lunes, 2 de junio de 2025

EL SILENCIO DE DIOS



I. EL JUICIO QUE NO HABLA, PERO QUEMA

No hay gritos, ni juramentos, ni defensa. Hay solo un silencio. Un silencio denso como el humo de la sangre, espeso como la tarde en que se mata un inocente. Cristo calla. Y ese callar no es cobardía. Es filo. Es fuego. Es sentencia. El mundo lo interroga con la lengua de la fuerza, y Él, Verbo hecho carne, responde con la mudez que abrasa. ¿Qué puede decir la Luz a los ciegos que no quieren ver? ¿Qué puede hablar la Verdad a quienes han vendido su alma para conservar sus cargos?

Pilato, engalanado en su miedo, lo mira: “¿No oyes lo que te acusan?” Pero él no habla. Porque ya lo ha dicho todo. Porque hablar sería rebajar a la estatura de los que escupen. Porque su silencio es más punzante que la lanza que después le abre el costado. En ese instante, el mundo ha sido juzgado. El juez no es el que tiene el trono, sino el que tiene el rostro escupido y los labios cerrados. El que no necesita justificar su inocencia, porque su inocencia arde como un sol en medio de la oscuridad del pretorio.

Silencio. Y en ese silencio, cruje el universo. Se parte el alma de quien ama la justicia. Se hiela la sangre del que aún puede sentir. Porque ese silencio no está vacío: está cargado de juicio, de verdad, de misericordia inaguantable. No es un silencio pasivo: es el rugido del cielo que ha decidido no rugir. Es la espada que no se levanta porque ya ha sido clavada en el madero.

Cristo no responde porque ha venido a ser condenado. Pero no por ellos: por nosotros. Su silencio no es para salvarse a sí mismo, sino para que el mundo vea, tiemble y —si puede— volver. Y en su mudez, la condena: este es el mundo que ha elegido al César y ha despreciado al Mesías. Este es el hombre que teme perder poder, pero no teme perder el alma. Este es el templo vacío que quiso llamar al Dios que lo habitaba.


II. EL SILENCIO PRESENTE: ESPADA INVISIBLE

Y ese silencio no ha cesado. Hoy también calla. Ante jueces sin justicia, ante altares profanados, ante templos convertidos en escenarios. Cala. Pero no porque no veas. Calla porque su mirar basta. Porque ya no se trata de convencer, sino de dejar arder el corazón de quien aún pueda escuchar en lo hondo.

Es el juicio final anticipado: no con trompetas ni relámpagos, sino con la ausencia que duele, con la respuesta que no llega, con la Palabra que ya se dijo y fue despreciada. Y sin embargo en ese silencio vibra la última esperanza. Porque mientras calla, espera. Mientras no habla, ama. Y en el alma que aún tiembla, en el alma que se arrodilla en la soledad, todavía puede sonar —como un suspiro roto, como un susurro de leña ardiendo— esa Voz que no muere, que no grita, pero que salva.


III. LA FIDELIDAD COMO OÍDO DEL ALMA

El que no guarda, no oye. El que no permanece, no escucha. Porque la Voz de Dios no salta de novedad en novedad como un predicador de feria, ni baila al ritmo de las modas, ni se arrastra por los eslóganes de los templos modernos. La Voz de Dios habita en la fidelidad. Y la fidelidad no es comodidad: es cruz, es soledad, es combate.

Hay que tener el alma firme como una piedra que no se deja arrastrar por el agua sucia. Hay que tener el corazón plantado como un árbol en medio de un desierto sin sombra. Porque todo lo que hoy se llama “apertura” no es más que ruido. Y en el ruido, el oído se aguanta, el alma se ensordece, el Verbo se pierde.

Los que abandonan la tradición, los que desprecian la forma, los que diluyen la doctrina para hacerla más aceptable al mundo, se vuelven sordos. Lo que llaman evolución es, en el fondo, traición. Porque ¿cómo escuchar la Palabra si uno ha roto el eco de los siglos? ¿Cómo reconocer su timbre si se ha desfigurado su acento con las lenguas del mundo?

La fidelidad no es nostalgia. No es inmovilismo. Es humildad. Es saber que lo recibido no se toca con manos sucias. Que lo sagrado no se reforma con decretos ni con asambleas. Que la liturgia no es un juguete, sino un altar. Que la doctrina no es una opinión, sino una lámpara. Que el canto no es espectáculo, sino súplica.

Solo quien guarda, oye. Solo quien es fiel, escucha. Porque la Voz de Dios no se impone. Se insinúa. Y solo resuena en la conciencia de que se ha hecho hogar para lo eterno. Y para eso, hay que vaciarse de uno mismo. Hay que hacer silencio interior. Hay que taparse los oídos al mundo, para abrirlos a Dios.


IV. EL PROFETA QUE ARDE SIN GRITAR

Y esa fidelidad, hoy, será contracultural. Será escupida, burlada, perseguida. La señalarán con el dedo los obispos que pactaron con el César. Le pasarán por encima las procesiones del mundo, los credos sin costillas, los liturgos sin lágrimas. Pero también será fértil. Porque en medio del escombro, la semilla fiel echa raíz. Porque cuando todos han hecho pacto con la mentira, el que se mantiene fiel se convierte en profeta. No un profeta con micrófono, ni con frases pulidas. Un profeta roto. Sin púlpito, sin nombre, sin eco.

Un profeta que camina solo. Que sangra sin testigos. Que ora sin respuestas. Que arde por dentro como un león que no se consume.
El que guarda, arde.
El que es fiel, sufre.
Pero el que sufre en silencio, combate.
No se esconde. No se adapta. No hay negociaciones. Su sola presencia es testimonio. Su sola existencia, un desafío. No necesita hablar: es la respuesta.

Y esa es la fidelidad verdadera:
no la que sobrevive, sino la que resiste. No la que se esconde en las ruinas, sino la que enciende una lámpara en medio del derrumbe y la sostiene con mano firme mientras el viento sopla. La que mira de frente al silencio de Dios y no se escandaliza,
porque sabe que ese Silencio es el último acto de amor, y también el primero de la justicia.

Porque el silencio de Dios no es derrota:
Escribe.
Es separación.
Es una espada invisible.
Y quien lo habita, ya ha sido llamado.


V. EL SILENCIO QUE LLAMA A VOLVER

Porque Dios no se ha enmudecido.
Calla con la majestad de quien ya sangró, de quien habló sin palabras en la cruz, de quien entregó todo y, al final, dejó solo el Silencio. Pero un silencio que llama, que arde, que abre el pecho del mundo.

No es un silencio que abandona:
Es un silencio que convoca.
Convoca al alma rota, al fiel cansado, al pecador endurecido, al traidor arrepentido, a todos.

Y en el fondo, ese silencio es también el espacio de la libertad.
Dios calla no porque se ausente, sino porque quiere que el alma se pronuncie. Porque si gritara, ya no habría amor, sino obediencia de esclavos. Y Dios no quiere esclavos: quiere hijos.
Por eso calla.
Para que el hombre elija.
Para que su Palabra sea acogida y no temida, para que su Cruz sea abrazada y no impuesta, para que su Reino sea amado y no forzado.
Ese silencio es la escena del drama del alma:
sin ausencia, sin respeto;
no vacío, sino prueba;
no juicio solamente, sino posibilidad.

Desde ese centro traspasado —la Cruz— el Silencio vuelve a hablar.
No con voz, sino con gravedad.
No con argumentos, sino con heridas.

Y ese silencio, si se escucha con el alma desnuda, hace volver.
Hace caer de rodillas.
Hace llorar.
Hace creer.
Porque el Verbo crucificado, aunque no hable, nos sigue llamando a todos.

A todos.
A volver.
A entrar por la herida.
A escuchar con temblor.
Dejar el ruido.
A volver al Amor que no grita, pero no deja de llamar.

OMO

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