sábado, 3 de mayo de 2025

EL MITO DEL ESTADO NEUTRAL



I. EL NACIMIENTO DEL ESTADO MÁS BUENO DEL MUNDO

Había una vez —como en todos los cuentos tristes— un Estado que se creía sabio porque no tenía convicciones. No mataba dragones, pero sí santos. No hablaba de Dios, pero hablaba en su nombre (y, por supuesto, cobraba impuestos).

No era rey, ni juez, ni padre. Era un “gestor imparcial”… lo cual quiere decir que hacía de todo, menos lo importante, y aún así se creía justo porque no juzgaba.

Este curioso Estado —hijo ilegítimo de Hobbes, ahijado de Voltaire y alumno mediocre de Rousseau— se presentó como neutral. No tenía color, ni sabor, ni fe, ni esperanza. Solo reglamentos.
Y lo más terrible es que no decía que Dios no existía, sino algo peor: que daba igual si existía o no.


II. EL CONTRATO SOCIAL Y OTRAS FICCIONES LEGALES

Este Estado —como todos los personajes de los cuentos modernos— nació sin madre, pero con un contrato.

Dicen que fue un pacto entre hombres libres que nunca se conocieron, que firmaron un documento que nadie vio, para fundar un gobierno que nadie pidió… pero que todos debemos obedecer porque así lo exige la Constitución (ese libro sagrado que se puede reformar con mayoría calificada).

Y como no podía apelar al bien común (porque ya no sabía qué era el bien), inventó el bienestar general, que es como decir “lo que más gente tolere con menos quejas”.

En resumen: el Estado neutral no tiene principios, pero exige adhesión incondicional a su procedimiento. Es como un árbitro que pita sin balón, pero que expulsa a quien hable de la Verdad.


III. EL SECRETO DE SU NEUTRALIDAD

La verdad es que el Estado neutral no es neutral. Solo odia la Cruz.

Permite marchas de colores, pero multa a los sacerdotes. Financia exposiciones obscenas, pero censura la liturgia. Se desvive por proteger las sensibilidades de todos, salvo las del que cree en Dios.

Y cuando se le acusa de parcialidad, responde con esa frase tan suya:
“Es que la religión divide”.
Como si el aborto no dividiera.
Como si la ideología de género uniera.
Como si el nihilismo fuera el nuevo catecismo universal.


IV. CUANDO LOS FILÓSOFOS SE QUITAN LA PELUCA

Entonces llegaron los que aún piensan (una especie en extinción protegida por el Código Penal de Occidente).

Dalmacio Negro advirtió que el Estado no era un árbitro, sino un dios de sustitución, vestido con toga romana y sonrisa publicitaria.

Danilo Castellano recordó que no existe política sin verdad, y que todo gobierno que dice no tener moral, simplemente impone una mala.
Miguel Ayuso se asomó por encima del muro de los tecnócratas y gritó:
“¡El emperador va desnudo… y además cita a Kant sin haberlo entendido!”.

Bartyzel afiló la pluma y escribió que el liberalismo moderno es una religión con altares profanos, herejías sancionadas y liturgias laicas obligatorias.

Todos coincidían en algo: el Estado neutral no cree en Dios, pero cree en sí mismo con fanatismo religioso.


V. EL ALTAR ESTÁ OCUPADO: LO LLAMAN “DIVERSIDAD”

La neutralidad, pues, era una máscara. Detrás no había un sabio imparcial, sino un gerente de supermercado con pretensiones de Mesías.
Y como no hay política sin teología, el nuevo dios del Estado es el hombre autónomo, hecho a imagen del algoritmo y semejanza del deseo.

El altar sigue en pie. Solo que ahora está cubierto de banderas, eufemismos y formularios.


VI. CUANDO LA LEY DEJA DE SER JUSTA PARA SER CORRECTA

Y así fue como el mundo cambió las Tablas de la Ley por los formularios ISO.
El bien se volvió “opcional”.
La verdad, “ofensiva”.
Y la justicia, una aplicación de móvil en versión beta.

En lugar del Reino de Cristo, nos dieron la República del Término Medio.
En vez de santos, influencers.
Y por mártires, víctimas que se quejan en horario estelar.

El resultado fue una sociedad tan igualitaria, que nadie tenía derecho a decir la verdad.


VII. EL FINAL QUE AÚN NO SE ESCRIBE

Pero como en todo buen cuento, hay una esperanza.

Porque, aunque el Estado neutral ha llenado el mundo de leyes, sigue sin llenar el alma del hombre.

Porque aunque ha acallado las campanas, no ha podido hacer callar la conciencia.

Porque aunque ha proscrito a Cristo de las constituciones, Él sigue reinando en los corazones fieles.

Y llegará un día —como siempre ocurre en las historias verdaderas— en que los pueblos volverán a buscar un orden que no sea de papel, sino de verdad.

Y entonces, el mito caerá.

Y alguien, en voz baja, dirá: “Dios no estaba muerto… lo habían sustituido por un burócrata”.

OMO
 

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