Por Óscar Méndez Oceguera
I. Roma habla: un documento breve, un movimiento profundo
El 4 de noviembre de 2025 el Dicasterio para la Doctrina de la Fe publicó la Nota doctrinal sobre algunos títulos marianos referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación, conocida ya por su subtítulo: Mater Populi fidelis. El texto, firmado por el prefecto y su secretario, y expresamente aprobado por el Papa, pretende fijar “criterios” sobre el uso de ciertos títulos marianos, en particular dos que han marcado la teología y la piedad de los últimos siglos: Corredentora y Mediadora de todas las gracias.
En su faz amable, el documento insiste en la maternidad espiritual de la Virgen, fomenta expresiones como “Madre del pueblo fiel”, “Madre de la Iglesia”, “Madre de la gracia”, y ofrece una panorámica bíblica general sobre su presencia en la historia de la salvación. Pero el núcleo real de la Nota se condensa en unas pocas afirmaciones:
• Que el título “Corredentora” es “siempre inoportuno” para expresar la cooperación de María en la obra de la salvación, pues podría “oscurecer la única mediación salvífica de Cristo” y crear “desequilibrios” en la presentación de la fe.
• Que el título “Mediadora”, aunque presente en la tradición, debe entenderse solo en un sentido muy amplio y subordinado, evitando fórmulas como “Mediadora de todas las gracias”, consideradas hoy “ambiguas” o teológicamente problemáticas.
No estamos ante una mera nota de pie de página. En la práctica, un dicasterio romano, con la firma pontificia, pide a la Iglesia que retire del vocabulario vivo dos nombres que, durante generaciones, han sido pronunciados sin rubor por santos, doctores, papas, predicadores y fieles: María Corredentora, Mediadora de todas las gracias. No se los declara heréticos; se los declara “inoportunos”. Es un matiz que, leído con calma, revela un desplazamiento más serio de lo que su brevedad dejaría suponer.
II. El nuevo criterio: de la verdad a la “oportunidad de comunicar”
La Nota se presenta como un ejercicio de equilibrio: pretende superar, dice, los “maximalismos” marianos y los “minimalismos” fríos, proponiendo un “justo medio” que conservaría lo esencial y evitaría excesos. Se apela una y otra vez a la pastoralidad del lenguaje, a la necesidad de ser comprensibles, a la preocupación ecuménica y a la armonía de las verdades.
Nada de eso sería problemático si el criterio último siguiera siendo el de siempre: la fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia, tal como se expresa en los Padres, en los Doctores y en el magisterio preconciliar. Lo llamativo es que el metro de medida que se deja entrever no es éste, sino otro: la “oportunidad de comunicar” en un contexto marcado por cinco siglos de crítica protestante a la mariología católica.
El documento no demuestra que llamar a María Corredentora sea teológicamente falso; sostiene que es “siempre inoportuno”. No prueba que la expresión “Mediadora de todas las gracias” contradiga un dogma definido; sugiere que su uso puede “confundir”. El criterio deja de ser, así, la coherencia con lo que enseñaron san Alfonso, san Bernardo, san Ildefonso, san Pío X, Benedicto XV o Pío XII, para convertirse en algo mucho más movedizo: qué resulta soportable para la sensibilidad religiosa hoy dominante, moldeada por una cultura donde la figura de María ha sido sistemáticamente reducida.
Ahí se ve el punto delicado: lo que durante siglos fue reproche externo —“los católicos exageran con María y oscurecen a Cristo”— se convierte hoy en autocensura interna. El discurso oficial de la Iglesia comienza a revisarse no desde la plenitud de su propia fe, sino desde la incomodidad del interlocutor protestante. En lugar de proponer la verdad recibida con paciencia y claridad, se tiende a rebajarla para que no choque demasiado. La mariología se reescribe a la baja para no parecer “demasiado católica”.
Es precisamente ahí donde cabe hablar, sin estridencias, de una protestantización silenciosa: ya no hace falta negar doctrinas de frente; basta con declararlas “inoportunas” y empujarlas hacia los márgenes hasta que, por desuso, se desvanezcan.
III. San Alfonso María de Ligorio: la voz del Doctor que recoge a toda la Iglesia
Frente a este nuevo criterio el católico de buena memoria tiene el deber de preguntar: ¿qué ha dicho, durante siglos, la Iglesia sobre la cooperación de María en la Redención y sobre su mediación en la gracia? Una de las voces más autorizadas para responder no es la de un teólogo “maximalista” contemporáneo, sino la de un Doctor de la Iglesia: san Alfonso María de Ligorio.
San Alfonso no habla en nombre de una devoción particular, sino desde el corazón mismo de la tradición católica. Sus páginas sobre la Virgen no son arrebatos sentimentales, sino síntesis ordenadas de la vox Ecclesiae. Al tratar del papel de María en la salvación, recoge primero a Santo Tomás —el Aquinate— para recordar que los santos, dotados de abundante gracia, pueden cooperar a la salvación de muchos; y añade algo decisivo: la Santísima Virgen “mereció tanta gracia que puede salvar a todos”. Es decir, la amplitud de su cooperación no es puntual, sino universal.
Citando a san Bernardo, san Alfonso resume la intuición central de toda la mariología clásica:
"Dios puso en María la plenitud de todo bien, de modo que, si esperamos gracia y salvación, debemos reconocer que proceden de su sobreabundancia; tal es la voluntad de Aquel que quiso que todo lo tuviéramos por medio de María".
Esta frase, aparentemente simple, condensa una arquitectura teológica compleja. En ella convergen: la lectura tradicional de la Escritura, que ve en la Sabiduría y en la Mujer del Génesis figuras de la Virgen; la experiencia litúrgica de la Iglesia, que se dirige a María como “vida, dulzura y esperanza nuestra”; y la reflexión escolástica sobre las causas instrumentales, capaces de comunicar efectos que proceden en primer lugar sólo de Dios.
San Alfonso no se limita a sus propias intuiciones. Si algo caracteriza su estilo es la capacidad de convocar un coro. En pocas páginas, al hablar de la mediación mariana, hace desfilar a san Efrén, san Ildefonso, san Pedro Damián, san Bernardo, san Juan Damasceno, san Germán, san Anselmo, san Antonino y otros autores graves. Todos coinciden, con matices, en la misma idea: que nuestra esperanza de salvación no mengua, sino que crece, cuando reconocemos que las gracias de Dios nos llegan por mediación de la Madre.
Cuando la Nota actual insinúa que la afirmación de una Mediación universal mariana es teológicamente “peligrosa”, está desautorizando en bloque a un Doctor de la Iglesia y a la tradición que éste resume.
IV. San Luis María Grignion de Montfort: El profeta contra los "escrúpulos" modernos
Si San Alfonso María de Ligorio nos da la certeza moral y canónica, San Luis María Grignion de Montfort nos da la clave del corazón de Dios. Omitir su figura en el debate actual es un silencio atronador, pues nadie como él explicó por qué Dios, siendo Todopoderoso, insiste en servirse de María.
Su "Tratado de la Verdadera Devoción" no es un libro de sentimientos piadosos; es un tratado de lógica divina que responde, con tres siglos de adelanto, a los miedos y cautelas de la Nota Mater Populi fidelis.
No es "oportunidad", es el diseño del Arquitecto
La Nota vaticana sugiere que los títulos de Corredentora o Mediadora son hoy "inoportunos", como si fueran un adorno pasado de moda que se puede quitar para no molestar. Montfort responde con una verdad de granito: Dios no cambia de estrategia a mitad de camino.
El argumento es sencillo y profundo: Dios Padre pudo haber creado el mundo y salvado al hombre sin María; no tenía una necesidad absoluta de Ella. Pero, habiendo decidido encarnarse, quiso necesitarla. Es una elección libre y soberana de Dios. Montfort sentencia: "Así como Él vino al mundo por medio de la Santísima Virgen, también por medio de Ella debe reinar en el mundo".
Si la entrada de Cristo en la historia (la Encarnación) dependió del "Sí" y de la carne de María, la continuación de su obra (la distribución de la gracia) sigue el mismo camino. Dios es un Arquitecto coherente: no construye la puerta principal para luego obligarnos a entrar por la ventana. Negar hoy la mediación de María no es "modernizar" la fe; es pretender corregir el plano que Dios mismo dibujó.
El miedo a "darle demasiado": los falsos devotos
Es estremecedor leer a Montfort hoy, porque describe con precisión quirúrgica la mentalidad que parece haber inspirado el documento actual. Él habla de los "devotos escrupulosos": personas que tienen miedo de deshonrar al Hijo si honran demasiado a la Madre.
Son los que preguntan: "¿Por qué tanta María? ¿No basta con Jesucristo? ¿No es esto un obstáculo?". A este temor, que hoy se presenta como prudencia pastoral, Montfort responde con una imagen preciosa y clarificadora: María no es un muro que tapa el sol, sino un eco y un espejo.
"Cuando tú dices María, ella dice Dios. Cuando tú alabas a María, ella alaba a Dios".
Un espejo no roba la luz, la refleja. Un eco no crea la voz, la repite y amplifica. Lejos de oscurecer la mediación única de Cristo, la mediación de María la confirma y la facilita. Quitar el eco no hace que la Voz se oiga más fuerte; hace que el sonido se pierda en el vacío.
El Espíritu Santo y su Esposa inseparable
Hay un punto final que despeja cualquier confusión sobre la "Mediadora de todas las gracias". Montfort nos recuerda que la obra de santificación es tarea del Espíritu Santo, pero que el Espíritu ha decidido no actuar sin su Esposa, María.
No es que el Espíritu Santo sea débil; es que es fiel a su propio Amor. Decir que María es Mediadora de las gracias no significa que Ella sea la dueña del tesoro (que es Dios), sino que es la tesorera elegida por el Rey. Negar este título bajo el pretexto de "cuidar la fe" es ignorar la profunda unión que existe entre el Espíritu de Dios y la Virgen.
Frente a la complejidad de una teología de oficina que pone trabas, Montfort ofrece la experiencia de los santos: María es el camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a Cristo. Rechazar la mediación universal de María no es prudencia; es una especie de orgullo inconsciente, como quien rechaza la mano que se le tiende para ayudarle a subir la montaña.
V. De Pío IX a Pío XII: un siglo de papas en la misma dirección
San Alfonso y San Luis María no están solos. El siglo que va de la definición de la Inmaculada Concepción (1854) a la de la Asunción (1950) está marcado por un extraordinario desarrollo mariológico en el magisterio pontificio. Basta seguir una línea de nombres: Pío IX, León XIII, san Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII.
Pío IX, en Ineffabilis Deus, presenta a la Virgen unida “con vínculo apretadísimo e indisoluble” al Hijo y participando con Él en la lucha contra la serpiente. No usa aún la palabra “Corredentora”, pero describe claramente a María como asociada al combate redentor, aplastando la cabeza del enemigo con su pie inmaculado.
León XIII da pasos más largos. En sus encíclicas sobre el Rosario habla de la Virgen “asociada a la obra de la salvación del género humano”, recordando cómo ofreció voluntariamente a su Hijo en el Calvario y “murió en su corazón” con Él. En Adjutricem populi une explícitamente dos aspectos que la Nota de hoy tiende a separar: llama a María “cooperadora de la redención humana” y, al mismo tiempo, la presenta como “dispensadora de la gracia que fluye de esa redención”. Es decir: no sólo está asociada a la adquisición de la gracia; también a su distribución.
San Pío X, en Ad diem illum, profundiza esta línea. Señala que, por la comunión de voluntad y de dolores entre Cristo y María, la Virgen “mereció convertirse con toda legitimidad en reparadora del orbe perdido” y, por tanto, en “dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y su sangre”. Bajo su pontificado, el Santo Oficio elogiará la costumbre de llamar a María “nuestra Corredentora” y concederá indulgencias a la recitación de una plegaria donde se la invoca con ese título. No era, por tanto, un término sospechoso; era un término aprobado y alentado oficialmente.
Benedicto XV, en la carta Inter Sodalicia, llega a decir que la Virgen, asociándose a la Pasión, “sufrió como si ella misma hubiera muerto” y que, “hasta donde de Ella dependía, inmoló a su Hijo para apaciguar la justicia divina, de modo que se puede decir con razón que, junto con Él, redimió al género humano”. A la vez, afirma que las gracias que proceden del tesoro de la Redención “nos llegan, por así decir, de las manos de la Virgen dolorosa”. Es difícil encontrar una formulación más clara de Corredención y Mediación universal.
Pío XI será el primero en emplear el título de Corredentora en labios del propio Papa, refiriéndose a María como “corredentora nuestra y asociada a los dolores de Cristo”, y justificando ese nombre con una frase de una lógica aplastante: “por la naturaleza de su obra, el Redentor debió asociar a su Madre a su obra. Por eso la llamamos Corredentora”.
Finalmente, Pío XII, en Mystici Corporis y Ad Caeli Reginam, insiste en que María estuvo “estrechamente asociada” a Cristo en la Redención, cooperando de modo singular a nuestra salvación. Aunque evita el término “Corredentora”, la realidad que éste expresa está por completo asumida.
Este breve recorrido muestra algo evidente: lejos de ser un “invento devocional marginal”, la idea de María como cooperadora de la Redención y Mediadora de las gracias ha sido promovida por el magisterio pontificio como parte de una línea continua. Cuando Mater Populi fidelis pide que se abandone el término Corredentora y se sospeche de la Mediación universal, no corrige un exceso aislado; se coloca en tensión con todo un siglo de doctrina papal.
VI. Sangre y Encarnación: el argumento biológico inverso
En este contexto, una de las objeciones más repetidas hoy —también en ambientes que se presentan como muy “fieles” a Roma— es la de la sangre: “solo la sangre de Cristo salva”, se dice; “ningún otro sufrimiento, ni siquiera el de María, puede entrar en la causalidad de la Redención”. Con ello se pretende proteger la unicidad del sacrificio del Hijo, pero a costa de caer en un reduccionismo peligroso.
La primera respuesta, como ya se ha dicho, es recordar que la eficacia redentora no reside en la sangre como materia, sino en la persona que la derrama: el Verbo encarnado, ofreciendo su vida al Padre en un acto de amor obediente. La sangre es redentora en cuanto signo sacrificial de ese acto único.
Pero incluso aceptando, por un momento, ese lenguaje simplificado de “solo la sangre”, surge una pregunta que no se puede eludir: ¿de quién es esa sangre? La humanidad de Cristo no procede de una mezcla de padre y madre; procede, por voluntad divina, solo de la Virgen. No hay padre biológico humano. La carne y la sangre con las que el Hijo se ofrece en el Calvario han sido tomadas, por milagro del Espíritu Santo, del seno de María.
La tradición no ha dudado en afirmarlo con palabras muy concretas: el cuerpo de Jesús fue formado del “purísimo sangre y carne” de la Virgen. Esto significa que la sangre derramada en el Calvario es, en cuanto humana, sangre recibida de María. Por eso su cooperación al sacrificio no es sólo moral, sino también, en cierto sentido, física: ella ha dado la materia misma del sacrificio.
Si alguien insiste en que “solo la sangre salva”, la respuesta, profundamente católica, es ésta: sí, pero la sangre que salva es sangre mariana en su origen humano. Sin el “fiat” de la Anunciación, sin la decisión libre de esa Mujer y sin su aportación biológica única, no habría habido humanidad que ofrecer ni sangre que derramar. Ningún apóstol, ningún mártir puede decir lo mismo.
Esta verdad no relega a Cristo; lo ensalza. Muestra hasta qué punto quiso hacer depender su obra de la cooperación de su Madre, sin necesidad, pero por amor. Desligar la cruz de la Encarnación —y, por tanto, de María— en nombre de un mal entendido “solo la sangre” es, en el fondo, deshacer el propio tejido del misterio cristiano.
VII. Recapitulación: Adán y Eva, Cristo y María
Más antigua aún que las formulaciones de san Alfonso o de Pío XI es la intuición de un Padre del siglo II, Ireneo de Lyon, para quien la historia de la salvación se despliega como una recapitulación: Dios rehace, en Cristo, todo lo que Adán deshizo. Y en esa reescritura, la mujer está siempre en el cuadro.
Ireneo ve dos pares en tensión y simetría:
• El primer Adán y la primera mujer, cuya desobediencia abre la puerta al pecado y a la muerte.
• El Nuevo Adán y la Nueva Eva, cuya obediencia abre la puerta a la gracia y a la vida.
“El nudo de la desobediencia de Eva —dice Ireneo— fue desatado por la obediencia de María”. El cristianismo primitivo no concibe la Redención como un acto individual aislado, sino como un drama donde una mujer coopera real y libremente con el Hombre-Dios. Sin esa colaboración, la economía de la salvación pierde su simetría profunda.
La Corredención mariana, entendida como cooperación subordinada pero verdadera a la obra redentora de Cristo, no es, pues, un invento tardío. Está prefigurada en esta tipología Adán/Eva – Cristo/María, que constituye uno de los cimientos más antiguos de la teología cristiana. Arrancar hoy a María de esa ecuación es debilitar la misma lógica con la que los Padres leían la Escritura.
Por eso, cuando la Nota actual sugiere que las expresiones fuertes sobre la cooperación de María son “exageraciones” posteriores, conviene recordar que el cristianismo nació ya con la conciencia clara de que la mujer llamada “bendita entre todas” no era un decorado devocional, sino una pieza estructural del plan de Dios.
VIII. Redención objetiva y redención subjetiva: quién adquiere, quién distribuye
Otro malentendido recurrente, que alimenta temores injustificados, consiste en confundir la Redención objetiva con la Redención subjetiva.
La primera es el acto único por el cual Cristo, mediante su pasión y muerte, satisface plenamente, reconcilia al género humano con el Padre y abre las puertas de la gracia. Ese acto es obra exclusiva del Verbo encarnado; sólo Él, en cuanto Dios y hombre, podía pagar la deuda del pecado de manera condigna. Ninguna criatura —ni siquiera María— puede ponerse en ese plano.
La segunda se refiere a la aplicación histórica de esos méritos infinitos a cada alma concreta: a cómo la gracia, adquirida de una vez para siempre, llega a los hombres en el tiempo, por medio de los sacramentos, de la predicación, de los acontecimientos providenciales, de la intercesión de los santos. En este nivel, Dios ha querido asociar a muchas criaturas —comenzando por los apóstoles y por la Iglesia entera— como instrumentos reales.
Es en este plano donde la tradición sitúa de modo eminente a María como Mediadora de todas las gracias. Cristo es el único Redentor objetivo; pero en la distribución de los frutos de su sacrificio, Él mismo ha querido servirse de caminos ordinarios, y el más eminente de esos caminos es la mediación de su Madre. Nada se le quita a Cristo al reconocerlo; al contrario: se proclama que su omnipotencia es tan grande que puede compartir la eficacia distributiva de su obra sin perder un ápice de gloria.
Quien acusa a la Mediación universal mariana de “robar” algo a Cristo suele cometer, sin advertirlo, un error de planos: atribuye a María la adquisición principal del mérito —que nadie le atribuye— y, a partir de esa caricatura, se escandaliza. Pero los santos y los papas han hablado con mucha más precisión: Cristo es la fuente única; María es el cauce querido por Dios para que el agua llegue a los campos. Quitar el cauce no aumenta la gloria de la fuente; deja, más bien, a la tierra reseca.
IX. Magisterio, rango y resistencia filial
Llegados aquí, la pregunta ya no es solo teológica, sino eclesial: ¿qué pesa más, en conciencia, para un católico fiel? ¿La enseñanza reiterada de santos, doctores y papas a lo largo de siglos, o una Nota de dicasterio de carácter prudencial y pastoral, nacida bajo la sombra del ecumenismo contemporáneo?
Lo que san Alfonso, san Luis María, san Bernardo, los Padres sobre la Nueva Eva y los papas de Pío IX a Pío XII han enseñado constituye un tejido doctrinal sólido, que el pueblo cristiano ha respirado durante generaciones. No todo ha sido definido solemnemente ex cathedra, pero no por eso deja de formar parte de ese magisterio ordinario universal que marca la dirección de la fe. La Iglesia no vive sólo de definiciones aisladas, sino de la continuidad de su enseñanza viva.
Mater Populi fidelis, en cambio, es un documento breve de la Curia romana, anclado en un momento histórico concreto, que no desarrolla la mariología preconciliar, sino que la recorta por motivos de “oportunidad”. No estamos ante un dogma que viniera a corregir un error anterior, sino ante una indicación que invita, en la práctica, a silenciar títulos y conceptos que el propio magisterio anterior había legitimado y promovido.
En esa situación, la verdadera obediencia no consiste en aplaudir sin discernimiento cada gesto de una oficina, sino en permanecer fieles a la Tradición. Se puede acoger con respeto lo que el documento recuerde de verdadero —la unicidad de la mediación de Cristo—, pero no se está obligado a renegar de la Corredención y de la Mediación universal como si fuesen excesos, cuando la Iglesia de siempre las ha considerado tesoros. Negarse a esa renuncia no es desobedecer al Papa; es no desobedecer a todos los Papas y santos que le precedieron.
La resistencia que aquí se pide no es la del grito, sino la de la perseverancia silenciosa: seguir enseñando, predicando y rezando según la fe de siempre, incluso si el clima oficial mira con recelo ese lenguaje.
X. El verdadero nombre de la oportunidad
Al final, la cuestión no es si conviene llamar a María Corredentora o Mediadora de todas las gracias “en este momento”, como si la verdad fuese un producto de marketing que se ajusta a encuestas. La cuestión es si estamos dispuestos a dejar que la historia, la teología, la Escritura y la Tradición hablen con la libertad con que han hablado siempre, o si vamos a dejar que la sombra de la Reforma protestante dicte, por vía de complejos, los límites de nuestro amor a la Madre.
La única “oportunidad” verdaderamente católica es ésta: aprovechar el escándalo de la Nota para volver a las fuentes, dejar que san Alfonso, Montfort, Ireneo, Bernardo, Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII nos recuerden lo que la Iglesia ha visto con tanta claridad. Volver a decir, sin miedo y sin estridencias, que la sangre derramada en el Calvario es sangre tomada de María; que el nudo de la historia se ató con una mujer y se desató con otra; que Cristo es tan Redentor que puede asociar a su Madre a la distribución de sus méritos sin empobrecerse; que la Virgen no es un borde decorativo de la cruz, sino la asociada única al sacrificio del Hijo, en el orden de la gracia.
Quien proclama esto no oscurece a Cristo. Simplemente se niega a aceptar que la mejor amiga del Niño de Belén y del Crucificado del Gólgota tenga que pedir perdón por ser quien es.
Quizá, en última instancia, el juicio sobre Mater Populi fidelis se resuma en la confrontación entre el temor de los hombres y la certeza de los santos. Frente a la timidez de una Nota que teme “desequilibrios”, se alza la voz de gigante de San Luis María Grignion de Montfort recordándonos que María no es un obstáculo para llegar a Jesús, sino el camino más corto y el espejo más limpio.
Entre la prudencia administrativa de quienes ven en estos títulos un problema ecuménico, y la audacia de quienes, como Montfort o San Alfonso, vieron en ellos la voluntad positiva de Dios, un católico sabe perfectamente dónde ponerse de rodillas: ante Aquel que quiso, desde toda la eternidad, que todo lo tuviéramos por medio de María.










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