GÓLGOTA
Subí.
No por caminos de piedra,
sino por el tajo inmenso
que abriste entre mi carne y tu costado.
Subí sin saber cómo se sube
a un monte donde muere Dios,
donde el cielo no se abre
sino que se desgarra
como un paño santo
en manos impías.
Subí
porque tú ya no bajabas.
Y allí estabas.
No como rey de los tronos,
sino como rey de las llagas.
No como dueño de ejércitos,
sino como siervo de clavos.
No como quien dice: “Soy”,
sino como quien calla
para que el silencio hable por Él.
Allí estabas.
Y tu desnudez era mi abrigo.
Y tu sangre, mi nombre.
Y tu llanto,
la única música que el mundo no merece.
Clavaron tus manos
como se clava la luz
cuando entra de golpe
en una habitación sin ventanas.
Y el primer golpe sonó,
y mi alma supo
que toda la historia cabía en ese eco.
Que el pecado del mundo
había hecho leña de Dios,
y que el Amor,
en vez de retirarse,
se abrazaba más hondo al madero.
El segundo clavo fue más lento,
como si los verdugos temieran al mármol de tu paz.
Y el tercero…
¡oh el tercero!
El que ató tus pasos al suelo
para liberar mis pasos al cielo.
Y yo, allí abajo,
no gritaba,
no rezaba,
no sabía aún que el alma también sangra
cuando mira al Amor hecho carne
y no se atreve a decir:
“Estoy aquí.”
El madero se alzó
como una torre de espanto,
y los ángeles —no, no se fueron—
se postraron en los aires,
velando el rostro con las alas,
adorando al Altísimo suspendido en la ignominia.
Tú estabas en lo alto
como un faro sangrante
que miraba el naufragio del mundo
y lo bendecía.
Tus ojos,
ya nublados por el peso del perdón,
se pasearon por la multitud
y vieron…
—¡Dios mío, vieron!—
al traidor mal arrepentido,
al verdugo fatigado,
a la madre quebrada,
al apóstol fugitivo,
y al alma mía,
quieta,
quieta como un niño que teme ser hallado,
pero desea ser visto.
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LA PRIMERA PALABRA
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.”
Y el cielo contuvo el aliento.
El fuego no cayó.
Las legiones no descendieron.
Solo el perdón… como un río invisible.
Padre…
No “Dios” todavía, sino “Padre”.
Porque el Hijo, clavado,
aún ama desde la filiación.
Perdónalos…
A los que clavan,
a los que ríen,
a los que huyen,
a los que miran sin llorar.
A mí.
Porque no saben…
Y yo no sabía.
Y aún sabiendo, me escondo.
¿Qué amor es este,
que me absuelve antes de mi culpa,
que me llama antes de que grite,
que me lava cuando aún traiciono?
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LA SEGUNDA PALABRA
“Hoy estarás conmigo en el Paraíso.”
Hoy.
No “cuando te limpies”.
No “cuando aprendas”.
Hoy.
A un ladrón.
A un bandido crucificado.
A un alma sin currículo.
A mí.
Conmigo…
No detrás, no al lado:
conmigo.
En el Paraíso…
No el de Adán,
sino el del segundo Adán:
ese jardín regado por sangre
donde el árbol ya no es prohibido,
sino redentor.
Y yo, colgado de mi culpa,
escucho esa promesa
y sé que aún puedo entrar.
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LA TERCERA PALABRA
“Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre.”
Y el cielo se hizo cuna.
Tú, agonizando,
no pensaste en ti,
sino en darnos Madre.
Ella, de pie,
sin lágrimas aún,
te ofrecía al Padre
y nos recibía como hijos.
Yo, que he herido tantas veces su ternura,
soy llamado
a su regazo.
Ella no protestó.
Solo abrió los brazos.
Y yo entendí
que la Cruz me dio familia.
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LA CUARTA PALABRA
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Y entonces tembló la tierra.
No porque Dios te abandonara,
sino porque tú tomaste mi lejanía.
Ese grito no fue tuyo:
fue mío en tu boca.
Tú, el más amado,
tomaste mi exilio.
El inocente cargó la distancia del culpable.
No preguntabas para saber,
sino para que yo entendiera
que nunca más estaré solo en mi abandono.
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LA QUINTA PALABRA
“Tengo sed.”
Sed de almas.
Sed de mí.
No pediste agua.
Pediste mi rendición.
Yo tengo agua
y tú tienes sed.
Yo tengo excusas
y tú tienes fuego.
Esa sed tuya es mi nombre.
Tu boca ardiente
llama mi regreso.
No hay mayor sed
que la del Amor
cuando no es correspondido.
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LA SEXTA PALABRA
“Todo está cumplido.”
No fue suspiro de derrota,
sino canto de victoria.
El pacto está sellado.
La herida está abierta
como puerta eterna.
Todo está cumplido:
la obediencia,
el amor,
el precio.
Nada quedó por hacer,
salvo adorarte.
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LA SÉPTIMA PALABRA
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Y aquí todo se detuvo.
No fue la muerte.
Fue la entrega.
Fue el Hijo regresando al seno.
Fue el Verbo devolviéndose a la Fuente.
Padre…
Otra vez “Padre”.
Como si todo comenzara de nuevo.
En tus manos…
Las mismas que tejieron los cielos,
que modelaron mi barro,
que ahora recogen tu aliento.
Mi espíritu…
Tu aliento primero,
devuelto sin mancha,
para que el mío —roto—
pueda ser restaurado.
Y expiraste.
No como mueren los hombres,
sino como se consagran las hostias.
No como caen los cuerpos,
sino como se abren los templos.
El velo se rasgó.
El infierno crujió.
El cielo se inclinó.
La historia cambió de eje.
Y yo… yo me rendí.
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El centurión lloró.
El ladrón sonrió.
La Madre sostuvo el universo con los ojos.
Y yo…
yo dejé de ser espectador
y me arranqué los argumentos,
me arranqué la piel
y me acosté junto a tu cruz
como un perro herido
que no quiere otra cosa
sino morir donde su Amo ha muerto.
No bajaste de la cruz
porque tu lugar era el mío.
Y ahora el mío está contigo.
Cristo…
no tengo palabras.
Solo esta herida que no cierra
y que te canta.
Solo este amor que no basta
y que te busca.
Solo este barro que aún tiembla
y que te espera.
Haz de mi pecho tu sepulcro.
Haz de mi lengua tu epitafio.
Haz de mi muerte
tu semilla.
Y si alguna vez me olvido del Gólgota,
hazme recordar
que fuiste tú quien murió por mí
cuando yo aún no sabía vivir por ti.
Y si alguna vez
el mundo me arranca de tus brazos,
recuérdame que tengo Madre,
que tengo Cruz,
que tengo Sangre,
que tengo Cuerpo,
que tengo Reino.
Y que todo eso
empezó
en un monte
donde el Amor fue colgado
para que la muerte muriera
y el alma,
al fin,
viviera.
OMO