sábado, 9 de agosto de 2025
EL DERECHO A MATAR: ENTRE LA CÁNULA, EL PAÑUELO Y LA DECLARACIÓN DE DERECHOS HUMANOS
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I. EL INFIERNO, LOS EUFEMISMOS Y LA LITURGIA PROFANA DEL YO
El aborto es un crimen. No hay atenuante posible, ni contexto que lo dignifique, ni retórica que lo suavice. Es, en sí mismo, un acto de injusticia absoluta: la destrucción deliberada del más inocente, del más indefenso, del más irreemplazable. Su malicia no necesita adjetivos para ser monstruosa. Basta el hecho.
Pero como si no bastara con la muerte, la cultura moderna ha añadido el escarnio. Hoy se mata al hijo no sólo en la sombra, sino bajo los reflectores; no con lágrimas, sino con aplausos; no en secreto, sino como espectáculo. Lo que antaño era escondido como pecado, hoy es celebrado como derecho. Y esto no es solamente una aberración añadida: es una consagración del crimen, una liturgia profana del yo, una religión sin Dios cuyo dogma es la autonomía absoluta y cuyo altar es el vientre profanado.
Cada vez que se sacrifica a un inocente en nombre de la “libertad reproductiva”, se perpetra una negación sistemática del orden natural, una subversión del derecho y una blasfemia contra la ley divina. Lo que llaman “interrupción voluntaria del embarazo” no es solamente la extirpación de una criatura: es la afirmación solemne de que el yo se ha vuelto dios, de que el bien y el mal pueden ser definidos por decreto, de que matar puede ser un acto de justicia.
II. LA INVERSIÓN DEL LENGUAJE: DE CRIMEN A DERECHO
La guerra espiritual de nuestro tiempo se libra en el campo del lenguaje. No basta con cometer el mal: es necesario rebautizarlo. Así, el aborto se convierte no solamente en un “derecho”, sino en una “conquista”, en un “acto de amor”, en una “forma de justicia social”. Cada palabra ha sido cuidadosamente trastocada para que el infierno se diga con tonos de dulzura.
Pero el Doctor Angélico enseña que veritas est adaequatio rei et intellectus —la verdad es la conformidad entre la cosa y el entendimiento. Cuando el lenguaje se disocia de la realidad, se disocia también de la verdad. Nombrar al asesinato como “intervención” no lo hace menos homicidio; proclamarlo como “progreso” no lo hace menos pecado. Este es el lenguaje del padre de la mentira, que prometió libertad en el Paraíso y entregó muerte.
III. LA LEGALIDAD COMO MÁSCARA DE LA INJUSTICIA: EL ESTADO COMO SACERDOTE DE LA NUEVA RELIGIÓN
La ley humana, cuando se aparta de la ley eterna y natural, deja de ser ley y se convierte en corrupción de la misma. El Estado moderno, que otrora fue instituido para custodiar la justicia, ha abrazado la apostasía jurídica: no solamente tolera el aborto, lo promueve; no solamente lo permite, lo financia; no solamente lo despenaliza, lo convierte en símbolo de civilización.
Así, el aparato legal se convierte en instrumento de muerte. Y, como enseñaba el Magisterio tradicional, lex iniusta non est lex —la ley injusta no obliga, sino que oprime. El orden jurídico que protege la muerte y persigue la vida ha invertido su finalidad: ya no protege al inocente, sino que protege al verdugo.
IV. EL CUERPO DE LA MUJER COMO CAMPO DE BATALLA IDEOLÓGICA
El feminismo moderno ha sustituido el dogma del amor por el dogma de la revancha. El vientre materno, que debía ser santuario, se ha convertido en trinchera; la maternidad, que debía ser don, se ha vuelto esclavitud; la vida, que debía ser acogida, se ha convertido en enemigo. El cuerpo femenino ha sido reclutado como campo de guerra por una ideología que no busca elevar a la mujer, sino despojarla de su esencia.
La mujer no es liberada cuando rechaza la vida; es desfigurada. El demonio no odia la libertad de la mujer: odia su capacidad de dar vida. Por eso el aborto no es solamente un acto contra el hijo: es una rebelión contra la maternidad misma. Es el grito luciferino: non serviam.
V. LA VÍCTIMA SIN VOZ: EL NO-NACIDO Y LA OMISIÓN DE LOS JUSTOS
El niño por nacer es el más perfecto ícono de Cristo inocente: no tiene poder, no tiene voz, no tiene defensa. Y sin embargo, su muerte es celebrada como si fuera una victoria. La cultura moderna no solamente permite el crimen: lo proclama como virtud.
¿Y dónde están los justos? ¿Dónde están los padres, los maestros, los legisladores, los médicos, los clérigos? ¿Dónde están aquellos que debían alzar la voz en defensa del más pequeño? Callan. Porque hablar les costaría prestigio, seguridad o comodidad. Con todo, la historia, en su vaivén, a veces muestra destellos de heroicidad: en medio de la podredumbre moral, aún hay quienes, con una sencilla directriz o “hoja” de intenciones, se atreven a defender la vida del concebido, dando testimonio de que la prudencia política, cuando es recta, puede ser un baluarte contra la tiranía.
Pero el silencio ante la injusticia es complicidad con el mal. Es mejor morir con la Verdad que vivir con la mentira.
VI. LA VENGANZA DE LA NATURALEZA: CICATRICES ESPIRITUALES
El aborto no termina cuando cesa el latido del niño. El alma de la madre —creada para amar, no para destruir— queda marcada. Aunque la ideología diga que ha “decidido libremente”, la naturaleza grita. Los vientres vacíos lloran. Las cunas nunca compradas claman. Las pesadillas no cesan. La culpa no se borra con píldoras.
No solamente se destruye un cuerpo: se hiere un espíritu. No solamente se apaga una vida: se fractura la conciencia. No solamente se suprime al hijo: se oscurece la maternidad.
VII. LA RESPUESTA CATÓLICA: LUZ EN LA TINIEBLA
No bastan argumentos políticos. No bastan estadísticas médicas. No bastan campañas de sensibilización. Contra esta herejía vital, solo hay una respuesta suficiente: el Evangelio íntegro, la ley natural proclamada con claridad, la doctrina católica vivida con fidelidad.
Es necesario que resplandezca de nuevo la verdad eterna: que la vida es sagrada, que el hijo no es enemigo, que la maternidad es un don, que el crimen jamás puede ser derecho. La respuesta no vendrá de las élites ilustradas ni de las ONGs internacionales: vendrá de las almas humildes que han guardado la fe, de los laicos valientes, de los confesores fieles, de los apóstoles del Sagrado Corazón, que aún se atreven a llamar pecado al pecado y gracia a la gracia.
EPÍLOGO: EL DÍA DEL JUICIO Y LA SENTENCIA QUE IMPORTA
Vendrá el día en que los inocentes nos miren desde la eternidad. No preguntarán qué leyes se aprobaron, qué marchas organizamos, qué editoriales firmamos. Preguntarán algo más simple y más terrible: “¿Dónde estabas tú cuando nos mataban?”
Y si nuestro silencio fue cómplice, si nuestra tibieza fue disfraz de prudencia, si nuestra omisión fue más cómoda que nuestra fidelidad… entonces no podremos responder.
La historia juzgará al aborto como juzga hoy a la esclavitud. Pero más allá de la historia, el Justo Juez pedirá cuentas. Y entonces, sólo los que hayan defendido la vida con palabra, con oración y con sacrificio, serán hallados dignos.
Oscar Méndez O.
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