Cada año, al mediar diciembre, hace su bulliciosa aparición el tema inagotable de las Posadas. ¿Qué mexicano de verdad puede hacer caso omiso de vivir la alegría de una noche, al menos, de este novenario?
El neopaganismo imperante ha multiplicado en nuestro medio los torpes remedos mundanos de la bellísima tradición. Empero, hasta cierta medida, los años más inmediatos parecen atestiguar una reacción no desdeñable por parte de muchos que quieren volverla a sus cauces de otros días, menos cosmopolitas pero sin duda más limpios. Bien hayan los que entienden el secreto recóndito de esa “sonriente austeridad” que late en la entraña de México, y que fulge, radiosa, en el “espejo diario” de su autenticidad tradicional.
Porque en los substratos íntimos de México se asocian –sin posibilidad de divorcio- lo nacional y lo religioso, tal como se asocia en las Posadas. En ellas, México de siempre, en su espléndida expresión sociológica, esa que para ser como es no pide permiso a las cuartillas constitucionales escritas. Porque esa ha sido puntualmente nuestra sabiduría en cuanto pueblo: seguir creyendo en medio de la corriente de irreligiosidad que ha señoreado a algunos, seguir esperando, seguir deseando la plenitud de Cristo como centro animador de nuestra vida colectiva. Y, en inevitable comparación, bien puede decirle México a Cristo, con los versos encendidos y profundos del poeta Echeverría del Prado:
“Te pierden los que, en ellos consumidos,
y en busca de sus nadas andariegos,
sólo han hallado “su verdad”, perdidos”.
Otros pueblos han buscado, egocéntricamente, “su verdad” en el poderío del oro, en el endiosamiento de la razón, en la mera pujanza militar. México, por el contrario, reitera su fidelidad al ideal de Cristo:
“Yo te declaro prenda de mis fuegos
por los oídos que no son oídos
y por los ojos que de ver son ciegos…”
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“Y brilla mi razón con tu reflejo
más que en el Todo que me das contigo,
en la sombra que soy cuando te dejo”.
Así es. Cuando la patria se alejase del Sol espiritual que ha alumbrado su existencia al través de la historia, no sería más que eso: una sombra de patria. México no sería México si alguna vez dejase a Cristo.
Este tiempo de Adviento, en la intención de la Liturgia católica, es época de expectación, de espera del advenimiento de Aquel que da salud a individuos y pueblos. Es un deseo ardoroso, inmenso y enamorado de que se cumpla, una vez más, el milagro pacificador de la Gruta de Belén. Y ya en la inminencia del fausto suceso, exige el amor hacer cohorte y compañía a la Madre Virgen y a José en su penosa caminata hacia la ciudad de David, adonde los solicita el edicto del censo de Tiberio, involuntario pero eficaz instrumento de Dios para que se realicen las profecías mesiánicas. Y todo México, en ese relicario de su espíritu que es cada familia, acompaña a lo largo de las nueve jornadas el andar de los Santos Peregrinos, hasta la noche en que todos los gozosos presagios se resuelven en el acaecimiento que parte en dos la cronología material y moral del hombre: la Natividad por antonomasia, la Natividad de Jesús.
Mientras esa noche llega, las casas en que sigue alentando lo mejor de la mexicanidad, se enfiestan con la gema más preciosa de nuestras alegrías populares. Cada noche del novenario, se pide y se da posada, con un regocijo que a ningún otro se parece, y en el que la letanía, los rezos, y el estallar de pólvora, y el quebrar de piñatas integran un todo acordado y armonioso en el que lo mismo las plegarias que las golosinas responden a una misma y sola dicha substancial: la de la espera del Niño Dios.
Venciendo la maldad de estos años en que los hombres han enconado las manifestaciones del odio, es en tales noches cuando todos nos sentimos buenos, nos adivinamos niños. Y entonces, el corazón de México, bajo la dulce benevolencia del firmamento en que tiemblan, unánimes luceros navideños, hace suya la estrofa del poeta ya nombrado:
“Padre, dame la voz con que alumbraste
el silencio de todas las estrellas;
quiero gritar en brillo, que es de ellas
la luz del polvo de que nos formaste.
“Quiero que todo sienta que incendiaste
al dejarnos perdidos en tus huellas,
polvo de amor para distancias bellas
bajo el misterio donde nos llamaste.
“Pon el grito de luz de que estoy lleno
al borde de la rima en que me guías
hacia donde eres Dios y Nazareno,
“y entonces yo podré, con armonías,
colgar del pensamiento mirra y heno
para que nazcan tus epifanías”.
2a parte:
Fiestas de los cinco sentidos corporales y de las tres potencias del alma, el hombre entero halla en este novenario de Adviento, cobijo, manjar y fogón de posada milenaria… ¿Cómo olvidarlo?...
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http://www.youtube.com/watch?v=aRIIoVzLBv0&feature=youtu.be
ResponderEliminarMilagro en el nacimiento más grande del mundo
Excelentes ambas partes. Pluma fina y castiza con un mensaje genuiamente católico y mexicano; inaccesible lectura para quienes -como cierto precandidato presidencial- no acostumbran lecturas que no sean gacetillas, notas y discursos.
ResponderEliminarFelicidades por su blog, cada vez me gusta más.
Te agradecemos por los datos de ese enlace. Ya elaboramos un post con ese video, gracias a tu información.
ResponderEliminarUn abrazo en Cristo.
Atte
CATOLICIDAD