jueves, 21 de agosto de 2025

DEL MAESTRO QUE ENSEÑABA EL COMPÁS DEL TIEMPO SANTO


En un aposento recogido de un vetusto convento, donde los muros guardaban, como cofres celosamente cerrados, los ecos de oraciones antiguas, estaba un maestro venerable, de rostro aquilino y mirar tan sosegado que parecía medir no los instantes, sino las eternidades.

A su vera, un mancebo, cuyo ingenio bullía de preguntas, hojeaba con reverente cuidado un misal tan gastado, que las letras, por mucho rezarse, habían perdido la negrura para trocarse en oro invisible.

—Decidme, señor —empezó el discípulo—, ¿por qué dais tanto realce a ese orden de fiestas y vigilias que la Iglesia guarda, cual si en ello le fuera la vida?

El maestro sonrió, como quien advierte que el alma está presta para recibir un arcano, y habló con reposada majestad:

—Porque, hijo mío, no se trata de un vulgar calendario de días y lunas, sino del Cristo mismo, que se nos da por entero, paso a paso, misterio a misterio. Dom Guéranger, monje docto en estas artes, afirmó: «El año litúrgico es Jesucristo mismo, que se desarrolla en el tiempo y comunica sus misterios a la Iglesia».

—¿Y, por ventura, no es esto sólo memoria de lo pasado? —preguntó el joven, con cierto candor.

—¡Memoria dices! —replicó el maestro—. San León Magno, luz de su siglo, dejó escrito: «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a los ritos sacramentales». No recordamos como quien suspira por lo ido, sino que recibimos como quien bebe de la fuente misma que brota hoy. Navidad es Belén presente; Pascua es Resurrección viva.

El mozo, prendado de la imagen, calló un instante; mas pronto volvió a la carga:

—¿Quién trazó tal orden?

—El Espíritu Santo, por mano de la Iglesia —respondió el anciano—. Así lo enseñó San Pío X: «La disposición de los tiempos litúrgicos es la escuela más perfecta de la vida cristiana». Y San Andrés de Creta, siglos ha, proclamó: «En el curso del año, la Iglesia nos hace recorrer la vida de Cristo para que nuestra vida se conforme con la suya».

Al decir esto, el maestro se levantó y, andando pausado entre anaqueles, añadió:

—El año litúrgico, hijo, es la cartografía del tiempo redimido. Donde el mundo pinta efemérides vanas y mercantiles, la Iglesia inscribe Advientos, Cuaresmas y Pascuas, recordando que el sentido del tiempo es Cristo. San Agustín, con su filo agudo, sentenció: «Cristo es el día; fuera de Él, la noche».

El discípulo, con los ojos encendidos, preguntó:

—¿Y los santos, maestro?

—Ah, los santos… —respondió éste, con un destello en la mirada—. Ellos son los capítulos menores del mismo libro, los reflejos múltiples del Único Sol. San Bernardo bien lo dijo: «Los santos nos fueron dados como modelos; lo que en Cristo admiramos en su perfección, en ellos lo vemos participable».

Hubo un silencio grave, como si las paredes quisieran memorizar la lección.

—De suerte, hijo mío —prosiguió el maestro—, que quien vive el año litúrgico, vive en el compás de Dios; y quien lo desprecia, se entrega al reloj del mundo, que sólo corre hacia la nada. San Gregorio Nacianceno nos amonesta: «Pasemos de fiesta en fiesta, de etapa en etapa, hasta alcanzar aquella que no termina».

En ese momento sonó la campana de vísperas, vibrando como cuerda de arpa en el aire frío. El maestro cerró el misal, puso la mano en el hombro del joven y concluyó:

—Ven, que la lección no acaba aquí. Hoy es Adviento… y el Esposo está a la puerta.

Y salieron ambos, perdiéndose por el claustro, como dos peregrinos que, con paso firme, caminaban dentro del tiempo… y hacia la eternidad.

Oscar Méndez O.

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