sábado, 3 de abril de 2010

ESTA SEMANA SANTA...



He aquí la semana en que la Iglesia vive, otra vez, con Cristo el trágico desenlace que da centro a la Historia.

Urge subrayarlo: la Iglesia, en su medular aspecto sobrenatural, no hace sólo la evocación contristada y solemne, sino que positivamente cumple en estos días la “re-vivencia” de la Pasión del Señor. Esta es la honda realidad inadvertida por nuestro cristianismo de barniz o por nuestro diletantismo religioso. Que la Semana Mayor, como la totalidad del año litúrgico, más que una maravillosamente lograda remembranza de las grandes fases de la vida del Salvador, es su reiteración vital.

Esta verdad es lo que otorga su genuina tónica al espíritu penitencial y luctuoso de la Cuaresma y de la Semana Santa. Y tal certeza es la que debiera clavarse en el ánimo, al menos durante las santas jornadas que desde el Domingo de Ramos, han comenzado. Nos cumple, en ellas, padecer y morir con Cristo para poder, “al tercer día”, resucitar también con Él. Asociar la pequeñez de nuestro dolor y la diminuta generosidad de nuestra muerte al pecado, a este dolor gigantesco, inabarcable, que empieza otra vez a repetirse en la espantable y misteriosa agonía del Jueves Santo para volver a culminar en la suprema generosidad de la Cruz. Eso es lo solo que hará sensata la esperanza de “participar de la gloria de la Resurrección”.

Y hay en ello, además, una especial exigencia de esta hora entenebrecida de malos presagios, asaeteada por el amago de espantosos sufrimientos colectivos, sin paralelo anterior y con un evidente carácter de castigo histórico, que no sería al fin de cuentas más que el intermediario oficial de la Providencia en sus relaciones con los pueblos, ya que éstos, en cuanto tales, agotan su realidad en el tiempo, sus posibilidades de salud o de muerte, y que por ello en el tiempo forzosamente han de recibir el premio o la sanción.

Porque hubo una oportunidad para Babilonia, sede antonomástica de los siete pecados capitales. Y creyó en ella. Creyó en la advertencia del profeta, y, para aplacar la ira del Señor, su rey y sus magnates y su pueblo vistieron burdos sacos y se sentaron sobre cenizas penitenciales y la ciudad no fue destruida.

Pero este sentido común del hombre antiguo, ¿lo habrá perdido ya sin remedio el cristiano sumergido en esta nueva y desmesurada Babilonia, adoradora de la técnica, del dinero y de los placeres infames?

Ved ahí, quizá, la más dramática de todas las interrogaciones de nuestro tiempo. En su respuesta –tal es nuestra granítica certeza- se encierra el formidable secreto de lo que será o no será la Historia inminente.

Porque si nadie puede prever el día y la hora de las coyunturas supremas, puntualmente para el orbe cristiano la autenticidad expiatoria que sepa dar este año a su reviviscencia de la Pasión puede ser, acaso, lo que dé uno u otro sentido decisivo a esa respuesta.

¿Por qué no?

Autor: Oscar Méndez Cervantes
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