viernes, 17 de octubre de 2025
EL DERECHO A MORIR O LA MUERTE DEL DERECHO
Por Óscar Méndez Oceguera
El nuevo laboratorio de la muerte legalizada
El 10 de octubre de 2025, Uruguay se convirtió en el primer país de América Latina en legalizar la eutanasia y el suicidio asistido. Con una mayoría estrecha, el Senado aprobó la norma que permite a los médicos provocar o facilitar la muerte de quien padezca “sufrimientos insoportables” o “enfermedades incurables”.
La prensa lo anunció como un hito histórico, un avance moral, un paso más hacia la libertad. Los discursos oficiales repitieron el catecismo moderno: autonomía, dignidad, compasión.
Pero detrás de esas palabras se oculta una sustitución mucho más profunda que una ley: la del orden natural por la voluntad; la del ser por el deseo. Se ha promulgado una norma que destruye el fundamento mismo del Derecho, pues convierte en objeto de disposición lo que constituye su principio. La vida —fuente de todo derecho— se ha convertido en materia de contrato.
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Una secuencia global cuidadosamente ensayada
El gesto uruguayo no es aislado. Forma parte de una secuencia cuidadosamente ensayada en Europa y Norteamérica: se comienza invocando la piedad hacia los enfermos terminales, y se termina justificando la eliminación de quienes “ya no pueden disfrutar”.
Países Bajos, Bélgica, España, Canadá, Portugal… todos siguieron el mismo itinerario, con idéntico lenguaje emocional y resultados cada vez más radicales.
En cada caso, la promesa de una excepción humanitaria a personas terminales se transformó, por lógica imparable y progresiva reinterpretación, en un sistema de eliminación legalmente administrada que hoy alcanza a personas con trastornos mentales o que simplemente están “cansadas de vivir”.
La muerte dejó de ser un límite y se convirtió en servicio público, cada vez más amplio.
Y ahora, América Latina comienza a replicar esa arquitectura. En México, la llamada Ley Trasciende copia casi palabra por palabra los argumentos uruguayos: “libertad de decidir”, “muerte digna”, “compasión médica”. Ninguna de esas fórmulas se refiere a fortalecer los cuidados paliativos o el acompañamiento espiritual: todas apuntan a institucionalizar el poder de suprimir la vida en nombre de la autonomía.
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La libertad confundida con dominio
La primera confusión de nuestro tiempo consiste en creer que la libertad es dominio. El hombre moderno, obsesionado con ser dueño de sí, ha olvidado que la libertad no consiste en poder hacer cualquier cosa, sino en poder hacer el bien.
No es propiedad, sino participación.
La libertad sin verdad no libera, disuelve. Y cuando la voluntad deja de reconocerse subordinada al bien, se vuelve poder sin medida. La voluntad que mata deja de ser libre: es esclava del miedo, del dolor o del hastío.
Por eso, no hay acto más contradictorio que el suicidio asistido: es la negación de la libertad en nombre de la libertad misma.
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El error metafísico de la propiedad del ser
El error proviene de una raíz metafísica: la idea de que el hombre posee su ser (su substancia) del mismo modo en que posee sus bienes (sus accidentes).
Pero nadie puede ser propietario de aquello que lo constituye. No tengo mi vida como tengo mis cosas: soy mi vida (mi esse).
Y aquello que soy, no puedo legítimamente destruirlo.
La relación del hombre con su existencia no es de dominio, sino de custodia ontológica. Disponer de la vida no es ejercer un derecho, sino traicionarlo.
La vida no pertenece al individuo: le ha sido confiada. No es objeto de soberanía, sino de responsabilidad.
Quien convierte la vida en propiedad introduce la semilla del nihilismo jurídico: si todo lo que poseo puedo destruirlo, entonces todo lo que existe puede ser eliminado.
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La ley que deja de ser ley
De este extravío deriva el colapso del Derecho.
Porque la ley, si ha de ser justa, debe fundarse en el bien y no en la voluntad. La vida es el bien primero, el presupuesto de toda norma. Sin ella, no hay justicia posible.
Por eso, una ley que autoriza la supresión de la vida no es ley, sino ficción de legalidad. Sustituye el orden por el procedimiento, la verdad por la mayoría.
Es la forma perfecta del desorden: un sistema que legisla contra su propio principio.
Lo que antes se llamaba homicidio hoy se llama derecho; lo que antes se llamaba piedad, hoy se llama eliminación compasiva.
Así muere el Derecho: no cuando se cometen injusticias, sino cuando se las codifica.
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La dignidad falsificada
Los defensores de la eutanasia invocan la dignidad, pero la confunden con la comodidad.
Creen que un cuerpo débil o doliente deja de ser digno, como si la dignidad dependiera del vigor o de la utilidad.
Sin embargo, la dignidad humana no se gana ni se pierde: es inherente al ser.
La enfermedad no la degrada, la revela. Porque en la fragilidad se manifiesta la grandeza de lo que somos: criaturas racionales, dependientes y abiertas al amor.
La verdadera indignidad no está en sufrir, sino en ser abandonado.
Por eso, la ley que ofrece la muerte en lugar del acompañamiento no es expresión de compasión, sino de cansancio social.
Es la renuncia organizada de una sociedad que ya no soporta mirar la vulnerabilidad y prefiere ocultarla bajo el nombre de libertad.
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La compasión traicionada
Tampoco hay compasión en matar para evitar el dolor.
La compasión auténtica no elimina al que sufre: lo acompaña. Lo abraza, lo sostiene, lo eleva.
La compasión moderna, en cambio, es sentimentalismo desesperado: incapaz de dar sentido al dolor, lo suprime borrando al doliente.
El médico deja de curar para administrar la desesperanza.
El hospital deja de ser casa del alivio para convertirse en despacho de eutanasias.
Lo que se presenta como acto de piedad es, en realidad, la forma más fría del abandono.
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La medicina del alma: los cuidados paliativos
Y mientras se promulgan leyes de muerte, los cuidados paliativos —la verdadera respuesta humana al sufrimiento— siguen siendo escasos y precarios.
Allí donde se aplican, la petición de morir desaparece casi por completo.
Porque el enfermo que se siente acompañado ya no desea morir: desea vivir bien.
El enfermo no pide la muerte, pide no estar solo.
Por eso, legislar la eutanasia sin garantizar los paliativos no es compasión, sino negligencia institucional.
Es ofrecer una jeringa en lugar de una mano.
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El sufrimiento como revelación del ser
El sufrimiento, lejos de ser un error que deba extirparse, es el lugar donde el hombre se encuentra con su límite y con su alma.
El dolor revela la verdad del ser: su dependencia, su fragilidad, su apertura al otro.
En ese borde donde se toca la finitud, el hombre aprende la humildad y la gratitud.
Allí donde el cuerpo se quiebra, el espíritu puede crecer.
Por eso, las culturas que sabían acompañar el dolor eran más humanas que las que lo eliminan.
La nuestra, en cambio, ha hecho del bienestar su único valor, y por eso considera inútil todo lo que no produce placer.
De ahí nace la idea monstruosa de los humanos desechables: vidas que, al perder funcionalidad, se consideran carentes de sentido.
El anciano que se siente carga, el enfermo que teme arruinar a su familia, el pobre que no quiere ser peso del Estado… todos ellos son empujados, con dulzura burocrática, a desaparecer.
La sociedad del confort ha convertido la muerte en gesto de eficiencia.
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La negación del fin y la corrupción de la justicia
La raíz última de este fenómeno es la negación de la finalidad.
Cuando se pierde la noción de fin natural, todo se reduce a técnica.
El dolor deja de tener sentido, la muerte deja de ser tránsito y la vida deja de ser misión.
El hombre, reducido a productor y consumidor, se mide por su utilidad, no por su ser.
Pero el Derecho no puede sobrevivir en esa lógica: si no reconoce fines intrínsecos, solo regula apetitos.
Y donde la norma se vuelve servidora del deseo, la justicia muere.
La eutanasia, en su aparente neutralidad, consagra este nihilismo final: la idea de que el hombre no tiene destino más alto que su propio consentimiento.
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El Estado neutral que decide quién muere
El Estado, que debería proteger la vida, se disfraza de neutral y termina arbitrando quién puede morir.
En nombre de la autonomía, administra la autonegación.
Es el mismo principio que permitió el aborto y que prepara la ingeniería genética: la pretensión de poseer el cuerpo como cosa.
Pero el cuerpo no es objeto, es forma del alma.
No lo tenemos, lo somos.
Tratarlo como propiedad es confundir la persona con la materia y abrir la puerta a su manipulación total.
De ahí al totalitarismo sanitario solo hay un paso: el poder de decidir quién debe vivir por razones de utilidad, costo o comodidad.
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El Derecho que muere de autonegación
El Derecho, reducido a voluntad de mayorías, deja de ser racional.
Una ley que legitima el suicidio asistido convierte al Estado en cómplice del nihilismo.
Y una sociedad que llama derecho a la destrucción de su principio vital, se prepara para desaparecer como civilización.
Porque el Derecho muere no cuando se transgrede, sino cuando se desnaturaliza.
Su esencia no está en el consenso, sino en la verdad.
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El sentido purificador del límite
El sufrimiento, en cambio, guarda un sentido que trasciende toda ley humana.
Quien lo atraviesa con amor descubre la grandeza que el placer nunca enseña.
El que acompaña a un moribundo aprende más sobre la vida que quien huye del dolor.
El que soporta con esperanza su límite purifica su alma y la prepara para lo eterno.
En esa escuela silenciosa se forman las virtudes que sostienen el mundo: la paciencia, la compasión, la humildad, la fe.
Suprimir esa experiencia es suprimir el aprendizaje moral de la humanidad.
La eutanasia, más que una ley médica, es una amputación del espíritu.
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Barbarie con rostro clínico
No hay civilización posible si el hombre no acepta que la vida tiene un sentido que lo supera.
Quien destruye el límite destruye la medida; quien elimina el dolor elimina la conciencia; quien convierte la ley en instrumento de muerte firma el acta de defunción de la justicia.
La única modernidad que merece ese nombre no es la que acelera la muerte, sino la que enseña a morir con humanidad.
Legislar la eliminación de los débiles no es progreso: es barbarie con rostro clínico.
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La decisión final
La vida, incluso doliente, sigue siendo bien.
La ley que la niega no libera, esclaviza; no consuela, abandona; no protege, destruye.
Cuando una civilización convierte la muerte en derecho, abdica de su razón y de su alma.
Porque el Derecho vive mientras exista la convicción de que la vida merece ser defendida por sí misma.
Cuando esa convicción se pierde, lo que queda no es libertad, sino desierto moral.
De esa elección depende todo lo que entendemos por humanidad.
Porque una sociedad se define no por cómo trata a sus más fuertes, sino por cómo mata a sus más débiles, incluso si lo hace en nombre de la libertad.
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En este impasse se juega el Derecho, el respeto a la naturaleza e incluso el alma.
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