jueves, 27 de junio de 2013

¿CONFESARME YOOOOO?


Los protestantes cuestionan por qué debemos confesar nuestros pecados a un sacerdote, si es un hombre igual que nosotros. Valga la pena mencionar aquí que hasta el mismo Papa tiene que confesarse y recibir la absolución de parte de su confesor. La realidad es que nosotros los católicos no hacemos lo que se nos ocurre creer, como sí lo hacen los protestantes, sino que hacemos lo que Dios manda en su propia Palabra.

Si Jesús quiso que nosotros confesásemos nuestros pecados para recibir la absolución por parte de sus sacerdotes, a quiénes otorgó el poder de perdonar pecados; pues simplemente lo respetamos y lo ponemos en práctica porque es su voluntad y nosotros no somos nadie para cuestionar a Dios, como hacen quienes no aceptan el sacramento de la Penitencia (o Confesión).

Veamos a continuación el evangelio de Juan, cuando Jesús otorga a sus discípulos y a sus sucesores el poder de perdonar o retener los pecados. Lógicamente, para poder perdonar o retener pecados, quién tiene el poder de hacerlo debe conocer previamente cuál es el pecado del que los confiesa, de otro modo ese poder carecería de sentido. El único sentido correcto es que primero el sacerdote debe conocer los pecados de quien se confiesa, para luego perdonarlos o retenérselos, de acuerdo a si hay o no arrepentimiento de por medio.

Cristo dice a sus apóstoles: ‘A quienes perdonen sus pecados, serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos’. Jn 20.23

Cuando ya Jesús había ascendido al Cielo y se había iniciado la vida de la Iglesia, encontramos que se practicaba la confesión por ser una orden de Cristo. Incluso, Pablo, hace la aclaración de que en algunos casos es necesario investigar primero para conocer los pecados de alguien, la única manera de hacerlo, lógicamente, era a través de la confesión.

Hch 19.18 Muchos de los que habían aceptado la fe venían a confesar y exponer todo lo que antes habían hecho.

Stgo 5.16 Reconozcan sus pecados unos ante otros y recen unos por otros para que sean sanados.

1 Tim 5.24 Hay personas cuyos pecados son notorios antes de cualquier investigación; los de otros, en cambio, sólo después.

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

Dios, que es infinitamente sabio y misericordioso, sabía que necesitaríamos de la catarsis que significa el poder dejar por completo la culpa en el Confesionario. Al decir los pecados al Sacerdote y oír las palabras del perdón, nuestra alma no sólo queda blanqueada de los pecados cometidos, sino liviana por ya no tener que cargar con el peso de la culpa.

Adicionalmente, la Iglesia ha dispuesto que el Sacramento de la Confesión sea lo menos difícil posible: absolutamente secreto y sin mayores trabas.

El demonio que nos facilita argumentos para pecar, nos pone falsas dificultades en nuestra cabeza para que no acudamos al confesionario y permanezcamos en pecado.

¿Para qué, entonces, buscar motivos para seguir en pecado y cargando con el peso de la culpa y exponiendo nuestra salvación eterna, en vez de aprovechar la misericordia de Dios y sentirnos livianos, sin carga, en paz, al confesar los pecados al Sacerdote?

Además, si estamos en gracia sin pecados mortales, si estamos confesados, podremos tener la enorme dicha de recibir a Cristo realmente presente -con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad- en la Eucaristía.

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