Nos dijo que lo que estaba mal en el mundo era no preguntarnos qué está bien, y que lo que está bien empieza por dar gracias”.

Silencio.
Las pantallas siguen encendidas, pero la biblioteca parece más antigua y más joven a la vez. Una campana —¿de dónde?— suena lejana. El humo de pipa dibuja una puerta: detrás, una luz ordinaria, doméstica, de cocina encendida. L.M. intenta hablar, pero el inglés enorme ya no está. Solo queda un olor a madera y a vino, y la sensación inmensa de que la realidad —esa vieja reina— ha vuelto a sentarse en su trono.

L.M. —Señor Chesterton…
La palabra no encuentra a su dueño y, por primera vez en años, no hace falta.
El entrevistador toma aire, se persigna sin darse cuenta, guarda el teléfono y camina hacia la calle, donde la lluvia tiene un brillo nuevo, como si cada gota fuera una pequeña verdad cayendo del cielo.

OMO

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