¡Qué terrible cambio, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva!
El Señor X ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Se ha acostumbrado a pecar. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo. No ha querido hablar de religión desde hace mucho tiempo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo; no es un hombre malvado, cree en Dios y en los dogmas católicos, pero eso de la religión no va con un “triunfador”. Si piensa en la muerte lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su familia vive mucho, y él cree que cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarse de sus actividades, aunque se pregunta cómo empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine, y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. En su juventud, algún tiempo, se acercó a los Sacramentos, pero sin preocuparse de tener las disposiciones necesarias para recibirlos provechosamente. Abusó, para su ruina, de la misericordia de Dios. Sus confesiones fueron rutinarias y sin decidirse a dejar los malos hábitos y las ocasiones de pecado. Sus comuniones frías. Se acostumbró pronto a acudir al confesionario sin dolor y sin propósito de enmienda y más adelante se atrevió a callar algunos pecados graves. Pronto dejó los Sacramentos y más adelante ya no creía realmente en ellos. Así vive, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y la muerte le sorprende como ladrón en la noche.
Ahora cae gravemente enfermo. Los buenos familiares le llevan el sacerdote para una última confesión y comunión y recibir la extremaunción. El acepta, porque así se acostumbra en la familia. No hay arrepentimiento, es sólo miedo a lo desconocido lo que le impulsa a hacerlo, y el resultado es una última confesión y comunión sacrílega. Nuestro Señor Jesucristo hizo un último intento, pero encontró un alma encallecida, indiferente, acostumbrada a vivir sin estado de gracia.
¡Pobre alma! Mientras se resiste de ese modo a su destino, su nombre es quizás exaltado entre sus amigos. Su elocuencia, claridad de pensamiento, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando; se le cita como autoridad, se leen mucho sus libros, se le recuerda como gran escritor y pensador, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.
¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no lo escuchan. Muchos de ellos actúan como él y pronto le acompañarán. Las nuevas generaciones son tan presuntuosas como las anteriores. El padre no creyó que Dios pudiera condenarle, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar de dolor eterno y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continúa igual otros treinta. Así es como este caudal de hombres avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio, como le ha sucedido al Señor X(1).
Cristo mío, ten misericordia de nosotros. Ahora que todavía tenemos tiempo, permite que tu rostro nos ilumine, para que reconozcamos tus caminos y nuestras miserias, para que renunciando a estas últimas, nos arrepintamos de corazón y te sigamos. Para que correspondamos a tu muerte en la cruz por amor, con el amor de negarnos a nosotros mismos, con el amor que permite salvarse, sencillamente, cumpliendo con los mandamientos; y en especial con aquél que dio N.S. Jesucristo en la Ultima Cena: “Un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado” Permítenos Señor que nos desacostumbremos de pecar, por cuanto que los pecados de costumbre son de los que llevan más almas al infierno.
Condensado y adaptado de: Cardenal J. Newman. Discursos sobre la Fe. Biblioteca Cristiana. Editorial Planeta –De Agostini, España, 1996.
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