sábado, 10 de mayo de 2025

LA PAZ, SIN EL REY DE LA PAZ



«La paz sea con ustedes».
Con esas palabras abrió su pontificado el Papa León XIV.
Y el mundo, sediento y disperso, escuchó —como tantas veces— esa promesa de armonía que atraviesa los siglos como un eco de resurrección. No es una fórmula cualquiera. Es, en labios de Cristo, una proclamación de victoria: victoria sobre el desorden, sobre el pecado, sobre la enemistad entre el hombre y su Creador.
Pero, como sucede con todo lo que el mundo repite sin comprender, conviene detenerse. Porque una palabra tan grande no puede ser dicha en voz baja sin peligro. La paz, cuando se repite sin orden, puede convertirse en su negación.

Paz: ¿qué es? ¿Dónde habita? ¿Cómo se sostiene?
El pensamiento clásico, coronado por la claridad de Santo Tomás, responde con sencillez luminosa: pax est tranquillitas ordinis.
La paz es la tranquilidad del orden.
No la suspensión del conflicto, sino la consecuencia de que las cosas estén como deben estar.
La paz no es anterior al orden. Es su fruto.
No se negocia. Se recibe.
Y se pierde cuando se destruye el principio de ese orden.

Aquí empieza el problema moderno. Porque si hay algo que la modernidad ha hecho con método, es desmontar el edificio del orden.
Ha sustituido la naturaleza por la voluntad, el ser por la opinión, el bien por la utilidad, la justicia por el consenso.
Y luego —con una mezcla admirable de ingenuidad y soberbia— ha salido a buscar la paz.
Como quien arranca los cimientos de una casa y luego reza por la estabilidad del techo.

Danilo Castellano, con la precisión que sólo da el pensamiento fiel al ser, lo ha dicho con claridad:
la paz no puede existir donde no hay reconocimiento de la verdad.
No puede mantenerse si se niega el carácter objetivo de la ley natural.
No puede brotar en un mundo que ha sustituido el orden teológico-jurídico por la ingeniería de intereses.
Porque en última instancia, la paz no es una idea política, sino una realidad ontológica.

El orden —como realidad objetiva— tiene un principio que lo origina, una ley que lo mide y un fin que lo orienta.
Ese principio no es el consenso.
Esa ley no es el deseo.
Ese fin no es el bienestar.
Ese principio es Dios.
Esa ley es la ley natural.
Ese fin es el bien común, que no se inventa, sino que se descubre.

Cuando se desconoce esta arquitectura del ser, lo que se llama paz se convierte en parodia:
— armonía sin jerarquía,
— justicia sin verdad,
— derecho sin deber,
— unidad sin bien.
Es una paz flotante, frágil, inestable, como un espejo colgado en el viento.

Por eso Castellano insiste: el desorden moderno no es accidental, sino estructural. No se trata de un error administrativo, sino de una negación de principios.
Cuando se niega la soberanía de Dios, se quiebra el fundamento del orden.
Cuando se desnaturaliza al hombre, se extravía su lugar en ese orden.
Y cuando se renuncia a la ley natural, se convierte el poder en pura técnica de dominación.
Y entonces, la paz deja de ser posible, no por falta de buenas intenciones, sino por ausencia de fundamento.

Cristo no ofreció una paz adaptada a los tiempos.
Ofreció su paz: la que nace de la justicia restaurada, del pecado redimido, de la cruz aceptada.
No dio la paz como lo hace el mundo, porque el mundo ya había inventado sus propias imitaciones:
la paz del equilibrio de fuerzas,
la paz del miedo común,
la paz del adormecimiento moral.
Cristo dio la paz como signo de Reino.
Y donde no hay Reino, no puede haber paz.

¿Queremos la paz? Entonces no basta con desearla.
Debemos restaurar el orden.
Y restaurar el orden no significa imponer estructura exterior, sino volver al reconocimiento de la verdad sobre el ser, sobre el hombre, sobre la ley, sobre el fin.
La paz no es un proyecto humano: es la irradiación visible de la justicia divina acogida.

Por eso, cuando el Papa dice la paz sea con ustedes, la respuesta más digna no es el aplauso ni la costumbre, sino la conversión.
Porque sólo el alma reconciliada puede acoger la paz verdadera.
Sólo la ciudad fundada en la ley natural puede custodiarla.
Y sólo el mundo sometido al reinado social de Cristo puede mantenerla.

Todo lo demás será tregua.
Será protocolo.
Será buena voluntad sin estructura.
Será —como bien lo ha visto Castellano— la ficción de la paz cuando ya se ha perdido el alma del orden.

Por eso hay que volver a pensar.
Pensar sin miedo.
Pensar como quienes saben que la verdad no necesita maquillaje, sino fidelidad.
Y reconocer, con alegría firme, que la paz existe.
Pero sólo si el Rey es reconocido.
Porque sin el Rey de la Paz, la paz es palabra huérfana.
Y palabra huérfana… no funda Reino.

OMO

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