sábado, 16 de agosto de 2025

EL CONSEJO DE LOS PRUDENTES


 
Los anales del mundo cuentan la noche, en una de sus páginas más amargas, en que los hombres prudentes se reunieron para inventar una moral a su medida. El salón donde se congregaron brillaba como vidrio bruñido y resonaba como eco vacío.

El aire estaba tan espeso de perfumes dulzones que el vapor amargo del café recalentado apenas podía abrirse camino. Las luces frías de las pantallas daban a los rostros un tinte espectral; los micrófonos, bocas de cíclopes metálicos, devoraban cada palabra con voracidad insaciable. A un lado clamaban por la libertad sin riendas, como caballos desbocados lanzados al despeñadero; al otro exigían igualdad total, como si los hombres pudieran pesarse en las balanzas de un cambista.

El ruido era una niebla densa: sofocaba el aire, nublaba el juicio, ahogaba hasta el pensamiento. Y, de pronto, en el cansancio colectivo se abrió un silencio breve, como un respiro robado.

De aquel hueco se alzó un hombrecillo de voz pegajosa y lenta, melosa como jarabe agrio, que hablaba como quien vende promesas en rebajas. Su corbata, más proclama que prenda, flameaba con cada ademán. Alzó las manos con gesto de mercader que ofrece espejos por diamantes y proclamó:

—Dejemos las verdades, que dividen. Quedémonos con lo que todos toleren. Forjemos una moral tan pequeña que quepa en la palma de cualquier mano: la ética de mínimos.

El salón entero, agotado, lo celebró como revelación celeste. El cansancio aplaude siempre más fuerte que la convicción. Y así, en un instante, la verdad fue arrojada al arroyo y en su lugar se entronizó el consenso.

Algunos delegados, con gesto nervioso, se ajustaban las monturas de sus gafas; otros, con estudiada indiferencia, miraban sus teléfonos, más absortos en la luz de la pantalla que en la oscuridad de la sala. La solemnidad era pura fachada: tras las corbatas y discursos, esperaba la comodidad de la pausa del café.

En un rincón, sin embargo, permanecía un hombre callado. Su rostro era austero, su mirada clara, y en sus ojos brillaba la memoria de libros viejos que hablaban de orden y de ley eterna. Había escuchado en silencio, hasta que se levantó como quien ya no soporta más ver la comedia sin gritar que es farsa.

No alzó la voz; no hizo falta. Habló, y su palabra resonó como campana en templo vacío:

—Lo que habéis engendrado no es ética, sino coartada. Habéis cambiado la roca de la ley natural por la arena movediza de los votos. Y la arena siempre cede bajo los pies del que confía en ella. Hoy llamáis paz a este pacto de cansancio, pero la paz sin justicia no es paz: es tregua disfrazada.

Los delegados lo miraron con sonrisas tensas. Algunos rieron por cortesía, otros cuchichearon “fundamentalista”. Mas él prosiguió:

—Mañana vuestros mínimos serán menos. Y al día siguiente, nada. Al huir de la verdad os entregáis al poder. Y el poder, cuando no se ata al ser, se disfraza de tolerancia mientras afila su mordaza.

El silencio se volvió pesado, inmóvil, casi visible. El moderador, con sonrisa petrificada, cerró la sesión y anunció la pausa del café. Y aquellos prudentes, convencidos de haber fundado la paz universal, corrieron hacia las bandejas de galletas, discutiendo si la leche debía servirse fría o tibia.

El hombre salió solo. Atravesó pasillos que olían más a negocio que a sabiduría. Afuera, la noche lo abrazó con su sombra cómplice, y en ese amparo sus pensamientos se hicieron letanía:

—Llaman prudencia a su cobardía, y paz a su miedo.
—Confunden justicia con consenso y verdad con estadística.
—Pactan con el error para no discutir, y despiertan encadenados por sus propias concesiones.
—Creen que el mundo puede sostenerse con mínimos, cuando hasta un niño sabe que la vida solo se sostiene con verdades.

La noche, testigo silenciosa, lo vio alejarse. Caminaba con la dignidad del que sabe que, aun perdiendo todas las batallas del mundo, su verdad permanece invicta.

OMO

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