viernes, 30 de mayo de 2025
LA BATALLA DE LOS SIGNOS
Lo que el alma acepta sin saber y el infierno celebra en silencio
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I. EL SIGNO NO PIDE PERMISO
El alma humana no ha sido hecha para la neutralidad. O adora, o cae. Y sin embargo, hoy el hombre moderno —tan práctico, tan ilustrado— se ha acostumbrado a vestir signos que no entiende, a repetir gestos que no eligió, a cantar palabras que niegan lo que finge no creer.
Lleva cruces invertidas como si fueran adornos. Se envuelve en calaveras festivas. Decora su casa con ídolos orientales. Y todo lo hace diciendo que “no significa nada”, mientras su alma se va empapando —gota a gota— del contenido que ese “nada” realmente contiene.
El signo actúa. Aunque la conciencia duerma. Porque el símbolo no es solo un dibujo: es una semilla. No es un accesorio: es un lenguaje silencioso que forma el alma, como el clima forma un paisaje.
Y en esta civilización que presume haber superado las formas, la batalla más sutil —y más decisiva— ya no se libra en tratados: se libra en signos.
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II. LA LENGUA DE DIOS: CUANDO LO INVISIBLE SE HACE VISIBLE
Dios habla. Pero no lo hace como los hombres. Su pedagogía es antigua, pero viva: Él enseña con fuego, con agua, con pan, con sangre. No explica: revela. No teoriza: se muestra. Y por eso su verdad no solo se escucha, sino que se toca, se huele, se saborea.
El cristianismo es la única religión donde la verdad se hizo cuerpo. Y un cuerpo necesita gestos, formas, tiempo, color. Por eso la Iglesia —madre sabia— no dejó que su fe se disolviera en abstracciones, sino que la tejió con signos: la cruz, el altar, la genuflexión, el incienso, el ayuno, el silencio. Todo lo que la modernidad llama “superfluo” es, en realidad, el alfabeto del alma redimida.
Los sacramentos —signos eficaces instituidos por Cristo— contienen y causan la gracia. Los sacramentales, bendecidos por la Iglesia, disponen al alma, elevan la mente, protegen el cuerpo. Y más allá de ellos, hay un universo de signos santos que, sin causar nada por sí mismos, enseñan, preparan, custodian.
Santo Tomás lo enseña sin rodeos:
“El hombre necesita de lo sensible para elevarse a lo espiritual.”
Y san Gregorio Magno completa:
“Lo que la Escritura enseña con palabras, la liturgia lo proclama con signos.”
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III. ESCUDOS VISIBLES, VÍNCULOS INVISIBLES
Un crucifijo no es una figura: es una proclamación. El Rosario no es rutina: es resistencia. El escapulario no es tela: es pertenencia. El agua bendita no es adorno: es una trinchera invisible.
Los signos santos, cuando son bendecidos y usados con fe, no contienen a Dios como el Sacramento, pero hacen presente su memoria, disponen el alma, y ejercen una protección verdadera. Son escudos morales. Son pedagogía silenciosa. Son llamados a la conversión.
Por eso los santos los usaron como armas. San Benito trazaba la cruz sobre el veneno y lo vencía. Santa Teresa de Jesús humillaba al demonio con una gota de agua bendita. El Cura de Ars dormía entre signos que el diablo odiaba. San Pío de Pietrelcina discernía lo bendito de lo profanado como quien reconoce el perfume del cielo.
Nada era accesorio para ellos. Porque sabían que Dios habla también por las formas, y que quien custodia sus signos, custodia su Reino.
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IV. LOS SIGNOS DE LA CONTRARRELIGIÓN
El demonio no puede crear, pero sabe imitar. Y cuando lo hace, invierte.
Así se ha infiltrado la liturgia del enemigo en camisetas, videoclips, festivales, tatuajes, modas y bisutería. Pentagramas, calaveras, cruces invertidas, ojos ocultistas, saludos rituales, invocaciones disfrazadas de diseño, letras cargadas de blasfemia, imágenes profanadas. Todo presentado como arte. Todo consumido como entretenimiento. Pero todo sembrado con precisión.
Basta mirar alrededor: símbolos santeros vendidos como cultura; playeras de bandas que glorifican el suicidio; posters que mezclan paganismo y política; veladoras con santos falsificados; cantos que repiten herejías con ritmo de fiesta.
Y más sutil aún: los ídolos orientales convertidos en decoración; los mandalas como terapia; los mudras como gesto elegante; las estatuas de Buda presidiendo comedores católicos; las posturas de yoga —nacidas como ofrendas a divinidades paganas— convertidas en gimnasia espiritual para almas que ya no saben quién las redimió.
No, no son neutrales. Porque todo signo tiene dueño.
Y el alma que acepta un signo, aunque lo ignore, entra en la esfera de influencia de aquello que ese signo proclama.
San Agustín, que conocía los engaños del infierno, lo resumió con lucidez:
“El demonio no puede crear, pero imita y pervierte todo lo que Dios hizo.”
Y los santos actuaron en consecuencia: San Patricio destruyó los signos druídicos. San Bonifacio taló el árbol de Thor. San Cipriano, que antes fue mago, confesó que los signos impíos que usaba eran reales instrumentos del demonio. Y cuando conoció la cruz, todo lo anterior se quebró.
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V. INFLUENCIA DEMONÍACA Y PUERTAS ABIERTAS
El demonio no necesita poseer para reinar. Le basta que el alma baje la guardia.
La posesión es extraordinaria. La influencia, en cambio, es cotidiana. Se cuela por gestos, hábitos, objetos, música, símbolos. Se manifiesta como resistencia a la oración, turbación sin causa, alergia al silencio, repulsión hacia lo sagrado. Y muchas veces, todo comenzó con un símbolo aceptado sin pensar.
Porque el símbolo, incluso sin intención, educa el alma. Y cuando el alma se acostumbra a lo oscuro, termina diciendo que la oscuridad es solo otra forma de luz.
El padre Amorth lo decía sin adornos:
“El demonio entra por las puertas que se le abren. Y un símbolo puede ser una de esas puertas.”
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VI. VIVIR ENVUELTO EN LA LUZ
Por eso, el alma católica debe rodearse de signos santos como quien levanta una fortaleza.
No por superstición, sino por fidelidad. No por miedo, sino por identidad.
Un crucifijo visible. Un escapulario bendito. Agua santa en el hogar. Imágenes verdaderas. Música que eleve. Palabras que no hieran lo sagrado. Ropa que no contradiga la fe que se profesa.
No es rigidez. Es coherencia.
San Cirilo de Jerusalén, preparando a los catecúmenos del siglo IV, lo dijo sin poesía:
“Cada gesto cristiano es escudo del alma.”
Y la Iglesia lo ha enseñado siempre: Lex orandi, lex credendi, lex vivendi. La forma de orar enseña la fe. Y la fe modela la vida.
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VII. LA GUERRA DEL SILENCIO Y DE LOS SIGNOS
No estamos en un debate: estamos en una guerra.
Y esta guerra no se libra ya solo en libros, sino en símbolos.
No se da solo en los parlamentos, sino en los closets, en los cuerpos, en los perfiles, en las fiestas, en las canciones.
Hoy se expulsa el crucifijo y se venera la calavera. Se ríe del incienso y se aplaude la blasfemia. Se censura la sotana y se celebra la desnudez.
Y quien no elige conscientemente los signos del Reino, acabará vistiendo sin saber la marca del enemigo.
San Juan Damasceno lo decía con precisión teológica y fuego en la sangre:
“No venero la materia, sino al Creador de la materia, que se hizo materia por mí.”
Nosotros lo decimos hoy, frente a las sombras que avanzan:
No adoramos los signos. Pero no los despreciamos.
Porque quien pierde el lenguaje de los signos santos, pronto hablará —sin saberlo— la lengua del infierno.
OMO
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