miércoles, 25 de agosto de 2010

EL TÉ AMARGO


En el libro “Ojos cerrados, ojos abiertos”, escrito por el sacerdote jesuita Carlos G. Vallés, aparece un artículo muy interesante del cual podemos obtener abundantes conclusiones que nos ayuden a mejorar el comportamiento que a diario tenemos con nuestros semejantes:

“El maestro llamó al discípulo y le dijo “Hace unos días que el té que me preparas no me sabe bien. ¿Has cambiado algo en su preparación?”. El discípulo respondió: “No, maestro. Son las mismas hojas y el mismo procedimiento y la misma tetera. Espero encontréis que el gusto es el mismo de siempre.”

Pocos días más tarde el maestro habló así a su discípulo cuando le trajo el té: “El té que me preparas sigue sin gustarme. Ya sé que no has cambiado las hojas ni el agua ni la tetera. Eres tú el que has cambiado. Antes estabas a gusto, me hacías el té de buena gana. Y por eso me sabía bien. Hace una temporada que ya no eres el mismo. Ya no estás contento con mi presencia, trabajas a regañadientes y me haces el té con enfado, Por eso me sabe mal. No quiero probar lo que alguien prepara a disgusto. Tu resentimiento al hacerlo dañará mis entrañas al tomarlo. Puedes marcharte si no estás contento. Yo mismo me haré el té cuando lo necesite”.

El mejor condimento es el cariño. El peor veneno es el rencor. Y ambos se deslizan en los manjares de la vida, en el trato y el trabajo, en la conversación y la convivencia, y les dan su sabor oculto con las especias del sentimiento. El tono de la voz, el calor del gesto, el brillo de la mirada, el sabor del té. El maestro nota en seguida el cambio sutil que delata la diferencia de afecto en las intimidades del convivir. Y lo señala con firme claridad.

Las hojas de té son las mismas pero ha cambiado el toque de la mano del que lo hace. Y ha cambiado el gusto del té. Sepamos curar su amargura”.

Una buena parte de nuestra vida se compone de pequeños encuentros con personas que vemos en el ascensor, en la fila para subir a un autobús, en la sala de espera del médico, en medio del tráfico de la gran ciudad o en la única farmacia del pequeño pueblo donde vivimos… Y aunque son momentos esporádicos y fugaces, son muchos en un día e incontables a lo largo de una vida. Todos estos encuentros son importantes para un cristiano, pues son ocasiones para mostrarles nuestro aprecio sincero, como corresponde a hijos de un mismo Padre. Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y cortesía, que se convierten fácilmente en vehículos de la virtud sobrenatural de la caridad. Son personas muy diferentes, pero todas esperan algo del hermano en Cristo. Y lo mismo sucede con los miembros de nuestra familia. Tal vez un saludo, posiblemente un detenernos a conversar para enterarnos de sus problemas e intentar ayudarlos. Al hacerlo, podemos motivarlos para que salgan de algún desánimo o depresión que afecte su vida, orientándolos en aquello que perturbe su alma. Pero todo esto debemos hacerlo con entusiasmo, con verdad y sobre todo con alegría manifestada en la sonrisa oportuna o en un pequeño gesto amable. Una persona que se dejara llevar habitualmente de la tristeza, del pesimismo y de la desesperanza en su trato con los demás, y que no luchara por salir de ese estado enseguida, sería un lastre, un pequeño cáncer para los demás.

El ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia nuestros semejantes, a comprenderlos, a mirarlos con simpatía, que nos lleve a aceptar con optimismo las virtudes y defectos que existen en la vida de todo ser humano. Es una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en cada uno de ellos.

En las relaciones diarias con nuestro cónyuge, se puede repetir la historia del té amargo. Muchos matrimonios no se hablan en su propia casa, y si se comunican entre ellos es a través de algún sirviente. Se pasan la vida atendiéndose fríamente, sin amor, recordando hechos del pasado en los cuales se ofendieron mutuamente. Se pasan la vida contestándose con monosílabos, durmiendo en camas separadas y compitiendo en todo lo que hacen para conservar el poder. Si nos casamos sin un verdadero compromiso, cuando lleguen las olas altas que acarrea la tempestad, abandonaremos el barco y no habrá nada ni nadie que nos haga regresar a él.

Son pocos los que pueden afirmar que el momento más feliz de su matrimonio es el presente, porque la mayoría tiene muchas cosas que reclamarle a su cónyuge. Recordemos que el pasado no lo podemos volver a vivir, pero sí puedo vivir el presente. Y al presente debemos dedicarle todas las fuerzas de nuestra vida. Olvidemos lo que dejamos atrás, y lancémonos a lo que está por delante, corriendo hacia la meta. No tengamos el corazón triste, porque de esa manera vegetaremos en el pesimismo. Y tampoco corazones escépticos, cansados o amargados. Muchas personas con este comportamiento “ya no” existen. Sus vidas yacen congeladas en el tiempo, como estatuas de museo que no hacen feliz a nadie.

La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarla sin esperar nada a cambio, con generosidad y alegría, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece.

Autor: Jacobo Zarzar
Ver comentarios
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

2 comentarios:

  1. Que sabia reflexión nos brindan hoy.
    Es muy valiosa la enseñanza que nos comparten.
    Tanto creo en ella, que me esmero en dar lo mejor, porque aprendí que de mala gana, todo sale mal y puden dañarse relaciones y personas.
    Espero en Dios, que nuestros corazones hagan de esta enseñanza un modo de vida, para el bienestar de todos.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Un abrazo a ti, hermana en Cristo. Gracias por tus excelentes comentarios, como siempre.

    Atte.
    CATOLICIDAD.

    ResponderEliminar